Sáb 20.07.2002
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La travesía

Personajes Pianista, director de orquesta, sionista, wagneriano. Daniel Barenboim vuelve a Buenos Aires y esta vez será para recorrer las “32 sonatas para piano” de Beethoven. Una antología de dos conciertos y luego el ciclo completo, repartido en seis recitales, le servirán para poner en escena una de sus ideas capitales: la de la música –y la música de Beethoven en particular– como un viaje interior.

› Por Diego Fischerman

“Hay músicas que van y vienen. Y hay músicas que están toda la vida.” Daniel Barenboim habla por teléfono con Radar y se refiere a la diferencia entre Beethoven y el resto. La alusión no es casual. Su placer por los maratones tendrá, en esta nueva visita a Buenos Aires, la forma de una monumental integral en el Teatro Colón, dedicada a las Sonatas para piano de Ludwig van Beethoven. Primero serán dos conciertos, para el Mozarteum Argentino, con una antología (las Sonatas 1, 18 y 29 el próximo sábado 27 y la 2, 17, 10 y 26 el lunes 29). Después, en un abono de seis conciertos en el que las entradas más baratas salen, para cada uno, 4 pesos y para el que el músico aceptó cobrar en pesos y a borderaux, recorrerá el ciclo completo. Como cada vez que Barenboim vuelve, recuerda sus comienzos y se reencuentra con un pasado que toma la forma de “imágenes de infancia, olores, maneras de comer, formas de hablar”. Un pasado que, a pesar de la distancia, él se niega a borrar del todo. Como suele suceder con los exiliados, habla un porteño antiguo, lleno de modismos que en Buenos Aires ya nadie recuerda. Muchas de sus palabras son traducciones literales del inglés, el francés o el alemán. En cada una de ellas está la huella de un momento de su vida: la Orquesta de Cámara Inglesa, la Orquesta de París, el Festival de Bayreuth, su matrimonio con la cellista Jacqueline Dupré, su paso por Israel, la Orquesta de Chicago. Pero el acento, curiosamente, suena siempre (y para sorpresa del propio Barenboim) como si nunca se hubiera ido.
Pianista, director de orquesta, músico de cámara, solista. Practicante hasta la militancia de dos causas tan opuestas como sólo pueden serlo el sionismo y el wagnerianismo. Paladín de las “viejas maneras de hacer música”, continuador evidente de la línea estética de Wilhelm Furtwängler –el legendario director que construyó el sonido de la Filarmónica de Berlín durante medio siglo pasado– y compañero de ruta de artistas como Milton Nascimento o Rodolfo Mederos en repertorios que, de chico, cuando debutó en Buenos Aires a los 8 años, jamás soñó con interpretar, regresa 52 años después del comienzo de una carrera brillante, y su vuelta tiene, para él, un sentido especial: “Los dos países de los que me siento más cerca afectivamente son la Argentina e Israel. En un caso se trata de mi infancia, mi primera formación, mis primeros recuerdos, y en el otro de mi juventud. Y ambos se encuentran en terribles problemas. Si se tratara de tocar en cualquier otro país que estuviera en la situación de la Argentina, seguramente no tendría el mismo entusiasmo. Y en este caso estoy ansioso por ver con mis propios ojos y dar algo, en alguna forma, a quienes están allí”.

RAICES
El niño de pantalones cortos entró al escenario. Avanzó con paso seguro hasta el piano, se sentó en el taburete, miró al director, esperó la entrada de la orquesta, escuchó con atención la exposición y, al recibir la señal correspondiente, bajó las manos sobre el teclado y empezó a tocar. La obra era el Concierto K 488 de Mozart, la sala era la de la Facultad de Derecho y el niño llamado Daniel Moisés Barenboim tenía 9 años. Ya había tocado varias veces en recitales, y músicos como Adolf Busch, Sergiu Celibidache e Igor Markevitch lo habían estimulado a desarrollar una carrera musical. Su debut oficial había sido el año anterior, 1950, en la Sala Breyer. Desde ese momento, su personalidad parece haberlo llevado a querer hacer todo (y todo al mismo tiempo). Pocos intérpretes han logrado mantener, incluso dentro de la llamada música clásica, dos carreras simultáneas. Algunos pianistas se han aventurado con la dirección. Algunos directores (Michael Tilson Thomas, por ejemplo) despuntan cada tanto, como en el pasado lo hicieron Georg Solti o Leonard Bernstein, sus placeres de pianistas. Barenboim es, en cambio, un gran pianista y un gran director. Y, a pesar de esa sensación que transmite de no parar nunca, de estar embarcado siempre en más de un proyecto a la vez, es una persona sumamente reflexiva. Para ciertas cosas, se toma su tiempo. Una de ellas fue la grabación de las Sinfonías de Beethoven. Recién en el 2000 se decidió a publicar una integral junto a su orquesta europea, la Berliner Staatskapelle. Y hace 15 años que no toca el ciclo completo de sus Sonatas para piano. El sentido del gran relato, la flexibilidad de los tiempos, la apropiación de la partitura sitúan a Barenboim como el heredero más claro de la gran tradición romántica. O, mejor, como su continuación. No es mimético con el pasado ni hay nada de anticuado en su manera de dirigir o de tocar el piano. Así como otros han decidido situar su punto de partida en las investigaciones musicológicas de los setenta y los ochenta, en los tratados de época y en el estudio de los manuscritos y primeras ediciones (como John Eliot Gardiner y los reveladores descubrimientos de la edición de las Sinfonías de Beethoven preparada por Norman del Mar, utilizada también por Abbado en su última grabación con la Filarmónica de Berlín), el punto de partida de Barenboim es alemán y se entronca directamente con Hans von Büllow (el amigo de Brahms), Bruno Walter (el amigo de Mahler) y Furtwängler. Una idea de la interpretación que tiene todos los elementos de cuando todavía se creía en el Gran Arte. O, como dice el propio Barenboim, “en el sentido del esfuerzo físico, titánico”. La idea de lo titánico no es ajena a lo que la mitología concede a Beethoven, y el director confiesa que “siempre me fascinó lo que funcionaba como un desafío. Tengo manos muy chicas y para mí siempre fue un placer muy especial el tocar en el piano ciertos pasajes que requieren manos grandes. Y esa sensación, con las Sinfonías de Beethoven, se tiene a partir de la orquestación. Con la orquesta beethoveniana se siente todo el tiempo que se la está llevando hasta sus límites y aun más allá. Pero lo más difícil no es dejarse llevar por esa sensación. Lo más difícil es saber frenar. Es tener la fuerza para descender súbitamente después de la explosión. Eso es Beethoven”.

EL VIAJE
“Todo compositor tiene un grupo de obras en las que revela su trayecto interior. Wagner con la Tetralogía, Tannhäuser, Tristán e Isolda y Parsifal; Beethoven con sus cuartetos para cuerdas y sus sonatas para piano. Hay allí una suerte de diario de su vida interior. Cada una de las Sonatas, por ejemplo, tiene su grandeza, sus virtudes, su genio, pero el ciclo completo las muestra con una dimensión suplementaria. Verlas en conjunto permite tener la perspectiva de un viaje estético extraordinario”, explica Barenboim. Es por eso que planteó cada concierto –en lugar de tomar el camino obvio de la cronología– como una versión en miniatura del ciclo completo. Como si se tratara de fractales o de muñecas rusas, en cada uno de ellos está la idea del recorrido. En todos hay sonatas tempranas, medias y finales.
A lo largo de su trayectoria, usted parece haber preferido, justamente, aquellos repertorios en los que la idea de viaje, de gran relato, está presente. Ha tocado Chopin o Debussy o Mozart, desde luego, pero Beethoven, Bruckner y Wagner ocupan un lugar central, como si se tratara de un núcleo alrededor del que se organiza el resto.
–Hay obras que acompañan siempre, a lo largo de toda la vida. Otras que alcanza con haberlas tocado una o dos veces, y algunas a las que se vuelve de vez en cuando. Las Sonatas de Beethoven siempre fueron el punto de equilibrio, la tierra buscada después de cada navegación por otros mundos. Hay épocas en las que me entusiasmo con un compositor, con Debussy, con Bruckner, con Wagner, y cuando salgo de ese mundo vuelvo a Beethoven. Ahora, bien, es cierto que me interesa el relato amplio, que prefiero esos autores en que cada obra condensa un sentido de trayectoria. En que se siente una idea evolutiva.
EL MUNDO
Israel en la Guerra de los Seis Días. Más tarde, el intento de tocar Wagner en ese país. Salvando las distancias, la Argentina en el medio de la debacle. ¿Siente una atracción especial por las zonas de conflicto?
–Hacer música es como poner en escena un espejo del propio interior. No es que prefiera esas zonas de conflicto sino que el conflicto está. Y está, precisamente, en países que me importan. Lo que pasa afuera resuena adentro. No podría decir que he tocado tal o cual obra, o que lo hecho de una manera especial a causa de algo sucedido en el mundo alrededor de mí. Pero, con certeza, ese mundo se integra en la manera en que uno hace música. Es difícil ser israelí en este momento. Y también es difícil ser argentino.
¿Cuál es su posición frente a la situación en Medio Oriente?
–Es un tema muy complejo y difícil de explicar en pocas palabras. Creo que la mayoría de los problemas que Israel tiene en este momento son culpa de su propio gobierno. Las autoridades actuales han llevado la situación a un punto de tensión, por no decir de histeria, en que cualquier crítica o discusión es tomada como una traición a la patria. Ni desde el punto de vista estratégico ni desde la moral lo militar puede ser una solución. Lo estratégico y lo ético deberían volver a estar uno junto a lo otro, mano a mano. Por otra parte, pienso que la responsabilidad que tenemos los israelíes es mayor que la de los palestinos porque, mal o bien, nuestras aspiraciones nacionales tuvieron satisfacción, en 1948, mientras que las de los palestinos no.

EL SONIDO
Tocar el piano y dirigir una orquesta comprometen actitudes corporales muy distintas. ¿Cómo incide esta diferencia en la manera de entender una obra?
–La leyenda acerca del poder omnímodo del director de orquesta es falsa, desde ya. El poder de un director es administrativo. Decide qué se toca, a qué velocidad. Pero, claramente, no lo toca. Es el único músico que no tiene contacto físico con el sonido. Se habla, en general, del color del sonido, pero hay otra cosa que es fundamental: su peso. Y ese peso es registrable sólo cuando toca uno mismo. El único instrumento, en realidad, es el sonido en sí. Lo demás son las reacciones, propias o ajenas, frente a ese sonido. Las relaciones de las personas con ese “aire sonoro”, como lo definía Ferruccio Busoni.
¿Qué opina del auge del filologismo, de las nuevas revisiones de obras de repertorio como las Sinfonías de Beethoven y de las versiones que intentan integrar esos aportes de la musicología en el terreno de la interpretación?
–Cualquier observación o análisis serio sirve para aportar reflexión. Pero en realidad nada cambia demasiado. Cuanto más tiempo pasa desde el momento en que una obra fue creada, más necesidad hay de reconstruir científicamente algo parecido a la verdad con respecto a esa obra. Pero esa verdad no existe como tal. El sonido es efímero. La música no reside en este mundo. Vaya a saberse dónde está mientras nadie la toca pero, para que exista, debe haber alguien que la traiga a este mundo, que la interprete. Y eso cada vez es diferente. Por otra parte, la mayoría de los aportes de estas revisiones son rítmicos, de articulación, tímbricos, y lo esencial de la música, lo que le da sentido, es la armonía. Una modulación, el cambio de centro tonal, si ese cambio es hacia un lugar lejano o cercano, sigue siendo lo que construye el sentido.
Usted congenia dos aspectos que generalmente aparecen como contradictorios: la idea de profundidad y la idea de espectáculo.
–Es que quien diga que el espectáculo no le interesa está mintiendo, tal vez hasta a sí mismo. Cuando yo digo que voy a tocar en el Colón tal día, estoy haciendo una invitación. Estoy diciendo que quiero tocar para quienes quieran oír. Y la gente que venga será la que haya aceptado esa invitación. El escenario ya implica un pacto. Hay alguien dispuesto a ofrecer y otro preparado para recibir. Y luego habrá, además, interacción entre unos y otros. La música tiene un sentido de comunidad. Hay alguien que proyecta lo que piensa y siente pero, para que esa proyección tenga lugar, tiene que haber alguien que la reciba.

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