NOTA DE TAPA
Durante años, la figura y la obra de Liliana Maresca no tuvieron el reconocimiento artístico que se merecían. Artista de florecimiento tardío y muerte joven, entre 1984 y 1994 produjo una obra tan única como ecléctica: política y mística, colectiva e íntima, conceptual y artesanal, fue maestra de ceremonias en el espíritu festivo de los ’80, retratista de la monstruosidad menemista, arqueóloga del derrumbe nacional y alquimista de materiales atemporales como el oro y la madera. Por estos días, la publicación de dos libros vuelven a dar relevancia y visibilidad a una artista que extraía la verdad del mundo y la mostraba como un sueño de ojos abiertos.
› Por María Gainza
Liliana Maresca estaba determinada a comerse el universo como si fuera una ostra. Cierta vez, en una de sus tantas libretas personales, escribió: “Ella quiere la torta y la porción y las migas del mantel. Todo quiere la ávida”. Fue esa voracidad insaciable la que la llevó a excavar las entrañas del mundo en busca de algo así como una verdad antropológica. Algo que le sacara el hambre. Y si a primera vista su trabajo parece espasmódico, disperso, es quizá porque nos hemos olvidado de que Liliana Maresca era en sí un sistema de representación, una forma de ver. Una visión que más que representarnos el mundo como si la obra de arte fuera una ventana, nos lo daba, como quien pone algo entre nuestras manos y después se aleja.
Liliana Maresca murió joven, a los 43 años, y su período de mayor producción abarcó desde 1984 hasta 1994, un arco histórico que va de la primavera alfonsinista hasta el desencanto del primer mandato menemista. Con enorme lucidez, Maresca vio la desilusión devastadora que se avecinaba. Y si bien sus trabajos están embebidos de su tiempo, ellos escapan a toda categoría, ocupando un lugar incómodo e inasible que desde su muerte los ha mantenido al margen de los circuitos de exhibición. Hoy, todos la reclaman para sí, tironeando de su cuerpo (las mesas redondas llevadas a cabo en el Centro Cultural Rojas en el 2004 lo demostraron de manera cruda) mientras su obra excede las etiquetas y los guetos: es arte conceptual, arte político y arte del Rojas, todo, y a la vez, nada. A doce años de su muerte, Liliana Maresca se ha convertido en una artista de artistas, y en leyenda antes de tiempo.
La vida de Maresca ofrece una cantidad infinita de especulaciones románticas: el ama de casa que abandona el confort de un hogar para dedicarse al arte, la bella mujer ante la que todos caen rendidos, la dueña de una intuición superior y la víctima de una muerte joven y trágica. A la distancia, ella surge como el mascarón de proa de un grupo de artistas que salían a la calle a recuperar una voz que había sido asfixiada durante años de dictadura, gente que se sacudía el miedo como los perros se sacuden el agua. Liliana Maresca fue la gestora de un gran carnaval que se levanta como un tiempo extraordinario. A los 30 años convirtió su casa en un reducto artístico que luego llevó a gran escala en experiencias colectivas que en la memoria de quienes participaron tienen un poco el color irreal y la distancia del ensueño. Sólo ella podría haber reunido a personas tan dispares bajo el mismo techo. Pero la fiesta duró lo que duró su vida. De ahí en más, los invitados se dispersaron. Como recuerda Marcia Schvartz, “la gente se fue separando, como gotas de agua y de aceite”.
El descubrimiento de un gran artista que había sido dejado de lado es siempre una satisfacción. No sólo nos revela la excelencia de nuestro gusto sino también lo obtuso del de los otros. Pero Liliana Maresca no fue, como al mito le gusta desdibujar, una artista marginal, desinteresada del mercado. En su momento, su obra recibió atención de la prensa y nunca le faltaron lugares para exhibir; es verdad que nunca pudo vivir de las ventas (por otro lado, ¿cuántos de su generación lo hicieron en una Argentina premercado?). Pero también es cierto que le hubiese gustado vender, en especial algunas de sus pequeñas esculturas de ramas y bronces. Cierta vez se las dio una amiga, que tenía un local de decoración en el barrio de Belgrano. Las ramas estuvieron exhibidas durante semanas en la vidriera. “¿Ni ahí se venden?”, preguntó indignada.
Liliana Berta Maresca nació el 8 de mayo de 1951 en el partido de Avellaneda, provincia de Buenos Aires, dentro de una familia de clase media. Tenía una hermana mayor, Silvia, y un hermano diez años menor, Miguel. La familia vivía en una casa de planta alta, construida en 1900 por el abuelo Maresca. Una puerta cancel comunicaba con la planta baja donde había un garaje y una estación de servicio con un surtidor Esso que manejaban su padre y el tío Quique, un solterón que, desde un segundo plano, ejerció una influencia fundamental sobre las niñas. Fue él quien las llevó por primera vez al Teatro Colón y después les pasó las grandes novelas que poblarían su imaginación. Pero desde muy chicas las hermanas Maresca presentían que sus destinos serían diferentes. Silvia era responsable, concentrada, pendiente de los deseos de su familia. Liliana en cambio, era dispersa, rebelde y con frecuencia se negaba a ayudar.
Liliana comenzó el secundario en el Colegio María Auxiliadora de Avellaneda. “Al poco tiempo se enganchó en una relación muy fuerte con la directora espiritual y entró en un delirio místico”, contó Silvia. La monja Goitia era una mujer flaca, alta, de ojos oscuros y penetrantes, que parecía mover los hilos secretos del universo, y Liliana, curiosa como era, quiso saber y conocer. Un tiempo después ingresó en un noviciado donde las hermanas superioras la pusieron a fregar los pisos. Liliana había imaginado otra cosa y unos seis meses después, cabizbaja, abandonó el lugar.
El lado místico de Liliana nunca desaparecería, pero las referencias a Dios y al mismo tiempo su placer infinito en la naturaleza y el cuerpo son absolutamente románticas, casi paganas. De la puerta de su habitación en la legendaria casa de San Telmo colgó durante un tiempo una pintura de una hermana superiora; para La Kermesse se disfrazó de monja; cuando se refería a Dios, lo hacía con familiaridad, como a un amante divino. Años más tarde, recordando su adolescencia, le comentó a su marido: “Lo que pasaba era que quería besar a Cristo”. Así, el éxtasis religioso y el éxtasis sexual aparecerán en Maresca como la experiencia del límite. No sólo surgirán como experiencias gemelas por su intensidad y arrebato sino como dos ramas de la misma raíz arcaica. Esa que Liliana Maresca buscará toda su vida.
Encontró en un novio la salida más rápida a la asfixia familiar. A los diecinueve años se casó y se fue a vivir al barrio de Belgrano. Durante un tiempo jugó a la señora paqueta. Pero pronto el juego la aburrió. Entonces se separó y se mudó a un hotel-pensión en la calle Azcuénaga. Fue el comienzo de una etapa de renunciación. A mediados de 1970 se inscribió en la Escuela Nacional de Cerámica (la historiadora de arte Adriana Lauría señala que esta formación “en las artes del fuego” probablemente esté vinculada con su futuro interés por la alquimia) mientras, durante las tardes, vendía corbatas a domicilio entre sus amigos. Un día, en un viaje a Tres Arroyos, Liliana conoció a Julio Vilela, un oftalmólogo, y un tiempo después quedó embarazada de él. A la distancia, Julio recuerda: “Se le notaba lo artístico por todas partes. Un día decidimos ir a una escuela en el Once que de noche ofrecía clases de pintura. Había un profesor magnífico que no recuerdo el nombre. Ahí se le prendió el bichito y empezó a dibujar y dibujar”.
Marguerite Yourcenar dice que uno nace en el lugar en el cual echa por primera vez una mirada inteligente hacia las cosas y los hombres. Fue durante el embarazo cuando Liliana comenzó a viajar a Villa Gesell. El matrimonio alquiló una casa en la calle 108 y 8, por esa época, una zona tranquila de grandes jardines y cielos transparentes. Almendra nació el 7 de septiembre de 1978. Por entonces, Liliana pintaba mucho, una pintura naïve llena de soles, castillos y gatos. “Volvió a entrar en un período místico que la hacía ermitaña”, contó su hermano Miguel. “Se le hacía imposible comunicarse con un marido médico. Yo tampoco podía acercarme, era demasiado ‘careta’ para ella, una palabra que pronunciaba muchísimo en esos tiempos.”
“Me preocupa que Liliana Maresca quede reducida y legalizada como una especie de precursora de las porquerías que se hacen actualmente con el nombre de arte político. Sería siniestro que se encorsetase así a una obra más que enigmática, tan compleja. A veces me llamaba y me leía un texto budista. Después me hablaba de un color o insistía con una forma y me decía que iba a hacer una obra a partir de eso. Yo pensaba: ‘Pero, ¿qué quiere hacer?’. Todo sonaba a mamarracho, no a un mamarracho estético, pero a un mamarracho de sentido, un descalabro del sentido. Este sentido tan abierto, tan activo y desaforado, tan violentamente subjetivo, es lo que corre peligro actualmente de ser cercenado y no visto. Esta riqueza, esta polivalencia de su obra es lo que hace que no sea fácil de leerla y que no tenga, no sé si llamarlo reconocimiento... sí, usemos esa palabra. Que no tenga el reconocimiento que se merece.”
Gumier Maier
Como Liliana Maresca no encontraba su lugar en el mundo, tuvo que inventárselo. Se separó de Julio y se mudó a la calle Estados Unidos 834, a un PH antiguo, segundo piso por escalera, semiderruido. Para subsistir, decidió alquilar las habitaciones. La casa se fue poblando. Y ella, poco a poco, se convirtió en la dueña de la pensión.
La Buenos Aires de mediados de los ‘80 por donde circulaba Maresca era una ciudad efervescente. En 1985, mientras los titulares de los diarios anunciaban que una joven tenista argentina había ganado el Orange Bowl, Batato Barea empezaba su ciclo de performances, ésas que haría circular por reductos como Vértigo, Cemento, La Imprenta, Freedom, Eat and Pop y Crash. Eran tiempos desaforados y hay quienes dicen que la cocaína que se consumió en esa década fue la más exquisita.
Como una madre que recogía huérfanos, Maresca convirtió su casa de Estados Unidos en centro de reuniones. Por turnos, y entre otros, vivirían allí Ezequiel Furgiuele y Graciela Paola, Alberto Laiseca, Marta Soriano, Diego Kogan, Enrique Symms, María Bernarda Hermida, Patricia Borgarini y Lucrecia Rojas. “Estados Unidos”, como aún hoy llaman a la casa, era un reducto artístico que les daba lo que buscaban: pertenencia y libertad. Las fiestas se dieron como la forma natural de volver a conectarse con el mundo exterior. Era habitual volver ya entrada la madrugada y tener que ayudarse unos a otros a subir las escaleras mientras se chocaban a cada paso con las esculturas que colgaban por los pasillos de la casa. Tan abarrotado de objetos estaba el lugar, que un día llegaron los del Censo y les preguntaron si eran un grupo Umbanda.
Para Genet, la poesía era una ascesis, la llamaba el “milagro de la magnificación” y consistía en darle a lo que es feo, sucio, miserable, los nombres más hermosos. Los asesinos se volvían flores, los oropeles de la pobreza tenían aspecto principesco. Esta transformación de lo pobre en rico, del sufrimiento en goce, de la falta en plenitud, aparece en Maresca desde los tempranos ‘80 y, poco a poco, cobrará la forma más acabada de una transmutación alquímica.
Pero eso todavía no ha ocurrido. Los primeros objetos que Liliana realizó hacia 1982 eran basura apenas intervenida. Latas, sillas desvencijadas, maderas podridas, cemento y sacos rasgados. Si para la sociedad la realidad se divide entre lo que hay que consumir y lo que ya ha sido consumido, Maresca elige esto último, no para revelar una belleza ignorada sino para encontrar en la basura la fluidez de los materiales, las cualidades sensoriales de las formas, la turbación y fragilidad física de la vida. Un año después presentó algunos de estos objetos en la redacción de la revista El Porteño, lugar adonde ella había empezado a trabajar (duró un par de meses) como periodista de arte.
Interesada en registrar su trabajo, Liliana solía llamar cada dos por tres a Marcos López: “No sé a quién se le ocurría primero, si a mí o a ella, pero la cosa es que empezábamos las fotos y siempre terminaba desnuda relacionándose con sus objetos”. Como residuos de una cocción terrible, las fotos la muestran completamente desnuda, entre sus piernas descansa algún objeto, un pedazo de gomaespuma quemada, un marco de cama roto. Es una serie de fotos clave porque señala la relación simbiótica que existió, desde el comienzo, entre el cuerpo de Maresca y sus objetos.
“Hay una chica en la calle Estados Unidos que dice las mismas cosas que decís vos”, le dijo un tipo en un bar a Ezequiel Furgiuele. “La tendrías que conocer.” Ezequiel había regresado a Buenos Aires luego de seis años de exilio y para subsistir vendía dibujos de mesa en mesa por San Telmo. “Me fui caminando y empecé a preguntar hasta que llegué a lo de Liliana. Ella, de curiosa nomás, me hizo pasar, me tuvo ahí durante horas, charlándome y a la vez estudiándome como si fuera de los servicios. La máquina se armó cuando nos juntamos.”
Al año siguiente, el 9 de abril de 1985, la dupla artística –el Grupo Haga: Maresca y Furgiuele– quedó sellada en la muestra Una bufanda para la Ciudad de Buenos Aires, en la galería Adriana Indik. Era una performance que tomaba la calle y, como muchos de los proyectos de los años ‘80, se había gestado de manera amorfa y casual. Ezequiel cuenta: “La fuimos a ver a Adriana Indik y como Lili era muy salvaje yo le dije que me dejara hablar a mí. Llegamos a la galería, nos sentamos y le digo a Adriana: ‘¿Querés seguir vendiendo pinturitas de Lola Freixas o querés pasar a formar parte de la historia del arte contemporáneo?’. Y ahí nomás le digo que nosotros queremos tejerle un poncho a la ciudad. ‘Pero no hay tiempo’, me dice ella. ‘Ah, entonces tenemos un Plan B: hacerle una bufanda’”.
“Voy a contar una anécdota: una vez, Marcia me hizo un retrato y el día de la inauguración yo llegué todo feliz porque había sido retratado por la Schvartz; entonces voy en dirección a la muestra y aparece Maresca y me dice: ‘Moreira, no entres. Esa hija de puta te hizo un pito que parece un ñoqui... y ahora todo el mundo está hablando de eso’. Recuerdo que nos reíamos muchísimo y que tenía un humor distinto, un poco más bestia de lo esperado y deseado. Y este humor lo conservó hasta el final. Era tan hiperactiva que en los últimos meses ya no tenía energía y de todas formas apareció el asunto de los poemas, que para mí fue conmovedor. Porque ella tenía que estar produciendo, tenía que estar haciendo algo, tenía que estar jodiendo a alguien. Es decir, no tenía paz, diría un español, y gracias a Dios.”
Carlos Moreira
Con los retazos que tiraban los fabricantes del Once, el grupo armó una urdimbre que dejaron colgar por la ventana del primer piso de la galería. “Convocamos a gente para que pidiera tres deseos y pusiera cosas. Y la gente salía de las oficinas y se enganchaba.” A medida que participaban la trama iba creciendo como una telaraña. “Vino la policía, vino la televisión. Por primera vez alguien nos daba pelota.” La bufanda era muy ‘80; en su grosera catarata de basura, semejaba el vómito de la dictadura. Y después, entre las cosas que se encontraron enganchadas, apareció un revólver calibre .32. Al caer la medianoche, un grito seco retumbó por las calles del microcentro: “Ya se les va a terminar este corso a los hippies y a los comunistas”. A partir de ahí, al Grupo Haga le llovieron propuestas.
Existe una foto de Marcos López que muestra a Liliana Maresca parada en medio de una habitación pelada. Detrás, mientras las humedades avanzan por las paredes, se abren tres puertas hacia otras habitaciones que, a su vez, tienen otras puertas abiertas hacia el fondo; por un instante, como en un laberinto de espejos, dejamos de saber qué es real y qué es un reflejo. Es una de las imágenes más elocuentes sobre las complejidades de la personalidad de Liliana Maresca: sobre su sensibilidad conmovedora, sobre la fuerza de un cuerpo en apariencia frágil, sobre sus zonas oscuras y luminosas, sobre una mente que, como una casa llena de recovecos, nunca presenta una forma definitiva.
El lugar de la foto es el edificio Marconetti, en Paseo Colón, frente a Parque Lezama. Un edificio construido por un conde italiano que en los años ‘80 fue tomado por okupas. Era un lugar que Maresca visitaba seguido cuando salía con Daniel Riga, un músico y artista que había tomado una habitación en el lugar. Según quienes lo frecuentaron, “era un lugar de reviente importante”. Riga y Liliana venían hablando sobre la necesidad de crear un espacio que ahuyentara la melancolía porteña. La Kermesse. El paraíso de las bestias sería su primer intento. En 1986, la megamuestra se inauguró en el Centro Cultural Recoleta. Era una alegría pobre, entre circo criollo y megamuestra de cartón. Durante la producción, el Centro les cedió un galpón de trabajo que pronto se llenó de humos: el de los asados tapaba el del porro.
“Lo que a mí me interesaba en la obra de Liliana era la fuerte tensión entro lo bello y lo espantoso. Cada tanto venía a consultar o preguntar algo, o hablaba con sus amigos sobre el curso de una obra y cuando algo le parecía que estaba tomando un cariz demasiado diseñado, o de esa bajada de línea estilizada de un objeto, empezaba a sentir horror, no sabía cómo zafarse. Sin embargo, ella era una esteta cuando producía obra.” Fabián Lebenglik
Señoras paquetas, punks de crestas de gallo, metaleros cubiertos de tachas se mezclaban durante las noches con Los Twist, Fernando Noy, Helena Tritek, Vivi Tellas y Pipo Cipollati como maestro de ceremonias. Olga Nagy andaba por ahí con su nariz de payaso y un hombre zancudo llevaba un pene de felpa que armó tanto revuelo que hubo que llamar a la policía. “¿Por qué el angelito con un falo tan grande?”, se preguntaban indignados Nelly Santoro y Armando Atís, directora de programación y director de administración del Centro, respectivamente. Liliana sentenció: “Típica pacatería argentina”.
Maresca parecía saber algo: el hombre no es ajeno al esquema del mundo, estar solo no es estar aislado. Entonces se dedicó a juntar. Martín Kovensky, amigo de sus primeros años, escribió que Maresca se sentía a sus anchas entre las diversas tribus que iba conociendo y que fue construyendo proyectos grupales y ensamblando artistas igual que lo hacía con los distintos materiales de sus esculturas: “Para ella era fundamental hacer, si no se hubiese dedicado al arte hubiese sido una señora que juntaba a las amigas para hacer tortas”. Luis Freistav, El Búlgaro, contó que Maresca solía llamarlo regularmente para pedirle ayuda, entonces él pensaba: “Pobrecita, necesita una mano, está sola”. Pero cuando llegaba había 50 millones de personas que habían pensado como él.
Hay algo en los momentos de plenitud que anuncian ya su fin. Hacia comienzos de 1987, Liliana tuvo una hepatitis. Como ésta se prolongaba, decidieron someterla a una serie interminable de estudios. Una tarde, la doctora de un coqueto laboratorio la sentó en su consultorio y le comunicó que había contraído el virus del sida. Ese año, en la Argentina se registraron 69 casos. Por un tiempo, Liliana se comportó como si nada. Pero un buen día, recién llegada de un viaje al Sur, se resbaló por la escalera de la estación de tren, cayó al piso y perdió el conocimiento. Al despertar, se encontró en una sala de hospital rodeada de médicos. “Recién ahí cobré conciencia de lo que se me venía. Imaginate, me tuve que caer de culo para caer”, contaría luego.
Entonces comenzó la transformación alquímica de los objetos, y de su vida.
Fue en esa época cuando Liliana alquiló, junto a Marcia Schvartz, una casa en el Tigre. “Las Camelias”, situada en el río Caraguatá, era una típica casa isleña con una extensa galería de madera rodeada por un monte de camelias. Probablemente fueron las sudestadas las que llevaron las primeras ramas y raíces a sus pies. Con ellas, Maresca creó sus obras más silenciosas, las que, vistas en el contexto general de su trabajo, parecen ofrendas mudas dentro de un gran ritual.
Los objetos brutales y sucios dieron lugar a una obra más concentrada sobre sí misma, más precisa. En abril de 1989, Maresca presentó en la galería Adriana Indik No todo lo que brilla es oro. Era su primera muestra individual. Ahí estaban, investidas con la majestuosidad de las montañas, sus ramas y raíces sobre bases de metal. Había comenzado a leer sobre alquimia. Puede que estas lecturas inspiraran su interés por la transformación de los metales y de ahí, esa continuidad sin sobresaltos que parece existir entre las ramas y sus bases de bronce.
La transformación del material encontraría su forma más acabada en Recolecta, una instalación en el Centro Cultural Recoleta que inauguró en noviembre de 1990. La muestra presentaba cuatro carritos de cartonero en diferentes escalas y materiales. Maresca decía ver la ciudad infestada de carritos de cartonero, aun cuando sus amigos aseguran que eso todavía no era tan así. Pero la idea la obsesionaba y no iba a parar hasta darle forma. Conseguir el carrito no era tan fácil, en principio había que ir al albergue Warnes, ese edificio faraónico construido como hospital de niños en los años ‘50, que hacia 1990 se había convertido en una villa miseria de nueve pisos donde se hacinaban más de 300 familias. El Búlgaro, su asistente en esa oportunidad, contó: “Un día me llama y me dice que le gustaría que la acompañara con Roberto Fernández al Warnes. Yo pensé que, viniendo de donde yo venía, no me iba a asustar, pero cuando llegamos el lugar era de terror, la gente cagando en el pozo del ascensor, y Maresca ahí, con su minifalda, hablándoles a los tipos con toda naturalidad. Les ofreció comprarles dos carros. El tipo le dijo que no se los iba a vender, que se los iba a prestar, lo único que quería era que le pagara la carga de basura. Eso hizo. Le dijeron: ‘Quédese tranquila señora, nosotros se los llevamos’, todos respetuosos de la mina. Y ella lo instaló tal cual en la sala del Recoleta con todo el olor a mierda”. El Warnes, el símbolo del progreso trunco del país, y el carrito, su doloroso resultado, condensados en una transformación alquímica que los sacaba del barro para volverlos oro. Recolecta sería un homenaje, una plegaria y una visión de lo inevitable. Un año después, el gobierno dinamitó el lugar y el cirujeo se desparramó por la ciudad.
La primera muestra de Liliana en la Galería del Centro Cultural Ricardo Rojas inauguró la gestión de Jorge Gumier Maier como director de la galería, que por ese entonces era apenas un pasillo pobretón y mal iluminado. En 1989, Maresca realizó Lo que el viento se llevó. La Cochambre: un montón de sombrillas, mesas y sillas herrumbradas tiradas por la sala junto a bloques de cemento. Eran los restos de lo que alguna vez había sido El Galeón de Oro, un recreo glamoroso del Tigre construido en los años ‘60. Maresca había visto esos objetos desde la lancha. “Cuando las vi, me hicieron sentir un deterioro universal, una cosa de la soledad frente a otros... Hace poco leí un catálogo de Gropius para la Bauhaus y eso de las sillas cochambrosas me parece la anti-Bauhaus.”
En 1991, Elba Bairon recuerda un llamado telefónico en el que Maresca le contó que acababa de llegar del cementerio de Berazategui: “Ay, no sabés lo que vi”. Lo que había visto eran las carcasas de cinc de los ataúdes, lo único que sobrevive al fuego de la cremación. Este encuentro fortuito, la guerra del Golfo que había estallado a comienzos de 1990 y su propia enfermedad, son las explicaciones más próximas detrás de su siguiente muestra: Wotan - Vulcano, una instalación presentada en 1991 en la Sala de Situación del Centro Cultural Recoleta, un lugar creado por Miguel Briante, en ese momento director del centro, para que los artistas respondieran a los hechos de la realidad. Wotan - Vulcano era como llegar a las puertas del infierno. Un conjunto de carcasas apiladas sobre una alfombra árabe, rodeadas por paredes pintadas de rojo y un piso dorado. Al fondo, una lámpara de querosén despedía una luz tenue mientras el humito de unas pilas de incienso subía indolente al ritmo de una música árabe.
Las carcasas habían sido prestadas por el Cementerio de la Chacarita y cuando llegaron al Recoleta la chapa despedía un asfixiante olor a muerto. Para colmo, la muestra coincidió con una inauguración en el salón de al lado, un evento sobre la privatización de espacios públicos al que iban a asistir el intendente Grosso y toda su comitiva. Pronto, la mesa con sandwichitos y bebidas quedó impregnada de olor y Maresca tuvo que sacar todo por una ventana y pasarse días arrancando los pedazos de mortaja aún pegadas a la chapa. Luego, como en un ritual, curó las carcasas con fuego.
Liliana despreciaba los academicismos y las ideas prefabricadas. Cuando Julio Sánchez la invitó a participar en Opciones en 3 dimensiones, una muestra en la Facultad de Filosofía y Letras, ella dijo: “Cuando fui, me encontré con todos esos chicos lánguidos, con el fetichismo de las ideas, de los libros y del culo en la silla. ¡Y yo no iba a llevar una escultura ahí! ¿Qué iba a poner, otro fetiche entre los fetiches?”. Entonces surgió Ouroboros, una serpiente enorme que se devora a sí misma, el símbolo de la eternidad, hecha de páginas de libros rotos que la cubren como escamas. Ouroboros representaba para Maresca la muerte de la cultura, el fósil que debía ser liberado de ese estado intermedio en el que agonizaba. Así fue. En una ceremonia privada, casi sin público, Liliana prendió fuego a su serpiente. El saber dejaba un espacio disponible.
Desde la antigüedad, las ceremonias de iniciación han tenido fiestas de cierre. La Conquista, inaugurada el 18 de diciembre de 1991 en el Centro Recoleta, volvió a reunir a los artistas en una megamuestra tal como seis años antes lo había hecho La Kermesse. Dentro de la muestra multimedia, como la llamaba Maresca, ella presentó su instalación El Dorado, una pirámide trunca de más de cinco metros de base que recuerda un lingote de oro. Sobre ella, descansan una esfera y un cuadrado dorado. Una alfombra roja como la que precede el trono de los reyes europeos atraviesa la sala hasta un trono, mientras al costado una computadora imprime estadísticas de una ecuación que intenta calcular los kilos de oro transportados a España en relación con los litros de sangre india derramada. “¿Por qué hacerla en 1991 pudiendo esperar al año siguiente, año en que efectivamente se cumplían los 500 años de la Conquista de América?”, le preguntó alguien a Maresca. “Por que es ahora o nunca”, respondió.
Liliana Maresca estaba comenzando a soltar. En diciembre de 1992, realizó Espacio Disponible en el Casal de Cataluña. La instalación consistía en tres carteles: en uno, central, se levantaba sobre un caballete y en letras negras sobre blanco, se leía: “Espacio Disponible apto todo destino Liliana Maresca 23-5457 del 3-12 al 24-12-92”. La muestra, como señaló Fabián Lebenglik, ponía en juicio las reglas de mercado, la perversa soga al cuello que les tiende a los artistas. Pero además anunciaba una desmaterialización. Así, con las ideas adelantándose a su cuerpo, Maresca parecía iluminar sobre el espacio que dejaría vacante. A realizar su propio Opus Nigrum.
Al año siguiente, una performance fotográfica aparecida en la revista El Libertino rezaba: Maresca se entrega, todo destino, 304-5457. Catorce fotografías en secuencia tomadas por Alejandro Kuropatwa la mostraban con una remerita a rayas, un short blanco y un osito de peluche. En una entrevista, Maresca dijo: “Con esta obra estoy hablando del encuentro. Estoy rescatando la posibilidad de disfrutar de mi cuerpo que no se hizo para sufrir sino para gozar”.
Unos días después de publicar el anuncio, Maresca se fue a Europa. Al regresar hizo una selección de los llamados –con jadeos y todo– que había recibido y se entrevistó con cuatro de esas personas.
“El poder es el máximo afrodisíaco”, decía Kissinger. Algo de ese subidón parecía experimentar en la foto de tapa de la revista Noticias María Julia Alsogaray, arrodillada sobre una nieve que parecía haber sido confeccionada sólo para ella, envuelta nada más (y nada menos) que en un tapado de piel. Y algo de eso parecía ver Maresca cuando, en 1993, realizó su instalación: Imagen pública - Altas esferas en el Centro Cultural Recoleta. Los afiches y postales de presentación mostraban a Liliana desnuda, repantigada sobre gigantografías con imágenes blanco y negro de políticos y farándula argentina. Parecen un fotomontaje berreta, pero lo que ilustran es cómo ella se ha fundido junto a las otras figuras públicas. Maresca parece mirarse desde afuera, probablemente temiendo terminar como una imagen más en medio de ese carnaval de monstruos.
Para seleccionar el material se había sumergido en el archivo gráfico de Página/12. Luego amplió las imágenes y las montó sobre paneles con los que cubrió las paredes y techos de la sala: el resultado era una síntesis visual del circo de los últimos años. El espectador se sentía rodeado, un pececito observado por rostros deformes desde los vidrios de su pecera. El panel en el techo goteaba lentamente tinta (en algún momento se intentó que fuera sangre) que, a modo de clepsidra, iba llenando un recipiente montado sobre un podio.
El verano anterior, el verano de 1993, en Cabo Polonio, Maresca había comentado que tenía ganas de hacer una gran instalación con bloques gigantescos de cemento. Los quería colocar a lo largo de la orilla y dejar que el agua los tapara, reacomodara y desenterrara, a su modo (“¿Amalita Fortabat querrá bancar el proyecto?”, les preguntaba a sus amigas). La idea le debe haber vuelto a rondar la cabeza cuando, al término de Altas esferas, Liliana se llevó los paneles a la Costanera para realizar una performance fotográfica. Los colocó ahí, entre las piedras y la basura, a orillas del Río de la Plata, un río que antes lavaba y ahora ensucia. Incrustadas sobre los escombros, las imágenes parecen piezas encontradas en una excavación o los restos de un naufragio, pero, en cualquier caso, las ruinas de un país devastado.
“Un día empecé a decir que quería hacer un sapo en un charquito con barro. Le conté a Maresca y ella me dice: ‘Claro, después lo dejás secar y lo dejás ahí, todo resquebrajado, bien seco, como el tejido social, como lo que está pasando ahora’. Me hablaba así y yo decía: ‘Sí, sí’... Después nunca salió, pero mirá vos las ideas que tenía, una sala llena de barro con todos pedazos resquebrajados. Nunca te decía: ‘Estás loco, Búlgaro’. Decía: ‘Si querés hacer un charco de barro, hacelo’. Así era Liliana, en el retrovisor de un instante. Es lo que me pasa ahora; es como que vos vas con un camión de cosas y siempre se te aparece en el espejito. No les pasa mucho a las personas, la gente se olvida, se va... Y sin embargo la tenés ahí, en el retrovisor. Sube Liliana.”
El Búlgaro
La enfermedad que Maresca había logrado mantener alejada hasta entonces, comenzó a avanzar. Cuando, a comienzos de 1994, una meningitis volvió a aparecer, esta vez la encontró cansada. Fue en esos días, cuando ya las fuerzas parecían abandonarla, que se le ocurrió la idea de hacer una retrospectiva de su obra. Agarró el teléfono y lo llamó a Jorge Gumier Maier. Un poco antes o un poco después, Maresca comenzó a utilizar pasteles para hacer sus dibujos de caritas. Apenas unos trazos dan forma a un rostro alargado que a veces ríe, otras llora y otras, mira preocupado. Metida en cama raspaba los pasteles sobre el papel. En los dibujos y en los poemas –que comenzarían a multiplicarse en los últimos meses– ella encontraba su forma de seguir representando.
El deterioro físico, más aún en una mujer tan bella, debe haber sido especialmente doloroso. El verano de 1994, en la casa alquilada de Cabo Polonio, Liliana había encontrado una rama retorcida. Existe un video casero en el que se la ve colocar con desparpajo la rama sobre un espejo ovalado mientras, riendo, espeta a cámara: “Ahí está, ahí tienen la obra de arte”. “¿La encontraste en la playa?”, le pregunta alguien fuera de cuadro. “No –dice ella–, estaba acá cuando llegué.” De vuelta en Buenos Aires, esa rama, dolorosamente encrespada, llevaría el mismo nombre que la retrospectiva: Frenesí.
Todo se aproximaba aceleradamente. Liliana hacía bromas, decía que terminaría yendo a su retrospectiva en cama como lo había hecho Frida Kahlo. Después, en sus anotadores, rumiaba: “¿Iré en silla de ruedas? Qué papelón”.
El 4 de noviembre se inauguró Frenesí, una retrospectiva que presentó diez años de su carrera. Maresca no asistió a la muestra, pero pudo ver un video de la inauguración. Nueve días después, el 13 de noviembre de 1994, murió, como ella había pedido, rodeada de jazmines. Esa tarde se cortó la luz.
Liliana Maresca supo en sus últimos días que no hay respuestas finales a las grandes preguntas que asedian al artista: ¿Qué es la belleza? ¿Qué es la verdad? ¿Qué son la vida y la muerte? Entre lo sagrado y lo profano: el amor, la lujuria, la crueldad, el tiempo y el dolor, ella indagó en cada centímetro. Llegará un día en que la gente diga “A la Maresca”, al asombrarse frente a una forma particular de ser.
Esta nota está compuesta de fragmentos de “La leyenda dorada”, el perfil biográfico y artístico incluido en Liliana Maresca. Documentos, el libro editado por el Centro Cultural Rojas que reúne una selección de textos publicados e inéditos sobre la artista realizada por Graciela Hasper, así como la transcripción de las mesas redondas realizas en el Rojas en el 2004.
tapa: Maresca entre los paneles de Altas esferas (1993, en el Centro Cultural Recoleta).
Foto: Marcos López. 1993.
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