Personajes Pianista, director de orquesta, sionista, wagneriano. Daniel Barenboim vuelve a Buenos Aires y esta vez será para recorrer las “32 sonatas para piano” de Beethoven. Una antología de dos conciertos y luego el ciclo completo, repartido en seis recitales, le servirán para poner en escena una de sus ideas capitales: la de la música –y la música de Beethoven en particular– como un viaje interior.
› Por Diego Fischerman
RAICES
El niño de pantalones cortos entró al escenario. Avanzó
con paso seguro hasta el piano, se sentó en el taburete, miró
al director, esperó la entrada de la orquesta, escuchó con atención
la exposición y, al recibir la señal correspondiente, bajó
las manos sobre el teclado y empezó a tocar. La obra era el Concierto
K 488 de Mozart, la sala era la de la Facultad de Derecho y el niño llamado
Daniel Moisés Barenboim tenía 9 años. Ya había tocado
varias veces en recitales, y músicos como Adolf Busch, Sergiu Celibidache
e Igor Markevitch lo habían estimulado a desarrollar una carrera musical.
Su debut oficial había sido el año anterior, 1950, en la Sala
Breyer. Desde ese momento, su personalidad parece haberlo llevado a querer hacer
todo (y todo al mismo tiempo). Pocos intérpretes han logrado mantener,
incluso dentro de la llamada música clásica, dos carreras simultáneas.
Algunos pianistas se han aventurado con la dirección. Algunos directores
(Michael Tilson Thomas, por ejemplo) despuntan cada tanto, como en el pasado
lo hicieron Georg Solti o Leonard Bernstein, sus placeres de pianistas. Barenboim
es, en cambio, un gran pianista y un gran director. Y, a pesar de esa sensación
que transmite de no parar nunca, de estar embarcado siempre en más de
un proyecto a la vez, es una persona sumamente reflexiva. Para ciertas cosas,
se toma su tiempo. Una de ellas fue la grabación de las Sinfonías
de Beethoven. Recién en el 2000 se decidió a publicar una integral
junto a su orquesta europea, la Berliner Staatskapelle. Y hace 15 años
que no toca el ciclo completo de sus Sonatas para piano. El sentido del gran
relato, la flexibilidad de los tiempos, la apropiación de la partitura
sitúan a Barenboim como el heredero más claro de la gran tradición
romántica. O, mejor, como su continuación. No es mimético
con el pasado ni hay nada de anticuado en su manera de dirigir o de tocar el
piano. Así como otros han decidido situar su punto de partida en las
investigaciones musicológicas de los setenta y los ochenta, en los tratados
de época y en el estudio de los manuscritos y primeras ediciones (como
John Eliot Gardiner y los reveladores descubrimientos de la edición de
las Sinfonías de Beethoven preparada por Norman del Mar, utilizada también
por Abbado en su última grabación con la Filarmónica de
Berlín), el punto de partida de Barenboim es alemán y se entronca
directamente con Hans von Büllow (el amigo de Brahms), Bruno Walter (el
amigo de Mahler) y Furtwängler. Una idea de la interpretación que
tiene todos los elementos de cuando todavía se creía en el Gran
Arte. O, como dice el propio Barenboim, “en el sentido del esfuerzo físico,
titánico”. La idea de lo titánico no es ajena a lo que la
mitología concede a Beethoven, y el director confiesa que “siempre
me fascinó lo que funcionaba como un desafío. Tengo manos muy
chicas y para mí siempre fue un placer muy especial el tocar en el piano
ciertos pasajes que requieren manos grandes. Y esa sensación, con las
Sinfonías de Beethoven, se tiene a partir de la orquestación.
Con la orquesta beethoveniana se siente todo el tiempo que se la está
llevando hasta sus límites y aun más allá. Pero lo más
difícil no es dejarse llevar por esa sensación. Lo más
difícil es saber frenar. Es tener la fuerza para descender súbitamente
después de la explosión. Eso es Beethoven”.
EL VIAJE
“Todo compositor tiene un grupo de obras en las que revela su trayecto
interior. Wagner con la Tetralogía, Tannhäuser, Tristán e
Isolda y Parsifal; Beethoven con sus cuartetos para cuerdas y sus sonatas para
piano. Hay allí una suerte de diario de su vida interior. Cada una de
las Sonatas, por ejemplo, tiene su grandeza, sus virtudes, su genio, pero el
ciclo completo las muestra con una dimensión suplementaria. Verlas en
conjunto permite tener la perspectiva de un viaje estético extraordinario”,
explica Barenboim. Es por eso que planteó cada concierto –en lugar
de tomar el camino obvio de la cronología– como una versión
en miniatura del ciclo completo. Como si se tratara de fractales o de muñecas
rusas, en cada uno de ellos está la idea del recorrido. En todos hay
sonatas tempranas, medias y finales.
A lo largo de su trayectoria, usted parece haber preferido, justamente, aquellos
repertorios en los que la idea de viaje, de gran relato, está presente.
Ha tocado Chopin o Debussy o Mozart, desde luego, pero Beethoven, Bruckner y
Wagner ocupan un lugar central, como si se tratara de un núcleo alrededor
del que se organiza el resto.
–Hay obras que acompañan siempre, a lo largo de toda la vida. Otras
que alcanza con haberlas tocado una o dos veces, y algunas a las que se vuelve
de vez en cuando. Las Sonatas de Beethoven siempre fueron el punto de equilibrio,
la tierra buscada después de cada navegación por otros mundos.
Hay épocas en las que me entusiasmo con un compositor, con Debussy, con
Bruckner, con Wagner, y cuando salgo de ese mundo vuelvo a Beethoven. Ahora,
bien, es cierto que me interesa el relato amplio, que prefiero esos autores
en que cada obra condensa un sentido de trayectoria. En que se siente una idea
evolutiva.
EL MUNDO
Israel en la Guerra de los Seis Días. Más tarde, el intento de
tocar Wagner en ese país. Salvando las distancias, la Argentina en el
medio de la debacle. ¿Siente una atracción especial por las zonas
de conflicto?
–Hacer música es como poner en escena un espejo del propio interior.
No es que prefiera esas zonas de conflicto sino que el conflicto está.
Y está, precisamente, en países que me importan. Lo que pasa afuera
resuena adentro. No podría decir que he tocado tal o cual obra, o que
lo hecho de una manera especial a causa de algo sucedido en el mundo alrededor
de mí. Pero, con certeza, ese mundo se integra en la manera en que uno
hace música. Es difícil ser israelí en este momento. Y
también es difícil ser argentino.
¿Cuál es su posición frente a la situación en Medio
Oriente?
–Es un tema muy complejo y difícil de explicar en pocas palabras.
Creo que la mayoría de los problemas que Israel tiene en este momento
son culpa de su propio gobierno. Las autoridades actuales han llevado la situación
a un punto de tensión, por no decir de histeria, en que cualquier crítica
o discusión es tomada como una traición a la patria. Ni desde
el punto de vista estratégico ni desde la moral lo militar puede ser
una solución. Lo estratégico y lo ético deberían
volver a estar uno junto a lo otro, mano a mano. Por otra parte, pienso que
la responsabilidad que tenemos los israelíes es mayor que la de los palestinos
porque, mal o bien, nuestras aspiraciones nacionales tuvieron satisfacción,
en 1948, mientras que las de los palestinos no.
EL SONIDO
Tocar el piano y dirigir una orquesta comprometen actitudes corporales muy distintas.
¿Cómo incide esta diferencia en la manera de entender una obra?
–La leyenda acerca del poder omnímodo del director de orquesta es
falsa, desde ya. El poder de un director es administrativo. Decide qué
se toca, a qué velocidad. Pero, claramente, no lo toca. Es el único
músico que no tiene contacto físico con el sonido. Se habla, en
general, del color del sonido, pero hay otra cosa que es fundamental: su peso.
Y ese peso es registrable sólo cuando toca uno mismo. El único
instrumento, en realidad, es el sonido en sí. Lo demás son las
reacciones, propias o ajenas, frente a ese sonido. Las relaciones de las personas
con ese “aire sonoro”, como lo definía Ferruccio Busoni.
¿Qué opina del auge del filologismo, de las nuevas revisiones
de obras de repertorio como las Sinfonías de Beethoven y de las versiones
que intentan integrar esos aportes de la musicología en el terreno de
la interpretación?
–Cualquier observación o análisis serio sirve para aportar
reflexión. Pero en realidad nada cambia demasiado. Cuanto más
tiempo pasa desde el momento en que una obra fue creada, más necesidad
hay de reconstruir científicamente algo parecido a la verdad con respecto
a esa obra. Pero esa verdad no existe como tal. El sonido es efímero.
La música no reside en este mundo. Vaya a saberse dónde está
mientras nadie la toca pero, para que exista, debe haber alguien que la traiga
a este mundo, que la interprete. Y eso cada vez es diferente. Por otra parte,
la mayoría de los aportes de estas revisiones son rítmicos, de
articulación, tímbricos, y lo esencial de la música, lo
que le da sentido, es la armonía. Una modulación, el cambio de
centro tonal, si ese cambio es hacia un lugar lejano o cercano, sigue siendo
lo que construye el sentido.
Usted congenia dos aspectos que generalmente aparecen como contradictorios:
la idea de profundidad y la idea de espectáculo.
–Es que quien diga que el espectáculo no le interesa está
mintiendo, tal vez hasta a sí mismo. Cuando yo digo que voy a tocar en
el Colón tal día, estoy haciendo una invitación. Estoy
diciendo que quiero tocar para quienes quieran oír. Y la gente que venga
será la que haya aceptado esa invitación. El escenario ya implica
un pacto. Hay alguien dispuesto a ofrecer y otro preparado para recibir. Y luego
habrá, además, interacción entre unos y otros. La música
tiene un sentido de comunidad. Hay alguien que proyecta lo que piensa y siente
pero, para que esa proyección tenga lugar, tiene que haber alguien que
la reciba.
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