Dom 06.08.2006
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PERSONAJES > EL FOTóGRAFO DE LA MOVIDA

Pongamos que hablo de Madrid

Admirado por Keith Richards y considerado un igual por Nan Goldin, Alberto García-Alix es una verdadera leyenda viva de la fotografía española, el que mejor retrató la movida madrileña, viviéndola a pleno. A pesar de que vino a Buenos Aires a presentar una trilogía en video, no deja de recordar aquellos años violentos y en blanco y negro, honrar a las víctimas de aquellos excesos y, además, aprovechar para hablar mal de Barcelona.

› Por Mariana Enriquez

Desde que llegó a Buenos Aires, Alberto García-Alix se la pasa encerrado en su habitación de hotel, escribiendo el texto que acompañará su nuevo libro –y su próxima muestra– en Madrid. No le resulta fácil, porque las imágenes elegidas cubren el período 1976-1986, y debe, obligatoriamente pero también por su propia voluntad, reflexionar sobre aquella era mítica de la que fue parte y que documentó como nadie: la movida madrileña. Y ya está lejos de la mirada romántica sobre su juventud: “He dejado el alcohol y los narcóticos, y quizá he tenido que hacerlo para poder reflexionar. Y quizá por eso mi visión sobre el pasado es diferente. Antes todos decíamos ‘que nos quiten lo bailado, qué bien lo pasamos’. Ahora, bueno, la frase se queda como arena en la boca. Que me quiten un par de noches, coño. Escribir sobre esos años me cuesta, siempre todo se recuerda con melancolía. Ha pasado mucho tiempo. El 80 por ciento de mis amigos, los fotografiados, están muertos. Ya queda muy poco de todo aquello. Y además estoy solo”.

Haber sobrevivido, dice García-Alix, es un privilegio. Y más aún si, como le sucede a él, se trata de una supervivencia exitosa. Cuando empezó a usar la cámara no tenía idea de lo que era la fotografía, ni le importaba. Hoy es uno de los fotógrafos más célebres de España y, por añadidura, un mito: el que tenía su casa en una enorme fábrica en Madrid, donde durante la movida se reunían hasta treinta personas cada noche; el que fotografió a Alaska, al Camarón, a Nacho Vidal, las travestis madrileñas más famosas, los amigos más cercanos picándose frente a cámara, vidas fronterizas que hicieron de la ciudad un centro de ebullición que definió la liberación posfranquista; el hombre admirado por Keith Richards –“aunque tiene una idea errónea de mi trabajo, piensa que le saco fotos a la gente por la calle, y no es así”–, y que convirtió a una de sus amigas, Elena, en uno de los sex symbols de los ochenta españoles, en una foto mítica llamada Elena Mar, odalisca en mi patio: “Elena más que por su hermosura, era una gran modelo por su personaje, tenía una vida de película, muy excesiva. Aunque si me oyera me diría: ‘y la tuya qué’”.

Pero a él le disgusta que lo llamen “el fotógrafo de la movida”: “Yo nunca fotografié la movida. Yo la viví. No estaba en ‘la movida’. Sí se me veía demasiado en aquel Madrid, no como fotógrafo, sino como persona. Era una parte integrante de esa sociedad. En principio, nunca fotografié pensando en ‘la movida’, porque eso nunca me importó tres mierdas. Lo que hacía era retratar mi pequeño mundo. La movida estaba ahí, lo veíamos todos, pero éramos más avanzados; la movida era más juvenil que nosotros”.

Además, asegura, “la movida” era algo bastante más pequeño que el mito. “Por mucho que hablen, en los sitios no éramos masas de miles de personas. Eramos realmente muy pocos. Como en Buenos Aires en los ‘80, tres o cuatro locales y que se pare de contar. Lo que sí pasó es que alguna galería de arte empezó a apostar por gente joven, salió la revista La Luna, yo fundé la revista Canto de la tripulación y se empezó a ver color juvenil en la calle. Lo que pocos señalan es que era una época muy violenta. Mi primera foto fue un autorretrato: me lo hice después de que unos fascistas me dieron una puñalada. Cuando se viene abajo el régimen de Franco, había en Madrid muchos cachorros, grupúsculos fascistas que salían a la calle y ejercían la violencia sobre la gente que no pensaba igual. Más que pelear con ellos, ellos venían por nosotros. La transición no fue un camino de rosas, costó muchos muertos. Recuerdo una pareja que se estaba besando en el parque del Retiro: los apalearon y los mataron.”

Mi enfermedad

Aquella primera foto de la cuchillada fue exhibida en Barcelona, pero hasta 1986 García-Alix no tuvo demasiado reconocimiento, ni trabajo. “Tuve muestras, en Francia llamaba la atención mi trabajo, pero metía la pata, tenía problemas, no me importaba. Lo que me importaba era la vida.” Cuando empezó a vivir profesionalmente de la fotografía, siguió manteniendo cierto status de outsider, pero ya era solicitado por revistas como Vogue o Vanity Fair, además de galerías y coleccionistas. Y de ahí al gran testigo-protagonista de la movida hubo un solo paso. Así siguió la vida, con Alberto acompañado de sus motos –su equipo llegó a ganar el campeonato de España en 1995, y es tan motoquero que nunca aprendió a manejar un coche– hasta que hace tres años inició un proceso que se consumó en Trilogía en video. París Madrid 2003-2006, que se verá desde esta semana hasta el 29 de septiembre en Centro Cultural de España. Tres videos de corte autobiográfico, con soporte de fotos y textos, que documentan un viaje. “Fui a París en un momento muy delicado para mí, tenía que hacer un tratamiento con interferón para salvar mi hígado de una hepatitis C y que no continuara el deterioro. Tengo cirrosis. Y era un tratamiento muy duro, con efectos secundarios físicos y mentales, muchos días en la cama, mucha fiebre. Estaba solo en una país del que no hablaba el idioma y no me quedó más remedio que mirar a mi interior, algo sobre lo que nunca había reflexionado. Y ahí empezó el viaje. El primero, Mi alma de cazador en juego, es la soledad de la llegada a París, la sensación de desconcierto, de un mundo que no conocía. Yo siempre he vivido con muchísimos amigos y de repente fue sumergirme en un nuevo mundo. El segundo, Extranjero de mí mismo, es el tratamiento con interferón, la sensación de vivir en un laberinto. Y el tercero es un desenlace de lo que aprendí de mí y se llama Tres moscas negras. Cuando uno vuelve la mirada a sí mismo, no ve la parte agradable. Nunca me había puesto a pensar sobre mi vida, ni sobre quién era yo. Siempre fui un hombre muy activo y nunca me detuve. No fue sólo la enfermedad: concurrieron una separación sentimental, una necesidad de escapar, y luego la soledad y el dolor. Por primera vez me sentí mal: una semana metido en la cama tiritando de fiebre no es agradable. Por primera vez en mi vida me sentí viejo, enfermo y cansado.” Es casi providencial, entonces, que después de esta experiencia llegue la hora de una gran muestra retrospectiva con su mirada sobre la movida. “Tengo que hablar de mi mujer muerta, de mi hermano muerto. Es muy complicado.”

–¿Encuentra algún parecido entre su trabajo y el de Nan Goldin?

–En la primera época. A nivel personal, los dos estuvimos metidos en un mundo de drogas, y retratando nuestro mundo. Hasta el año ‘90 hay mucha similitud, luego ya no. La conozco, pero nunca hablamos de fotografía. Sólo de nuestras vidas, de las drogas, pero nunca del trabajo. Sabemos que vivimos cosas cercanas, y que los dos de una manera inconsciente trabajamos sobre lo mismo. No sé qué conciencia tenía ella, yo por lo menos no tenía conciencia de lo que hacía.

–Pero nunca fotografió la decadencia de la enfermedad, como hizo ella...

–Retraté amigos enfermos y muriéndose, pero nunca me interesó la enfermedad. Yo soy más púdico que Nan. Retraté mucha heroína metiéndose por las venas, pero el lecho de muerte no me agradaba. Quizá por dignidad de los amigos. Nosotros en aquel momento, equivocados eso sí, veíamos una mística de la droga. Pero luego, la épica de la enfermedad y la decadencia no existía, era sólo la muerte. Y yo no iba a ir al hospital con la camarita, “oye, a ver que te estás muriendo”. Alguna vez deseé hacerlo, pero tuve pudor. Además, compartía el dolor y las penas. Los españoles tenemos un sentido más trágico de la vida que los anglosajones. El español es delirio, locura, exceso, pero después tiene pudor ante la tragedia. Yo no podía sacar fotos en hospitales: me ponía nerviosísimo.

–¿Por qué siempre usa blanco y negro?

–Porque aprendí con blanco y negro, y luego encontré una bandera de expresión. Me gusta la expresividad del blanco y negro, y concuerda con lo que quería narrar, contrastar más o menos, darle mayor tristeza. Además, en los retratos siempre quiero que los retratados miren la cámara, busco un desafío con el espectador, uno y otro se buscan los ojos. Es un encuentro a través de la mirada de dos personas que se observan. Tengo una mirada frontal. Retrato en un espacio corto, voy a una distancia corta, con la complicidad del sujeto. Y nunca retrato gente por la calle: las imágenes no se encuentran, se buscan.

–¿Le gustó la mirada sobre la movida que hace Pedro Almodóvar en La mala educación?

–A mí no me gusta mucho el cine de Pedro. Lo considero un gran creador. Pero no tiene nada que ver con mi vida, ni ahora ni lo tenía cuando empezó con Pepi Luci y Bom. Yo lo veía todo muy frívolo. Mi vida no era eso. Las cosas gustan por paralelismos y compresión, pero el trabajo de Pedro no me resulta cercano. Lo que él muestra lo había visto en la calle, pero la vida no era así. No hay afinidad. No me gusta, no lo puedo evitar. Lo conozco personalmente y lo aprecio, pero no hay caso.

–¿Y cómo ve ahora Madrid?

–Después de varios años fuera, esta vuelta está siendo muy placentera. Noto latir la ciudad. Cuando me fui, estaba en una época muy baja. Ahora veo una explosión. La gente que me rodea es joven. Lo diferente es que en los ‘70 las ideas de agitación, provocación y convulsión eran valores en alza de la juventud. En los ‘90 todo fue políticamente correcto: desde entonces nada puede ofender ni molestar, y todo es mucho más blando. Pero a pesar de eso veo movimiento, y me sigue gustando más Madrid que Barcelona. En los ‘70, lo que hacíamos en la movida tenía más influencias catalanas que madrileñas: todo lo que era prensa marginal, comics y eso se editaba en Barcelona. Era la cuna del gueto donde íbamos a relacionarnos con gente con los mismos intereses. De hecho, en Barcelona interesaron primero mis imágenes. Pero igual no me gusta. Aparentemente es muy cosmopolita, aparentemente es tolerante, pero es mentira. Es cerrada. En Madrid puedes hablar con cualquiera, a nadie le importa quién eres, ni adónde vas ni de dónde vienes. En cambio Barcelona es una ciudad pequeñoburguesa, cuesta entrar en su mundo y que te abran las puertas. Pero eso sí, para montar un bar, todo de diseño.

Las tres imágenes de estas páginas pertenecen a la muestra: Alberto García-Alix, Trilogía en video. París Madrid 2003-2006en el C.C.B.A. Florida 943. Lun. a vie. de 10.30 a 20 y sáb. de 10.30 a 14.30 hs.

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