PLáSTICA > FABIO KACERO: UNA MUESTRA QUE DURA TODO EL AñO
Fabio Kacero es conocido por sus colchones inflados y sus cajitas de dibujos y transparencias. Pero detrás de esos hits hay una obra de una ductilidad y variedad únicas. Prueba de su carácter proteico e inasible, se ha propuesto ni más ni menos que una muestra en la galería Ruth Benzacar que durará todo el año y a la vez cambiará mes a mes. A continuación, un repaso de su obra y un autorreportaje en el que el mismo Fabio Kacero se pregunta y se responde qué quiere hacer con La muestra del año.
› Por María Gainza
Durante las Olimpíadas de México 1968, un atleta neoyorquino de nombre Bob Beamon que apenas había calificado para la final de salto en largo y por el que nadie daba un peso, tomó carrera y, luego de diecinueve amplios y suspendidos pasos, pisó la madera, estiró sus piernas hacia adelante en el aire y voló como nunca nadie antes había volado. Cuando cayó, había roto el record mundial por 55 centímetros. De la nada, un completo desconocido se convirtió en la primera persona en llegar a los 8,90 metros. Por veintitrés años nadie superó esa marca. De ahí que, cada vez que Fabio Kacero se pone a trabajar en algunas de sus ideas, el resultado recuerde a un salto de Bob Beamon. Algo que, de la nada, como un meteorito caído del espacio, termina siendo una genialidad. Y que logra que, como comentó un periodista deportivo que presenció la proeza atlética: “Comparado a ese salto, lo nuestro parezca un chiste”.
Quizá por eso nada nos sorprendería menos si algún día, al pasar, escucháramos a alguien comentar que Fabio Kacero se volvió al futuro. Si no, ¿cómo explicar el origen de un trabajo tan suspendido en el tiempo y el espacio que pareciera venir de un lugar que no podríamos asegurar que es éste, pero que aun así nos resuena familiar? ¿Cómo explicar la distancia de una mirada que logra cruzar, en un mismo objeto, sistemas tan absolutamente diversos que terminan dando ese extraño estado de hibridez de un objeto Kacero? ¿Cómo hace Fabio Kacero para mirar una vulgar banqueta de gimnasio como quien mira un menhir neolítico?
Fabio Kacero dice haber nacido el 1 del 1 de 1961 y que de chico, para llamar la atención de los mayores, solía decir que había sido el 1 del 1 de 1961 a la una. Pero, en realidad, parece que fue a las dos, mientras su mamá miraba una película de Narciso Ibáñez Menta. Sus master-pieces: los acolchados, grandes objetos a los que le agrega el capitoné de los sillones antiguos, calcomanías diseñadas por él mismo, y luego los envuelve en un plástico transparente; y las cajitas, pequeños dibujos geométricos sobre transparencias fotográficas superpuestas en veladuras. Es en el aparente envasado al vacío de los primeros, como si al envolverlos les extrajera el aire de la bolsa, en especial el oxígeno, que es lo que produce la oxidación y putrefacción, y en la promesa postergada al infinito de la cajita feliz, donde los objetos de Kacero parecieran existir en otra atmósfera. Aparentemente distanciados de toda carga emotiva, inviolables, con esa histeria perversa que te devuelve un libro envuelto en celofán en la mesa de una librería.
El universo de Fabio Kacero presenta una duda radical. Sus trabajos, completamente desviados de todas las categorías del arte, pertenecen a un estado fuera del arte, algo que aún no podemos designar y por lo tanto, menos aún, pensar. Alguna vez se entroncó su obra en la línea del arte concreto argentino, pero basta detenerse, al azar, sobre cualquiera de sus objetos, para ver que son piezas demasiado polimórficas, demasiado poco unívocas, para estar ligadas por un solo lazo de parentesco. Por ejemplo, en sus últimos libros agujereados, el efecto rayos equis que producen las perforaciones podría rastrearse vagamente hasta el Etant Donnés de Duchamp, pero Kacero dice que mucho tiempo después descubrió en los círculos un eco lejano de Léger: “Debe ser esa inadvertida persistencia de ciertas formas que emerge cuando uno se pone a trabajar”, duda Kacero.
Cuando Kacero pega un grito en una inauguración, el mundo se detiene. Como El Grito de Munch, lo terrorífico del asunto no está en el alarido sino en lo que sucede por detrás. Kacero, a quien una carta astral le vaticinó hace muchos años que sería escritor (sentencia que aún hoy lo desvela) es, en realidad, y aunque él no se dé cuenta, un escritor: a mediados de los ’80 apiló una cantidad de máquinas tipográficas e imprentas viejas contra una pared de la Facultad de Filosofía y Letras. Una suerte de cementerio de la palabra. De ahí en más se abocó a resucitarla. Su Nemebiax como ejemplo paradigmático de un extensísimo archivo de palabras inventadas, los juegos lexicales en sus poemas como antiguas criptografías, sus calcomanías-jeroglíficos parecieran buscar algo que se cuela, algo que estaría más en los espacios entre las palabras que en las palabras en sí.
Hasta ahora, algunas cosas que se sabían sobre el elusivo Sr. Kacero: a Fabio Kacero le gusta jugar al muertito. Pero fuera del juego, a Fabio Kacero le gustaría que, al morirse, como a Henry Darger, alguien encontrara su departamento repleto de obras desconocidas. A Fabio Kacero le gustaría que las personas se llevaran en sus viajes alguna obra suya y que la dejaran en algún lugar del mundo. Para que otros la encuentren, como quien encuentra una Biblia en el cajón de un hotel.
La última vez que se supo de Fabio Kacero, estaba sin voz. Se había quedado afónico al intentar grabar un CD de canciones populares donde reemplazaba la letra original por una expresión, escuchada al pasar en una inauguración neoyorquina, que decía algo como: “Oh, really?... Oh wow! How does the country survive?”. Un tiempo antes, le presentó al Malba su proyecto de armar en una de las salas del museo una canchita de fútbol donde jugar con sus amigos. ¿Para qué? “No sé, o no importa. Podemos filmar, podemos dejar la cancha vacía –con la marca de los pelotazos en las paredes expuesta (alguna vez pensé hacer un mural sólo pateando el esférico contra la pared)–, podemos poner algunas obras de la colección permanente en las paredes para pelotear... No, bueno, eso no, en fin...”, escribió en el mail de convocatoria.
Fabio Kacero parece tener un pensamiento intuitivo que no se opone a uno racional sino que es de otro tipo: uno que se mueve más rápido y después más lento y después, inmediatamente más rápido, y vuelve para atrás y recomienza. Como por pequeños espasmos neurológicos. Como una pelota de pinball. Y todo eso lo hace mientras se sostiene la barbilla en actitud de pensador común y corriente con una energía que puede contarse en cucharaditas de azúcar. El hecho es que explorar su mente, como la de Hal 9000, podría llevar años. Ultimamente se ha esforzado por copiar la caligrafía de Borges y dice que eso le ha traído aparejados algunos llamativos cambios de personalidad. Pero si tuviéramos que precisar, se podría decir que Fabio Kacero es un Proteo moderno, un ser capaz de ver el futuro, pero a la vez cambiar permanentemente de forma para evitar hacerlo. Y, como Proteo, sólo contestarle a aquel que es capaz de atraparlo. El tema es que a Fabio Kacero sólo lo atrapa su propia sombra.
La muestra del año inaugura el miércoles 29 de marzo en la Galería Ruth Benzacar (Florida al 1000).
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