Dom 18.08.2002
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PASIONES

El acto en cuestión

Con el pretexto de registrar un duelo puntual –la final intercontinental que el Boca de Riquelme perdió en noviembre pasado, en Japón, a manos del Bayern Munich–, Pablo Salomón filmó el documental Gracias por el juego, protagonizado por Juan Sasturain y musicalizado por Javier Malosetti. El film, teñido de ecos alegóricos por la dureza de los últimos meses, consuma una rara proeza: irradiar, casi sin mostrar piernas ni arcos ni goles, todo el hipnótico imaginario del fútbol en dos de sus trances más... argentinos: la derrota y la revancha.

› Por Juan Forn

El documental abre con el interior de un avión de línea en vuelo. Es de noche, incluso en esas alturas. En la penumbra se ve a Juan Sasturain desparramado en una butaca, como si acabara de despertarse. Delante de cámara cruza otro pasajero igual de adormilado, rumbo al baño o de retorno a su asiento. Detalle: el anónimo pasajero lleva puesta una camiseta de Boca. Sobre esas imágenes, la voz en off de Sasturain: “La azafata me despierta para preguntarme adónde voy. A la cancha, le contesto. De Buenos Aires a San Pablo, de San Pablo a Los Angeles, de Los Angeles a Tokio. La vuelta al día por noventa minutos de fútbol”.
Los noventa minutos serán ciento veinte. El partido, la final intercontinental entre el Boca de Riquelme y el Bayern Munich de Oliver Kahn, que se jugó en Japón en noviembre del año pasado. El documental se llama Gracias por el juego y se proyectará el martes a las siete de la tarde en el Malba, antes que las cadenas televisivas europeas que ya lo han comprado y las que están a punto de. Cuarenta y ocho minutos casi sin pelota pero impregnados de fútbol hasta la raíz. ¿Un documental sobre una derrota, que encima no muestra casi imágenes del partido? Sí. Y, para peor, en el mismo escenario donde poco después iba a sobrevenir la mayor frustración futbolística argentina en mucho, mucho tiempo.
La combinación de elementos que exhibe –y que rodean– a Gracias por el juego es hipnótica. Por la negativa, si se quiere, pero es hipnótica igual. Y sus responsables no podían calcularlo. La historia empezó a mediados del 2000: el proyecto inicial era el mismo, pero cuando Boca iba a enfrentarse con el Real Madrid. En aquel momento no dieron los tiempos ni la financiación. Cuando Boca volvió a ganar la Libertadores, y el duelo intercontinental cobró todavía más sonoridad por el choque de culturas futbolísticas que implicaba un rival alemán, Pablo Salomón (guionista y director del documental, asistente histórico en las películas de Miguel Pereyra y colaborador local de casi todos los equipos extranjeros que han venido a filmar fútbol en la Argentina en la última década), volvió a la carga con su idea: ir con el equipo de Bianchi a Japón, cubrir la previa allá (desde los entrenamientos hasta la vigilia en el hotel, desde la enorme maquinaria promocional hasta el efecto ambiental del partido sobre la ciudad) y, a la hora del partido, mostrar sus consecuencias en tres planos simultáneos: no sólo en las tribunas de la cancha en Tokio, sino también en las instalaciones del Bayern y La Bombonera, con los fanáticos mirando el partido en directo por pantalla gigante, para culminar “peinando” las calles de Munich y Buenos Aires mostrando los efectos del resultado en una y otra ciudad. Y todo para develar, a través de un partido único, de qué hablamos cuando hablamos de fútbol: qué hay detrás -y qué sostiene– ese enorme negocio global que gira alrededor de veintidós tipos corriendo noventa minutos detrás de una pelota.
A aquella derrota de Boca se fueron sumando, uno tras otro, sucesivos “contratiempos” no menos considerables para el equipo que hizo el documental. Apenas bajaron del avión en Ezeiza con el material en crudo, sobrevino el corralito. El país ardía durante los meses que estuvieron encerrados editando meticulosamente –y contra toda esperanza “comercial”- imágenes y sonido. Con el documental ya terminado y la euforia mundialista a tope, la selección quedó eliminada en Japón y para el chauvinismo local hasta la realidad política se convirtió en un tema menos intragable que el fútbol. En ese momento llegó a casa el video de Gracias por el juego. Confieso que lo dejé de lado un buen rato. Es más: recién me senté a verlo cuando se hizo finalmente la transferencia de Riquelme al Barcelona. No soy de Boca, pero voy a extrañar un montón a Román, y me senté a ver el video como si fuera una ceremonia privada de duelo y despedida: peleado con el fútbol, enfermo con el país, tan vapuleado como seguramente están ustedes. Y entonces me encontré con estas dos escenas: en una, Sasturain camina por las calles de un Tokio perfectamente ajeno al duelo futbolístico que tendrá lugar en unas horas (“En día de partido, un partido como éste, en Munich o Buenos Aires, es difícil encontrar un lugar donde abstraerse del resultado. En Japón, en cambio, es difícil encontrar un lugar donde ver el partido”). Recordemos: es noviembre del 2001, la convulsión mundialista brilla por su ausencia, los japoneses hablan por celulares, andan con barbijo por la calle, pasan sin mirar delante de una enorme pecera en la vía pública, se desenajenan un instante rezando frente a un buda. Y de pronto Sasturain mira a cámara y dice que en ese país ni juegan al fútbol por la calle ni hablan de fútbol en los bares porque en Japón no piensan en fútbol: “Y hablamos de lo que nos pasa, todos”, agrega. “Quizá por eso el sumo es el deporte nacional japonés: porque el sumo es la lucha por el espacio.” Entonces la cámara, que viene mostrando sucesivas imágenes de aglomeración urbana, queda fija en un callejón japonés desierto, rodeado de edificios y ventanas cerradas, y un eco de voces infantiles rebotando contra esas paredes tan prolijas como inhóspitas hace doblemente palpable la ausencia de pibes corriendo detrás de una pelota.
La otra escena ocurre al final. La Copa Intercontinental ha quedado atrás, la cámara y Sasturain hacen el trayecto en auto desde Ezeiza hasta La Boca, es un día de sol, vamos sintiendo que además es domingo y hay partido en La Bombonera. El primer partido de Boca en su cancha después de perder en Tokio. La cámara toma a Sasturain de espaldas subiendo esas escaleras que son como las entrañas de la tribuna; se nota que el partido ya empezó: no sólo es luz lo que se ve allá arriba, sino bombo y cánticos y esa vibración tan particular que transmite el cemento en una cancha llena. Además de la derrota de Japón –se sabe que es bostero de alma–, Sasturain arrastra el cansancio del viaje y del desfasaje horario, pero a medida que se va alejando de la cámara, a medida que lo vemos subir rumbo a la luz y la vibración del dale-bo, parece ir alivianándose de su carga. Y sobre esa imagen se oye su voz en off diciendo: “El duelo en el fútbol duele tanto como en el amor... pero dura menos. Siempre hay revancha. Siempre hay esperanza. Cada vez empieza de nuevo y cada vez es diferente. Es infinito. Este juego es infinito”.
De una rara manera, Gracias por el juego habla de lo que nos pasa. Por un lado le habla al hincha de fútbol universal, en su idioma (el amor más bien demencial que es capaz de despertar ese juego tan vibrante y tan banal, ocurra en baldío o en un estadio). Pero por el otro le habla al argentino universal, a esa especie de autoexiliado entre resentido y melanco que todos llevamos dentro aunque sigamos viviendo en este país (y que no por casualidad prefiere decir este país, en lugar de mi país). A esa entelequia le hablan la voz de Sasturain, la cámara de Salomón, la música compuesta por Javier Malosetti para el documental e incluso todo aquello que pasó –que nos pasó– desde entonces y que le sobreimprimimos al documental mientras lo vemos.
La locura de Salomón no se circunscribe al fútbol: el tipo sueña con incorporar a la televisión argentina un poco de textura documental que no sea estrictamente periodística. Algo al menos remotamente parecido a lo que consiguieron inmiscuirle a la BBC tipos como Ken Loach y Mike Leigh, algo parecido a lo que vienen haciendo tipos como Miguel Pereyra, Pablo Reyero, Tristán Bauer, Marcelo Céspedes: el famoso espejo en movimiento del que hablaba Stendhal, donde vemos reflejados ecos de nuestra identidad, no importa si la excusa es un cadáver embalsamado, un diario amarillista, un joven barbado que aspira a cambiar el mundo o un partido de fútbol de un equipo que pierde y del que ni siquiera somos hinchas.

Gracias por el juego, de Pablo Salomón, el martes 20 a las 19 en el Malba, Figueroa Alcorta 3415.

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