HOMENAJES > LA HISTORIA DE CINECITTà SEGúN ETTORE SCOLA
De Fellini a Scorsese, de Mussolini a Berlusconi, de los aplausos por Anita Ekberg a los aplaudidores profesionales que hoy pagan las cuentas, Cinecittà ha visto pasar por sus estudios lo mejor del cine y lo peor de la Historia. A continuación, Ettore Scola, uno de sus históricos directores, hace memoria y reconstruye la fascinante historia de esta meca cuyo extraordinario talento artesanal sigue siendo único.
› Por Ettore Scola
Como todos los grandes dictadores, Mussolini no tardó en comprender la importancia del cine. Así lo había entendido Lenin, antes que nadie, y después lo aprovechó Hitler. Mussolini entrevió, en una época en la que la televisión no existía, que el cine era un medio importante no sólo de propaganda, sino apropiado para la difusión de hábitos, de modos de vivir, de la arquitectura típica del régimen. Por tanto Cinecittà fue una gran innovación, porque el cine en Italia había nacido en Turín, donde estaban todos los estudios, pero después, en el ventennio fascista, se trasladó a Roma, que era el centro del régimen, la capital de Mussolini. Pero, además, se convirtió en la capital del cine.
Comenzaron con una gran epopeya romana antigua. El régimen fascista se inspiraba en la antigua Roma, trataba de imitarla. Todo, los emblemas, los fasci, el imperio. Entonces quisieron hacer ese gran film que era Escipión el africano, que se había empezado a rodar ya antes de la inauguración; no obstante, en cierto sentido, en torno a esta película se construyó Cinecittà y sobre esto hay bellos documentos del Instituto Luce que registran la inauguración con la presencia del Duce. Quien, naturalmente, no sólo concurrió sino que además arengó a la multitud. Sólo que era gente vestida de legionarios romanos, y él se exaltó como si hubiese sido un César de la antigua Roma. Y a estos pobrecitos disfrazados de romanos, que no eran más que comparse (extras), les hizo un discurso sobre la patria y la conquista de Africa. Un cuadro interesantísimo.
A partir de Escipión el africano, Cinecittà se convirtió en el símbolo del cine italiano. La totalidad del cine del ventennio, el cine de los “teléfonos blancos” (porque todo tenía que ser hermoso, blanco, incluso los teléfonos: los negros no aparecían nunca), era una gran fábula contada a la gente, que se irradió en centenares de films rodados allí. Y con grandes divos, porque también aquí había un star system, no con el poderío “americano”, pero estaban Amedeo Nazzari, Clara Calamai, Lilia Silvi, Alida Valli, Adriano Rimoldi, Roberto Villa... Eran nombres de fuerte convocatoria popular.
Después vino la guerra y se produjo el traslado del cine al norte, a Venecia, algo que, sin embargo, ocurrió más por motivos de miedo: los que iban allá eran pequeños realizadores, pequeños actores, aunque hubo un gran actor, Osvaldo Valentini, nombre ligado al de su mujer, Luisa Ferida, una pareja líder del cine del ventennio; se integraron al régimen como miembros del partido, y cuando llegaron los alemanes se convirtieron incluso en torturadores de partigiani. Los dos fueron al norte y más tarde fueron fusilados por los partigiani. Ahora bien, en el cine del ventennio surgieron grandes realizadores, notoriamente Mario Camerini, pero también De Sica y Rossellini, que ya habían hecho películas en época del régimen.
Cuando, durante la guerra, Roma fue bombardeada, en Cinecittà no había estudios cinematográficos sino que era una especie de campamento de gente sin casa que se refugiaba allí. Fue un largo período de paréntesis. Y, como suele suceder cuando los eventos sociales y políticos inciden en el surgimiento de las artes, el nacimiento del neorrealismo obedece a eso, a que Cinecittà y sus recursos tecnológicos y su material eran inutilizables. Por tanto, cuando Sergio Amidei y Cesare Zavattini emprendieron diversos films, no había dinero, no había cámaras, no había película virgen, no había estudios... El criterio era: “Y bueno, la película que hay está vieja pero la usamos igual”. Consiguieron unas cámaras y filmaron en la calle. Así, el nacimiento de Roma, ciudad abierta y de Ladrón de bicicletas responden a circunstancias históricas y también urbanísticas.
Después de la reapertura, en 1947, Cinecittà se convirtió hasta en casa propia para muchos, como le ocurrió a Fellini; a él no le resultaba posible, y tal vez tampoco concebible, filmar fuera del ámbito de estudios. Aunque algunas escenas las rodó en espacios reales, como la Fontana di Trevi, normalmente recurría siempre a esos estudios, su “Teatro Cinque”, donde él recreaba las atmósferas que quería: no era un esclavoque dependía del sol romano ni de los colores romanos ni de los palazzi romanos sino que inventaba todo. La famosa escena de Mastroianni y la Ekberg en la fuente fue una excepción, aunque también hizo reproducir la Fontana di Trevi en Cinecittà para retomas de ciertos detalles.
En los años 60 y 70 Cinecittà atravesó por fases muy diversas, a veces ligadas a la economía. Tuvo una gravitación especial, por ejemplo, la calidad de la mano de obra italiana, que en el mundo del cine es una artesanía muy cotizada, profesionalmente excepcional, al decir de todos los realizadores que vinieron a filmar a Roma; encontraron en el artesanado romano (maquilladores, electricistas, maquinistas) una colaboración y una pasión por lo que hacían que en otros lugares no existe, porque en el exterior este rubro es un poco más sindical.
En Italia no, y eso favoreció la gran etapa de películas “americanas” en Cinecittà, los grandes films: Ben Hur, Cleopatra, La caída del Imperio romano... Aparte de la proximidad con los lugares de la historia (que no importaban tanto, porque no se trataba de que Negulesco o King Vidor filmaran en el Coliseo: construían todo en Cinecittà), en la afluencia de producciones extranjeras influían motivos económicos, ya que la mano de obra costaba aquí mucho menos que en el exterior.
Y después, salvo las excepciones del período en que se filmó en la calle (el del neorrealismo, claro), todo el gran cine italiano se hizo allí. De ahí que el título que reúne a estos ensayos (Habíamos amado tanto a Cinecittà) resulta alegórico: aunque Cinecittà ocupe sólo un capítulo del libro, en los demás está implícita, porque hemos amado a un cine que se gestó en ese lugar.
Un espacio que sobrevive con rasgos de mito, porque ahora Cinecittà es un lugar muy explotado por la televisión, con programas que se repiten cada semana, con el público haciendo quiz; varios estudios de Cinecittà han sido ocupados por canales de televisivos, donde se filman los capítulos o salen al aire directamente. Antes se veían extras que hacían cola, esperando ser elegidos por los realizadores; ahora las comparse van allí a hacer de público, a aplaudir o a participar de los programas: ¡los gladiadores romanos hoy aplauden! Pero hay que reconocer que la televisión ha permitido a Cinecittà asegurarse balances positivos, hubo temporadas en que Cinecittà terminaba con las cuentas en rojo; dependía de films con presupuestos importantes. La transformación de Cinecittà es una operación comercial obligada por el mercado: no son móviles artísticos.
Pero históricamente fue el espacio en el que se plasmó la imaginación y el trabajo de la gran mayoría de los realizadores, comenzando por Fellini, que filmó allí todas sus películas, pero también los demás, que recreaban en escenarios de ficción realidades de otras latitudes. En esta reconstrucción ficcional me incluyo a mí mismo, por ejemplo con Pasión de amor, cuya historia debía ambientarse en Turín: a excepción de unos exteriores de la guarnición militar, que rodé en un parque turinés de los Saboya, todos los interiores los armé en Cinecittà. Y sin embargo se imponía la atmósfera de ese remoto puesto de frontera, perdido en un paisaje casi desértico. Lo mismo hice con La familia y La cena, que hipotéticamente transcurren en el barrio de Prati, y también con La terraza.
Y en el mundo de reconstrucciones de Cinecittà ocurren ciertas convergencias curiosas. Por ejemplo, si se observan detenidamente los decorados callejeros en los que tienen lugar la acción de Pandillas de Nueva York (Gangs of New York), se descubrirá que son los mismos de Competencia desleal (Concorrenza sleale), aunque las épocas en que se sitúa la acción son muy distintas. Ocurrió que Martin Scorsese vio Competencia... y me dijo que le interesaba filmar escenas de su película en los mismos decorados que habíamos armado en Cinecittà. Y así lo hizo; dejamos en pie las escenografías de nuestra película, que narra hechos de la Roma de 1938, cuando en Italia se declararon las “leyes raciales”, y Scorsese le hizo algunos retoques: cambió los letreros de relojerías yotros negocios y puso otros, bares irlandeses con nombres en inglés, y ahí filmó Pandillas de Nueva York, que está ambientada en la vieja Nueva York de 1865. En algún sentido, esta elección de un notable regista estadounidense reafirma la vigencia de Cinecittà en lo que le otorgó su prestigio histórico: más allá de las diferencias de costo y de sus ventajas técnicas, es uno de los escasos reductos del mundo de la industria del cine donde se pueden construir espacios ficcionales con el respaldo de un artesanado de privilegio, que ademá se entrega con pasión al trabajo, y con el entorno de una atmósfera excepcional.
Este texto de Scola es el prólogo al libro Habíamos amado tanto a Cinecittà, de Néstor Tirri, que editorial Paidós distribuye por estos días en Buenos Aires.
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