VIDEO > POODLE SPRINGS LLEGA TARDE Y MAL
En octubre de 1958, Raymond Chandler, ya veterano, aceptó la sugerencia de un amigo: ¿por qué no casar al eterno solitario, el detective Philip Marlowe? Pero no lo consiguió: apenas esbozó unas cuantas páginas llamadas “La historia de Poodle Springs”, publicadas como relato-fragmento en 1962. Sin embargo, en 1989, un chandleriano llamado Robert B. Parker aceptó escribir una larga novela con Marlowe esposo. El resultado no fue memorable. Ahora se acaba de lanzar en video la versión para cine, dirigida por Bob Rafelson. Y Juan Sasturain repasa la historia de una novela y una historia de amor truncas.
› Por Juan Sasturain
Se acaba de lanzar en video Poodle Springs –titulada en castellano Crimen perfecto–, un policial del temible Bob Rafelson, producido por Sidney Pollack, con guión del intachable Tom Stoppard y presentado como “la última aventura de Philip Marlowe”. En realidad, se trata del relanzamiento, con nuevo y estúpido título, de un telefilm de HBO del ’98, basado precisamente en Poodle Springs, la novela que Raymond Chandler dejó inconclusa –o apenas empezada, mejor– y que completó malamente en 1989 el devoto y rápido Robert B. Parker, autor de la saga del detective Spenser, diez años después de la muerte del maestro.
Pese al excelente guión del dramaturgo inglés, la película es floja, sobre todo porque, ambientada en 1963, tiene menos clima que un McDonald’s. James Caan, que no sabe usar el sombrero, hace un Marlowe inexpresivo y demasiado grande para una mina tan inexpresiva como él –la yegua fina Dina Meyer– con la que aparece casado. Porque ésa es la novedad y el punto de partida: el duro detective, lobo solitario, ahora está, ya de vuelta, “en pareja”, ejerciendo su oficio de siempre pero casado con “la chica de los ocho millones de dólares”. Y no es fácil lidiar con la nueva situación. No lo fue para él, no lo fue para el cansado Chandler, tampoco para Parker el continuador, ni mucho menos para los que se metieron a hacer la película. La historia de amor de Marlowe y su chica venía de muy lejos, pero en el fondo no llega a ninguna parte.
Por lo que sabemos, Philip Marlowe conoció a Linda Loring en el café Victor, a la altura del capítulo XXII de El largo adiós. Ya había desaparecido Terry Lennox tras el asesinato de Sylvia, su mujer; ya había pasado la memorable clasificación de las rubias, ya estábamos en medio de la historia del escritor Wade, ya la mejor novela del maestro se había apoderado de una vez y para siempre de nosotros. Linda no era rubia ni soltera ni (demasiado) atorranta. Hija del viejo multimillonario Harlan Potter –el mismo que le explica a Marlowe cómo funciona el mundo unos diez capítulos después–, hermana de la Sylvia muerta y por lo tanto cuñada de Lennox, estaba casada por entonces con el desagradable doctor Edward Loring, un tipo jodido y, encima, abstemio. La cosa no duraría. Además, tras varios encuentros en que brilla la esgrima verbal, la seducción mutua más o menos flagrante sin que se toquen un dedo y la ironía, está claro que la hija del viejo Potter lo tiene al detective de los cien dólares diarios más los gastos en la mira y que piensa darse el gusto.
Si en el capítulo XLVII le avisa que le está dando salida a Loring y que se va a París, dos capítulos después y ya con el boleto en el bolsillo se le aparece una noche por la casa –famoso diálogo de Marlowe con el chofer, el insólito Amos, sobre T.S. Eliot– con el bolsito de mano. El saca el champán cordon rouge que guardaba desde hace dos años para ella. “Pero si nos conocemos sólo hace dos meses” objeta Linda. “Entonces lo guardaba para el momento en que te conociera” dice él –y, en la transición, en el hueco pudoroso del capítulo XLIX al L, por fin y después de tanto, se encaman.
Ella se queda pegada, hay propuesta formal de que deje todo y se vaya con ella, que prueben, que puede andar, que valdría la pena, aunque dure seis meses... Pero los hombres duros no bailan y –al menos a esa altura de la vida de Marlowe y de Chandler, mediados del ’52, cuando lo escribía– los detectives duros no se casan. Así que hay llanto femenino y despedida alevosa. La casi inmediata, larga y memorable escena final con Lennox que cierra el libro opaca la de Linda, la deja escondida en un desvío de la trama.
Fin del primer acto.
Chandler no volvería a escribir nada igual, ni aproximado, a El largo adiós. Fue su último y extraordinario esfuerzo. Después, aunque la siguió peleando, ya estaba viejo, machucado por la muerte de su mujer en el ’54, la enfermedad y el alcohol. El relato “El lápiz”, una reescritura, aguanta todavía; pero también incurrió en algunos impresentables cuentos fantásticos y góticos de cuyo nombre no quiero acordarme. Incluso un pastiche como Playback-Cóctel de barro, según la insufrible primera versión castellana, un guión policial de los cuarenta ambientado en Vancouver convertido en novela de Marlowe, sirve sólo como evidencia tanto del empeño como del deterioro. Sin embargo, lo sorprendente era que, una vez cerrada la intriga de Playback y vuelto Marlowe a la oficina, sonaba el teléfono: era Linda desde París. Nada tenía que ver con la historia que acabábamos de leer. Venía de otra parte, de la novela anterior... Ella le decía que lo había extrañado, que el mundo estaba lleno de hombres pero que le había sido fiel, que lo amaba, que le mandaba el pasaje. El confesaba que, como no había pensado verla nunca más –lamentablemente– no le había sido fiel: sin entrar en detalles, dos veces en esa misma novela, por lo menos... Pero el duro ya estaba alevosamente vulnerable para el amor. Contraofertaba regalo de vuelo transatlántico París-Los Angeles y al final, al colgar, “la música poblaba el aire”.
Fin del segundo acto.
Sabemos por las cartas de Chandler en el último tramo de su vida, que fue Maurice Guinness –autor de policiales en colaboración bajo el nombre de Newton Gayle, entre otras– quien le sugirió casar a Marlowe. Y el veterano aceptó la idea, el desafío. Así, dejó la puerta abierta en el final injertado de Playback y se dispuso después a la aventura de intentarlo. El resultado, inconcluso, son las pocas páginas de Poodle Springs que consiguió escribir a partir de octubre de 1958. No llegó muy lejos y sólo ha quedado el testimonio de las dificultades que enfrentó en la empresa: “(A Marlowe) Lo estoy escribiendo casado con una mujer rica y enterrado en plata; pero no creo que dure”, le escribió precisamente a Guinness, el 21 de febrero del ’59. El tampoco duró: apenas un mes después, el 26 de marzo, moría en La Jolla.
El fragmento, “La historia de Poodle Springs”, son apenas unas quince páginas de libro y se publicó en 1962 junto con el relato “Una pareja de escritores” y una selección de sus cartas en Raymond Chandler Speaking. Acá lo tradujo De la Flor en 1976 como Cartas y escritos inéditos. Lo que dejó el maestro es sólo el arranque: Linda Potter y Marlowe se han casado en Acapulco y se instalan en el bacanísimo Poodle Springs, en una casa excesiva, con sirvientes, choferes, pileta de natación y otras desmesuras de confort debidamente satirizadas por el detective. Más allá de diferencias de cuenta bancaria y modos de vida, Marlowe y Linda se aman, hacen el amor como adolescentes, intercambian ironías y provocaciones en un lenguaje casi soez, son compañeros. Pero Chandler no pudo ir más allá de esas páginas atípicas y de ese planteo, ni siquiera esbozó la trama de la investigación que justificaría el relato. No lo veía.
Fin del tercer acto.
En 1989 los de Putman’s le encargaron a Robert B. Parker –chandleriano más confeso que práctico– hacer la novela con sólo ese inicio. Y la hizo. En la edición argentina de 1990, sólo las primeras 28 páginas –cinco capitulitos– de un total de 236, son de Chandler. La trama policíaca que inventó Parker es elemental y además reiterativa, en la que todo se cuenta varias veces, como si fuera una novela por entregas. El estilo es alevosamente “chandleriano”, casi una caricatura de las réplicas sarcásticas y las comparaciones ingeniosas. Pero no pasa nada, nada que el maestro no hubiera hecho antes y mejor. Un El largo adiós simplificado, de cuarta. Acá también la cuestión arranca con un tipo casado con la heredera millonaria –fue Lennox, es ahora el mismo Marlowe en paralelo– y el detective se hace cargo de un aparente bígamo asesino y lo cuida contra toda evidencia. Sólo porque cree en él, le cayó bien, como Terry. Pero en la historia de Parker hay happy end y, en trama paralela, la relación con Linda que sobrevive a todo, incluso a la presión del viejo Potter. En fin: la novela no es horrible; es tonta.
Fin del cuarto acto.
Para escribir la película que arruinarían entre Rafelson y Caan, el talentoso Tom Stoppard pasó por encima del Chandler final, tomó sólo el núcleo de la pobre historia del bígamo pergeñada por el continuador y adensó los personajes y las relaciones, distribuyó mejor las culpas y los asesinatos. Marlowe y Linda Potter ex Loring –que acá se llama Laura Parker, un guiño tonto– seguirán juntos, como se debe, pero el personaje del viejo multimillonario dueño de la pelota que hace el emblemático Joe Don Baker abre otras variantes que no estaban. Las relaciones entre el dinero y la política, las cuestiones del poder y el crimen, simplemente, se expresan en el cruce imprevisto de la ficción con la Historia a secas: Jack Kennedy llega de gira a Dallas mientras Marlowe y Laura/Linda se reconcilian.
En realidad, ni Chandler ni Marlowe mejoraron con la pareja impuesta por la debilidad sentimental o el negocio. Para sus respectivas soledades, escritor y personaje siempre fueron la mejor recíproca compañía.
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