FOTOGRAFíA
Primera persona
Tienen entre 11 y 19 años
y viven en Ciudad Oculta. Iniciados en la fotografía gracias a Martín
Rosenthal, formaron el grupo Taller Oculto y retrataron la vida de la villa tal
como la ven, la viven, la imaginan. Con sus propios ojos. Ahora, armados con un
arsenal de cámaras viejas y película vencida, salieron a capturar
los parques de la ciudad de Buenos Aires. El notable resultado de la excursión
puede verse en el Museo
de los Parques Thays, curado por el prestigioso fotógrafo Juan Travnik.
› Por Laura Isola
“Me sentiría muy orgulloso si esta foto fuese mía. Por supuesto que la tendría en mi carpeta de presentación.” Quien envidia de este modo es Juan Travnik, mirando una de las más de ochenta fotos que forman parte de la muestra Taller Oculto. La foto, por su parte, fue tomada por uno de los dieciséis jóvenes que participan de la exhibición en el recoleto y escondido Museo de los Parques Carlos Thays, un lugar privilegiado frente al lago de Palermo.
Además de envidiar la foto de Juan Alfonso, Travnik disfruta mucho de las de los demás (Bárbara Cordon, Brenda Albornoz, Carolina Arias, Daniela Vargas, Jennifer Aquino, Marcela Juárez, Nanci Alfonso, Pamela Santiago, Paola Benítez, Yanina Lugo, Paula Danese, Romina Lazarte, Yamir Chaile y Yanina Herrera). Tanto es así que es la segunda vez que los convoca para una muestra y se postula a sí mismo como curador. “Esta vez –explica–, la propuesta fue distinta: se hicieron salidas a los parques de la ciudad para que estos fotógrafos pudieran dar su versión sobre los espacios verdes.” La “otra” vez a la que alude Travnik consistió en una muestra en el Teatro de la Ribera. El contenido de aquellas fotos estaba muy ligado a la cotidianidad de los fotógrafos: eran estampas del día a día de su ámbito de pertenencia, y contaban cómo es la vida en Ciudad Oculta. No podía ser de otro modo: estos jóvenes de entre once y diecinueve años viven en esa villa de emergencia, un territorio donde hasta ahora no parecía haber mucho lugar para el arte.
Si la experiencia de Taller Oculto –como se llama el grupo que nació hace dos años, casi por casualidad– es interesante, es sobre todo por el aspecto ideológico de la propuesta. Su director, Martín Rosenthal, fue prácticamente “obligado” a comprometerse con el proyecto. “Martín estaba haciendo fotos en Ciudad Oculta cuando se le acercaron varios pibes y le pidieron sacar unas fotos. Desde entonces nos reunimos los sábados en el barrio, en el comedor de la Buena Voluntad, donde funcionan el taller y el laboratorio”, cuenta Moira Rubio, que junto a Doan Pham asiste a Rosenthal en la tarea. Cabe destacar que, como en el comienzo, el taller sigue siendo totalmente independiente de cualquier organización gubernamental o no gubernamental. Las cámaras que utilizan son pobres y viejas; los rollos los sacan de donaciones y suelen estar vencidos. Pero también cuentan con el apoyo de varias entidades, entre ellas la Fundación Arteviva.
El proyecto no tiene otro objetivo que familiarizarse con la cámara, la luz, el encuadre, el foco y todas las cuestiones técnicas y creativas involucradas en la disciplina. La experiencia puede sonar a derroche en una villa de emergencia, donde las urgencias suelen eclipsar cualquier otro tipo de necesidad. Pero así es como entiende el proyecto el curador: “Los convoco como artistas porque me interesan su mirada y su desarrollo”, dice Travnik. “No me interesa que los miren como a los pobres de la villa que se ponen a hacer esto para salir adelante. No me gusta el paternalismo de ese pensamiento. Creo que el arte puede darse en muchas condiciones, hasta en las más adversas.”
Si la mirada de Travnik es fundamental para estos chicos, no es sólo por su honestidad sino también por su experiencia. En este caso, la tarea del curador fue evaluar con un criterio ajustado y seleccionar, entre un lote de trescientas obras, las que hoy están finalmente colgadas: “Me gustan porque escapan del lugar común de la foto de parque. Hay una exploración del espacio distinta, que se nota en las fotos de altura: los chicos se suben a los árboles y a los juegos y así pueden captar el espacio de otro modo”.
La presentación de la muestra es muy particular. El curador eligió el género epistolar para hablar con los aprendices de fotógrafos y contarles su experiencia. Con tono íntimo y sensible, Travnik repasa su historia y evita dar consejos, quizá por eso de ser un maestro sensato y eficiente:”La cámara me sirvió para poder conocer distintos lugares y gente de todo tipo”, confiesa. “Yo era tan tímido que muchas veces no me animaba a hablar con otra persona, y para poder sacarle fotos tuve que aprender a hacerlo. Y me di cuenta de que cuanto más diferente era la gente que conocía, más aprendía y mejor podía entender lo que pasaba a mi alrededor. Trabajadores, escritores, paisanos de campo, dueños de empresas, políticos, gente sin trabajo, gente que me llamaba para sacarles las fotos del casamiento o del bautismo de sus hijos: con todos ellos trataba de ver cómo pensaban, qué hacían. Y ¿saben? Creo que todo eso, cuando uno después saca fotos, lo usa sin darse cuenta, para que las fotos muestren cosas cada vez más interesantes”. El capital más preciado de Travnik es el conocimiento que tiene de la obra de estos fotógrafos, cuyos hallazgos más de una vez lo maravillan. “En fotografía hay azar si algo se da en dos fotos. Cuando se da en más de ochenta, es muy difícil hablar de casualidades. Lo que hay, sí, es un desprejuicio creativo muy enriquecedor; los chicos se permiten hacer con la cámara cosas muy poco ortodoxas. En estos trabajos hay aprendizaje, uso de la técnica y fotos razonadas.” En un caso, por ejemplo, una niña explica que logró un efecto particular –agua en movimiento– gracias a la ayuda de una amiga que supo salpicar en el momento justo. En otro, el fotógrafo exhibe una imagen en movimiento, una suerte de arremolinamiento logrado simplemente –según él- haciendo girar la cámara mientras disparaba. Y al oír esas explicaciones “domésticas”, Travnik, el fotógrafo-curador, descubre lo mucho que todavía le queda por aprender.