NOTA DE TAPA
Militante de las libertades civiles, experimentado catador de drogas, homosexual declarado, pionero en la difusión de religiones orientales, Allen Ginsberg (1926-1997) formó parte, junto a Jack Kerouac y William Burroughs, de la Santísima Trinidad del la Generación Beat, el movimiento que inyectó libertad a los Estados Unidos de la postguerra. Hace cincuenta años, Ginsberg
publicaba su obra más famosa: Aullido, un largo poema con el que sacudió las mentes de una época atenazada por el fantasma nuclear y el conservadurismo, se alzó como la voz de su generación, inoculó el jazz en la poesía, anticipó el grito eléctrico del rock, dio a luz al ansia de libertad del hippismo y se convirtió en el heredero indiscutido de Walt Whitman, el primer gran poeta
americano. Radar convocó a seis poetas argentinos para que rindieran homenaje a ese aullido que todavía resuena.
por Juan Sasturain
“A arremangarse las polleras, señoras: vamos a entrar en el Infierno.” Esa, la última frase del prólogo a Howl and Other Poems, escrito por el clínico William Carlos Williams, es tan famosa y reveladora como la línea inicial del poema y del libro, primera nota larga del largo aullido: “Yo he visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas histéricas desnudas, / arrastrándose por las calles de los negros al amanecer en busca de un pinchazo furioso”.
El prólogo del maestro avisaba que ese vociferante declamador de enormidades que él había conocido prácticamente de pibe y casi de barrio –los dos coincidían en la sórdida Paterson, ciudad industrial y fea como tantas que el facultativo usó para su poema interminable– se había convertido en bardo bardero e inesperado (para él y para todos), profeta de un evangelio atroz y verdadero. Con temblorosa perspicacia, WCW ve de salida que se ha abierto una puerta, que ha reventado un dique –mejor–, que lo que viene no se parece a nada de lo que hay.
Es claro que lo primero no fue ese texto, lo primero fue el sonido y la furia que lo precedieron. Porque si estamos recordando el medio siglo de un libro, la edición de City Lights, el escándalo de la letra impresa que nombraba lo habitualmente innombrable, habría que volver atrás –la vista y sobre todo el oído atrás– a recordar no un libro ni un texto sino un acto, una “performance” si cabe: la lectura fundante de noviembre del año anterior, cuando ese judío intelectual de anteojos gruesos que había venido del Este pero ya era de la carretera, homosexual y drogadicto, ese lobo joven no estepario se paró para aullar por un amigo encerrado en el loquero alguna vez compartido. Porque Howl, su alarido, es “por” Carl Solomon, no “para”; es como el Llanto de Lorca “por” su amado torero. Se paró, digo, aún sin barba ni túnica ni disfraz ni programa, para decir desde las tripas, recitar como quien se desangra o se caga o vomita una tenebrosa visión –a lo Blake, claro–, alentar los largos versículos de respiración bíblica, de olvidada y recuperada tradición whitmaniana.
Desde el título, Ginsberg recupera la perdida oralidad, la poesía dicha, la dicha de decir, la palabra encarnada, inseparable de la inmediatez de la expresión verbal: escribir como se habla y de lo que se habla, con los ritmos de la lengua suelta y de la oreja siempre abierta, según el credo de Kerouac, primer modelo generacional.
No es casual que –a la hora de las siempre ulteriores explicaciones– Ginsberg, tras hablar de Blake, de Whitman, de la Biblia, claro, cite tres textos no poéticos sino narrativos de nerviosa respiración: la prosa de On the road –aún inédito por entonces–, más la de Céline, más la de Génet... El poeta no parte de una forma previa a rellenar sino que se lanza a ciegas a decir y corta el verso como cortan sus entradas, sus largas frases furiosas, los boppers: Gillespie, Parker, Monk, Powell... Porque la música que acompaña a los beats –ese golpe bajo– no es el naciente y cuadrado rocanrol (habrá que esperar a la segunda mitad de los sesenta) sino el jazz que ensaya sin red desde la posguerra y que no se detendrá ya más hasta encontrar sus límites de inteligibilidad en el free.
El aullido de Ginsberg –se sabe– tiene tres terribles partes y una esperanzada, jubilosa nota al pie. La primera es una visión, pero no profética sino testimonial: el bardo viene a contar lo que vio, lo que ve, un inventario atroz de iniquidades generacionales, expansión iterativa (ese “quienes” infinitamente repetido) de la primera afirmación, el verso famoso, en forma de olas sucesivas que abarcan todos los excesos de la transgresión, todos los caminos de Nueva York a California con escalas que recorrió Neal Carmody en autos robados.
El segundo tramo es un apóstrofe, una maldición de aliento bíblico casi, escrita bajo los efectos del peyote, para ese Moloch, monstruosa divinidad bíblica que exigía sacrificios humanos de jóvenes, encarnado ahora en la Ciudad –San Francisco, Nueva York– que es a la vez el Capitalismo, la Civilización. Y el tercer segmento, una letanía a Carl Solomon, víctima ejemplar, que reitera el esquema iterativo para acompañarlo –“Estoy contigo en Rockland”– en el sentimiento, en el sufrimiento, en la vida bajo Moloch.
Acaso no sea Howl el poema que más me gusta del libro. Un supermercado en California –con la imagen del poeta y del mismísimo Whitman paseándose entre las góndolas, por los pasillos “llenos de maridos”– y América, por su tono autobiográfico y la ironía final de poner su “hombro maricón” para que la rueda social siga girando, me resultan más accesibles, casi más cómodos, supongo. Porque es tenebroso oír aullar al lobo; y peor aún escuchar sus razones.
por Miguel Grinberg
Además de ser uno de los grandes poemas épicos del siglo XX, Aullido constituye un testimonio emblemático de la resistencia juvenil contra la prepotencia imperial de todos los tiempos. En 1955, a los 29 años, cuando Irwin Allen Ginsberg leyó por primera vez en público (en verdad, ante sus pares de la generación beat y algunos pintores californianos) los versos ya definidos de ese extenso trabajo en vía de consumación, todos sintieron en San Francisco que estaban ante la pieza fundamental de un Renacimiento literario.
La potencia descomunal de su alegato socio-contracultural apuntaba al poder tiránico del sistema militar-capitalista que el poeta equiparaba con Moloch, antigua deidad de los amonitas y los fenicios en cuyo honor los padres sacrificaban a sus hijos. Al año siguiente, la publicación del poemario, que además incluía otras piezas legendarias como Sutra del girasol y América, convertiría a Ginsberg en una irresistible personalidad internacional. A tal punto que, durante su paso por Praga el 1º de mayo de 1965, la juventud checoslovaca lo paseó sobre una carroza por las avenidas principales de esa capital, después de haberlo proclamado “Rey de Mayo”, como acto de resistencia contra el stalinismo imperante. Entre los jóvenes universitarios de entonces estaba Vaclav Havel, estudiante de la Facultad de Economía y futuro dramaturgo, quien en 1991, a la hora de la emancipación nacional, sería presidente de su país.
Antes que un libro, Aullido era un humilde folleto de 44 páginas prologado por un veterano y magno poeta de Paterson (Nueva Jersey), donde Ginsberg había nacido. Al aparecer la 24ª edición estadounidense (1971) ya se habían impreso 258 mil copias. Desde la inicial, el opúsculo estaba dedicado a sus tres mayores compinches generacionales: Jack Kerouac, a quien definía como “nuevo Buda de la prosa estadounidense”; William S. Burroughs y Neal Cassady. Y por el camino, claro está, el poema principal se tradujo en el mundo entero, y así Ginsberg estableció lazos de amistad con jóvenes poetas de todas partes, desde América latina (asistió en 1960 al Congreso Internacional de Escritores en Chile) hasta la Unión Soviética (en particular, los poetas rebeldes Evgueni Evtuchenko y Andrei Vosnezenski).
¿Por qué tanta trascendencia? Pues porque Aullido se refería a una tribu predominantemente norteamericana, pero con equivalencia en todas las latitudes: los jóvenes sofocados por el militarismo y las dictaduras, los artistas incomprendidos, los místicos, los locos, los gays, los amigos reventados, los perdidos en epopeyas alucinógenas, los inmolados en guerras imperiales, los maniáticos sexuales, los anarquistas, los pacifistas, los santos y otros sobrevivientes de lo que el maestro Henry Miller denominó “la pesadilla con aire acondicionado”.
El título completo de este poema cuyo núcleo no cesa de arder es Aullido por Carl Solomon. Un demente fuera de serie al que conoció durante una visita al manicomio Rockland de Nueva York, mientras visitaba a su madre allí internada (trágica heroína de otro poemario posterior todavía más descomunal: Kaddish por Naomi Ginsberg). Emergiendo de un electroshock, Solomon vio a Ginsberg sentado en un banco y le gritó: “¡Soy Kirilov!”. El poeta le respondió: “¡Soy Mishkin!”. Y ambos se trenzaron a debatir las instancias sutiles de Los poseídos de Dostoievski. Obviamente se hicieron muy amigos, y la inteligencia descomunal de Solomon detonó luego el tono elegíaco de Aullido. En pos de una esquiva conexión celestial.
por Jorge Monteleone
Creo que conocí por primera vez el gran poema de Allen Ginsberg en unas hojas amarillentas, trabajosa, rabiosamente traducido y mecanografiado por un compañero de la carrera de Letras, cuyo nombre lamento haber olvidado. Lo tradujo palabra por palabra, con las oes agujereando las páginas y los acentos como pequeñas incisiones, sólo para divulgarlo como un evangelio apócrifo, con la convicción de un iniciado o de un predicador. Esa imagen conviene a las letanías de salmo bíblico del poema, a la exaltación de lo sagrado (“Todo es santo”, escribió Ginsberg en la nota al pie de Aullido).
Yo nunca había leído nada igual y no lo olvidé jamás, sobre todo porque ese primer verso salvaje resonaba de un modo inequívoco en los años de la dictadura: “He visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas histéricas desnudas”.
Pero Aullido es un poema menos para ser leído que para ser recitado y ser escuchado. De hecho, su propio nombre suena como una interjección: Howl. Y su verdadera epifanía en el mundo sucede cuando es leído en voz alta o susurrado en una lectura solitaria que tense las cuerdas vocales. Ginsberg afirmó que había escrito su poema “para el propio oído de mi alma y los dorados oídos de unos pocos”. Mucho después escuché una de las múltiples lecturas públicas de Ginsberg y el efecto de su voz, de su dicción, es absoluto: toda la estructura de Aullido está basada, por un lado, en la repetición de ciertas cláusulas (“who” en la primera parte; “Moloch” en la segunda; “I’m with you in Rockland” en la tercera) y, por otro, en los versos llevados hasta el extremo al que pueda llegar el aliento, como si la respiración del cuerpo que lo sostiene e inviste estuviera inscripta para siempre en cada uno de sus versos. Esa dicción siempre fue, para mí, no aquella que provenía del inmediato universo estético de Ginsberg, el de “las fantasmales vestiduras del jazz”, sino la del cuerpo constelado del rock, su carnal “conexión con el dínamo estrellado de la maquinaria de la noche”. Reencontré esa dicción aproximativa y terca en la voz y el ritmo de Bob Dylan, que dice: “El fantasma de la electricidad / aúlla en los huesos de su cara / donde esas visiones de Johanna / han tomado ahora mi lugar”. No hace mucho el círculo se ha cerrado cuando vi a Ginsberg, vagamente inmortal, hablando en el documental que filmó Scorsese sobre Dylan, No Direction Home.
Casi toda la mitología rocker está prefigurada en Aullido. En el ritmo y en los vocablos de la lengua inglesa: beat, soul, my generation, the band, rotten, animals, Rockland, down to the river, los hipsters de cabezas angélicas que devinieron hippies. En las voces libertarias de la Costa Este. En la asunción total del cuerpo como encrucijada de todos los deseos, su expansión y su destrucción y su exaltación, donde las drogas, la sexualidad o la música no son fines sino medios. En la denuncia de todos los poderes coercitivos –la figura de Moloch– y el antibelicismo, la militancia contra el imperialismo norteamericano, contra el “Gólgota nacional fascista”, la vindicación de las minorías sexuales y las diferencias raciales. La cultura del nomadismo, de las ciudades, de las interminables autopistas, de la extranjería. Los juegos de la obscenidad y los juegos de la mente, la imaginería del absurdo, la glosolalia exaltada. Las máscaras de la locura como devastación o reverso luminoso de la racionalidad, la sacralización del yo en su carne mortal, la transformación del psiquismo.
Vasto, lenguaraz, antagonista del tiempo, el gigantesco hijo de Whitman había cantado de nuevo el cuerpo eléctrico.
por Mario Trejo
Los ‘60, gloriosa década, sí. No me la vais a contar a mí, hombre, que la viví acullí y acullá. Pero, ¿los ‘50? Nadie habla de los ‘50. En Buenos Aires, contra todo pronóstico, la vida era una gozada. Elena Cruz lo dijo mejor: era una partouze. Los vates nacionales, en cambio, estaban aquerenciados en el tintorro. Aunque ya Fontana y Pérez Morales administraban ácidos, mescalinas y psilocibinas. Había que ir a Brasil. Visite Brasil antes de que Brasil lo visite a usted.
Medio siglo doppo los vernáculos no se han anoticiado. En Sâo Paulo del ‘51, la Hochschule für Gestaltung estaba en el Instituto de Arte Moderno de Piero Maria Bardi; y en el Largo do Sà, el enorme poeta Milton de Lima Sousa leía todo en todas las lenguas y al sol del mediodía tras tres caipirinhas me presentó a e.e. cummings (y a tantos otros), me dio su casa, su familia y su sanctasanctórum, donde viví algunos meses. ¡Qué épocas! Todo coronado por la Diosa eslava Irene Ivanovski (Miss Pelotas) e inhalaciones do Carnaval directas al alma. Pero éstas son otros trescientos cruceiros. ¿Verdad Drummond?
En Buenos Aires, malgré tout, yerba, discos y libros venían de la mano de Henry Lewy (Calígula de las Dancing Waters, para la secta jazzera) y de Benny Lowderbach, tripulante de la Delta Lines que hizo equipo conmigo y con Michelle (née Elisa) Sorrentino (hija de Lamberti, gran periodista, con frente ruso y Stalag incluidos, y amigo de Curzio Malaparte hasta la muerte). La Sorrentino saltó de Italia a USA con su marido, piloto de guerra que se pegó un balazo apenas regresado a su patria. Luego se casó con Willie Alexander Maxwell, que supo ser bajista de King Cole y terminó como compañero de celda de Dexter Gordon y padre de mi ex mujer, Rochelle Maxwell. Michelle estuvo en todas antes de ser deportada. Aquí fue amada y odiada como Michelle Barbieri. Y a estas fuentes hay que añadir (¡atención! homenaje a la Librería Rodríguez y a Pygmalion de Corrientes y San Martín) el New World Writing, donde descubrí Jazz of the Beat Generation, adelanto de En el camino. De modo que cuando llegué a París, se abrió todo con Mason Hoffenberg (Candy). Ginsberg iba o volvía de Praga (amigos comunes, chismes, pero sin vernos). Lo mismo pasaría en La Habana. Cuando yo llegué (Crisis del Caribe), Ginsberg ya había sido expulsado por decirle a un micrófono que había tenido un wet dream con el Che. Recuerdo un salón infinito en Praga que fungía de club de jazz y donde se chupaba hasta que sólo seguían en la brega las checas almodóvar y uno aprovechaba. En el muro, gran foto de Ginsberg; en vivo, un bajo infernal de 16 años que luego sería Weather Report: Miroslav Vitous. Otro puente sobre el Río Beat fue Marc Schleiffer, el más joven, que sucedió a Le Roi Jones en la dirección de Kulchur y con quien compartimos a Maggie, cubana jazzera y Galina, rusa muy europea y acceso a toda cama, diplomática o no. Con Marc nos volvimos a ver en Beirut, corresponsal de NBC Radio y con rechazante mujer black power. En el Yerushalaim del ‘67 habían caído presos. Israel no perdona, pero condesciende, aunque hayas abrazado el Islam. Y con AG, finalmente coincidimos en Boulder Co.: Summer Program del Naropa Institute. Entre diversos workshops, él daba charlas sobre Rimbaud; MT, sobre The Smoking Ecologist. Joe Richey (The Underground Forest) quería una charla a dúo sobre el sexo en nuestras vidas. No pusimos muchas ganas. De modo que nos dedicamos a recordar lugares y amigos comunes y supe entonces que el valioso material inédito de Mason Hoffenberg (con Couquite Matignon hacíamos la navette entre Piazza Navona y Montparnasse) estaba en una de esas terrenales universidades americanas. La despedida fue de huevos revueltos (por mí) con bacon, pero con un sabrosón café nicaragüense, mientras poníamos a punto la traducción que habían inventado mis alumnos sobre Conversación galante, de nuestro bienamado Nicanor Parra. En esa línea donde le urgen a chupar las tetas, AG prefirió a mi Is now or never una suya mucho más mejor. Con su Leica me sacó las mejores. Que nunca tuve necesidad de ver. Pero sí ganas. Todavía.
El Gran Ciego recuerda que alabar y denigrar son operaciones sentimentales que nada tienen que ver con la crítica. Yo llevo bajo mi piel a Blaise Cendrars, manco capaz cuyo Transsibérien rasga la noche anunciando la llegada de Howl. Ambos están de gira. On the road. Para siempre. Y el Vecino de Arriba observa. Observa.
por Tamara Kamenszain
Yo tendría alrededor de 19 años cuando pegué, en la pared de mi cuarto, una foto de él totalmente desnudo. Todavía vivía con mis padres y ese hombre –más parecido por la larga barba y el poco pelo enmaraño a un linyera que a un sex-symbol para adolescentes– transformó mi reducto en un bunker con orden de clausura cada vez que alguna tía visitaba la casa. La foto del escándalo la recorté de El Angel del Altillo, una revista literaria que duró dos números y que publicó, por primera vez en estas latitudes (¿1966?), la traducción de un fragmento del Aullido y esa imagen de Allen Ginsberg que fue, para muchos de nosotros, la esperada muestra en blanco y negro de lo que verdaderamente era un beatnik. Por entonces también circulaba en el ambiente la revista Eco Contemporáneo, dirigida por Miguel Grinberg, que había traducido partes de otros poemas y que publicaba la correspondencia Ginsberg-Grinberg, un delicioso contrapunto entre dos interlocutores cuya similitud de apellidos de ninguna manera aseguraba la afinidad de ideas (“usted tiene caca en la cabeza” creo recordar que una vez le espetó el poeta al editor en ese estilo salvaje-verista-descarnado que para nosotros, por entonces, era la perfecta representación de la retórica beatnik). Tres años después (1969) apareció una antología de la poesía de Ginsberg que incluía Kaddish, Aullido y otros poemas. Hasta los que más objetaron la dispar traducción de Marcelo Covián se paseaban por la Galería del Este con un ejemplar bajo el brazo. Ediciones del Mediodía, el sello que publicó el libro, tenía un local de librería en esa galería uterina que invitaba a deambular por adentro de lo que se daba en llamar “la manzana loca” (Florida-Maipú-Paraguay-Charcas: la nueva fundación de Buenos Aires. Borges mismo vivió en esa cuadrícula cuyo imán central fue el Di Tella).
Pero, ¿qué nos enganchaba de la poesía de Allen Ginsberg a nosotros, adolescentes sesenteros, cuando medrábamos por la galería con expresión de iniciados o cuando nos reuníamos en el living de alguna casa de familia a aullar a grito pelado: “¡Carl Solomon! Estoy contigo en Rockland / donde estás más loco que yo”? A veces pienso que una poesía que es incapaz de atraer a los adolescentes no tiene futuro. Es que cuando un poema le dice algo –cuando se brinda como regalo– a la inocencia del lector juvenil, es porque lleva a cuestas el formato de una época. Si nos ponemos filosóficos, habría que decir que se trata de una cuestión de estética, pero también de ética o, lo que es lo mismo, de un encuentro con la verdad del decir. Basta con observar la forma de Kaddish o de Aullido para ver clarito –como en la foto de un desnudo– el mapa lírico de una época. Ni siquiera hace falta leer: con recorrer con la mirada la disposición de los versos uno ya se pone a aullar. Son textos que entran por los ojos, pero también por los oídos. Por eso, con ponerse a declinar el to beat también alcanza. Ese verbo móvil que arrastra en su valija una cadena de consecuencias que empieza por golpear y se multiplica en repetir, insistir, invocar, pedir. Es el verbo del viaje. Jack Kerouac lo tradujo on the road, en el camino. Viajar es golpear, es repetir, es insistir en el síntoma adolescente, es confiar en los efectos del estribillo, esa parada que va retomando siempre lo viajado para darle a la prosa su efecto poético. Prosodia beatnik, poesía pura que se permite caminar de un extremo a otro de la página sin entregar ni un milímetro de su potencia versificadora (“prosa poética” la llamábamos nosotros a veces, traduciendo mal, muy mal). En Kaddish, Ginsberg se da el lujo de contar minuciosamente toda la historia de Naomi, su madre. Desde que él tiene 12 años y la lleva a internar por primera vez a un psiquiátrico hasta que, veinte años después, ella muere y le deja al hijo una carta póstuma (“Tengo la llave. Casate, Allen, no tomes drogas, la llave está en la reja, en la luz del sol de la ventana”). El relato no se detiene ante nada porque no tiene la obligación de cerrar ningún cuento (“cantos, no cuentos”, pedía Perlongher). Carl Solomon, Naomi, “las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura”, todos los “personajes” del poema aguantan las vicisitudes de un relato espasmódico que, en última instancia, sólo busca anclar en la espiral metafórica.
Perlongher entre nosotros es lo más ginsbergiano que se puede encontrar. Esa furia compulsiva para hacer que un verso repita la misma loca verdad cambiada hasta el cansancio es un motor de su ya mítico Cadáveres. Ese himno que los chicos que deambulan por Corrientes conocen de memoria. Por otra parte, hace más de un siglo que Whitman escribió su Canto a mí mismo, ese otro himno que Borges confiesa haber leído hasta el cansancio en su juventud. Son aullidos que se transmiten como música. De generación en generación. Y que, aunque estén de moda en una época, vuelven a golpear siempre, insisten, se repiten (como los Beatles, que patentaron el verbo to beat más allá de la literatura para que siempre pueda volver, intacto, a ella).
por Arturo Carrera
En un relato de Nietzsche, el Ave Fénix le muestra al poeta un rollo de papel en llamas y le pide que no se asuste, le explica que es su obra, que hay que quemarla porque no encierra el espíritu de la época ni el de los que fueron en contra de esa época; pero sin embargo allí, insiste, hay una buena señal, porque hay toda clase de auroras.
De un poeta sólo me interesan las auroras. Los estallidos epicúreos, las eras imaginarias, que despiertan o pueden llegar a despertar a los niños lectores de un instante o de un porvenir llamado cada vez “librito”. La evolución mágica del deseo, la vocalización minuciosa, secreta a veces por la aceptación de un ritmo como el ordenamiento de la relación entre unos acentos y unas duraciones silábicas.
Esos cambios en el poema hicieron de Allen Ginsberg –para utilizar la preciosa expresión de Jerome Rotemberg– un “técnico de lo sagrado”. Un técnico, sin más, del movimiento de sus pasiones, que no fueron otras que la suma de autoconfianza de alguien que valora su vida a riesgo de reconocerla casi razonadamente –lúcidamente–; y de “cantarla”.
Esas pasiones tenían nombres: la forma, el éxtasis y el ritmo mediante la dicción de una “política” del canto. Whitman y William Carlos Williams fueron los poetas que impulsaron los primeros pasos de Allen Ginsberg en ese aullido mesurado. De Whitman imitó ese tono seráfico que aparece de pronto en sus poemas, muy visible en la nota al pie de página de su Aullido: “Todo es Santo. Todo el mundo es Santo. Todo hombre es un ángel”, etcétera. De William Carlos Williams se abstuvo de adoptar el pie variable, pero forjó más bien el eco, la resonancia, el alcance de aquella invención métrica y la obsesión de su maestro: la de atraer para la poesía de habla inglesa el idioma de los americanos, su habla de todos los días. Pero sostuvo asimismo una posición místico-formal, me atrevería a decir, que siempre imaginé como una locura extraordinaria: lo que vio en Cézanne. Lo que investigó de Cézanne viajando incluso a Aix para conocer su casa, hurgando en sus papeles y sobre todo en sus cuadros. Lo que Cézanne llamaba “las pequeñas sensaciones de la naturaleza” lo subyugó. Y cuando Cézanne escribe: “... esta pequeña sensación no es otra cosa que Pater omnipotens aeterna Deus” (imagino el Cristo Pantokrator del poeta Héctor Viel Temperley). Ginsberg sueña que ésa era la clave hermética del extraordinario pintor. Cézanne había refinado a tal extremo sus visiones ópticas, que todos sus puntos de vista podían volverse satori, dice Ginsberg, iluminación, contemplaciones de la yoga. Y entonces supone que Cézanne no utilizaba las líneas de la perspectiva para crear un espacio sino que lo lograba mediante la yuxtaposición de un color contra otro. Y tuvo la idea de utilizar para sus poemas esa yuxtaposición que según él establecería una brecha “como la brecha espacial en la tela” que la mente puede llenar con la sensación de la existencia.
Ahora bien, a esa experiencia podemos sumarle la devoción mística tras su lectura de Blake, más la lectura cantable de sus poemas más queridos (Aullido y Kaddish) con los que adoptó una manera de leer, digamos, poundiana; ese grado de dramatismo y voluptuosidad de Pound... Entonces chocamos con toda clase de auroras: “... hay una declaración de Artaud sobre el tema, que dice que ciertas músicas, al introducirse en el sistema nervioso, cambian la composición molecular de las células nerviosas o algo parecido...”, comenta el propio Ginsberg.
¿Qué nos conmueve de un poeta a pesar de su tiempo y de sus filiaciones sino sus procedimientos poéticos y lo que excede esas “formas políticas”, inocencia o articulación rítmica de los afectos?
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