Dom 19.03.2006
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CINE

Papá corazón

Derecho de familia es más que la nueva película de Daniel Burman: es el cierre de una trilogía (junto a Esperando al Mesías y El abrazo partido) que indaga sutilmente en los infinitos pliegues de ser hijo, querer ser padre y finalmente serlo.

› Por Cecilia Sosa

Con Derecho de familia (2005), el director treintañero Daniel Burman completa la trilogía iniciada con Esperando al Mesías (2000) y continuada con El abrazo partido (2003). Pero no se trata de un cierre lineal; más bien un diálogo con idas y vueltas, juguetón y sutil, plagado de guiños, saltos y elipsis. Una trilogía entrecortada sobre la vida familiar que ahora viene a alumbrar ese tembloroso pasaje en el que un hijo se convierte en padre.

Luego de interpretar a Ariel Goldestein (en Esperando...) y a Ariel Makaroff (El abrazo...), aquí está otra vez Daniel Hendler componiendo a un Ariel, en rigor, un A, apenas una inicial para mostrar la huella de lo que se gana y lo que se abandona. Estamos ante un Hendler que está a años luz de la vieja publicidad de Telefónica y lejos también de los eternos balbuceos de encantador-antihéroe-que-hace-de-sí-mismo. “Hendler mismo no es consciente del excelente actor en el que se ha convertido”, sopla Burman desde Mar del Plata, donde su quinta película se preestrenó en la sección Panorama.

Hendler es ahora un A que parece despertarse en medio de una larga siesta: “¿Cómo me convertí en familia?” Es que A ahora usa traje, tiene trabajo (es abogado y ejerce como fiscal y profesor universitario), se casó (con Sandra, una simpática Julieta Díaz) y vive en una apacible casa devenida en gimnasio de pilates. ¡Y hasta tiene un hijo de dos años!

Derecho de familia retoma el juego allí donde El abrazo partido lo había soltado. “Anoche tuve un sueño. Soñé que era padre”, decía aquel Ariel hacia el final de su galería del Once colapsada. En Derecho de familia no hay certezas y todo aplomo puede también derrumbarse cuando alguien le señale “no tener cara de padre”.

La pregunta por ese gran artificio de la paternidad se irá desenvolviendo al compás de “Perelman Padre” (Arturo Goetz) en eternas recorridas por los pasillos de Tribunales o en un fin de semana a solas con su hijo. Y esta vez, Burman ni siquiera se vale del zumbón paraguas judaico. No hay negocios del Once a la vista, ni galería, ni abuelas o madres que cocinen leikaj. De aquel mundo sólo queda algún destello en un viejo cliente del padre, en la invocación de Joseph Pilates (el prisionero de un campo de concentración que inventó la técnica para ejercitar músculos en el encierro) o en alguna inquietud de madrugada conyugal: “¿Por qué si somos un típico matrimonio judeocristiano mandamos a nuestro hijo a un colegio suizo? ¿Decime cuándo hubo un suizo en nuestra familia?”.

Si hacía falta, en Derecho de familia, Burman demuestra que el encanto de su cine no depende de la magia del Once sino de haber logrado despuntar algo que ya latía en Esperando el Mesías: el tono justo, leve y juguetón para abordar las preguntas más inquietantes lejos de toda declaración, en pequeñas situaciones cotidianas y casi a pesar de sus protagonistas; en momentos suspendidos, vacilantes y brumosos de sonrisa tenue y a la vez brillante. Esos son los “momentos” burmanianos. Esa gravedad leve y musical, cada vez más suave, tierna y depurada, antes que afilada.

La trilogía de Burman cierra un circuito vital. Acaso porque en Derecho de familia las jaulas no existen y sólo queda la musicalidad invisible y desgarrada de la vida familiar, y el tembloroso destello del momento en que se deja de ser hijo para convertirse en padre. “Que se me parezca si quiere; o cuando tenga ganas”, dice A contemplando a su hijo que por primera vez viste traje. “Total, se te parecerá de todos modos”, parece susurrar Burman desde una nube que justo pasaba.

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