EL CATADOR CATADO
El Negro no puede
Tras unas largas vacaciones,
nuestro héroe decidió volver al ruedo, esta vez para catar la última
megaproducción del director que ya fue comparado con Spielberg, Hitchcock
y Orson Welles: M. Night Shyamalan. Durante las dos
horas de bodrio, El Catador tuvo tiempo de pergeñar una hipótesis
sobre Mr. Sexto Sentido que seguramente conmocionará a medio mundo. Incluido
usted.
Por Hernán Ferreirós
Muchas cosas se han escrito acerca del guionista y director M. Night Shyamalan. Se explicó que es un joven prodigio y se lo comparó con Orson Welles –escribió, produjo y dirigió su primera película, Wide Awake, a los 26 años–; también se informó que se trata del mejor discípulo de Alfred Hitchcock –tiene la indulgencia de mostrarse en todas sus películas–; y se comparó su facilidad para conectar con los miedos emanados del inconsciente colectivo con la de Stephen King. La afirmación más categórica vino de Newsweek hace unas semanas: “El nuevo Spielberg” dictaminó la tapa del semanario con total seguridad. Sin embargo, hasta ahora nadie se atrevió a expresar lo más obvio, lo evidente, un atributo que no comparte con ningún otro gran nombre de Hollywood pero que se desprende del simple acto de ver su obra: M. Night Shyamalan es argentino. No hay a la vista una explicación mejor para el hecho de que sus películas acumulen tal cantidad de rasgos nacionales: todas cumplen con la ley del menor esfuerzo, con el sagrado proceso de maximización de ideas mínimas, con el rito del reciclaje sin fin, con la santificada corriente albiceleste de sumarse a cuanta idea probada y exitosa circule hasta dar con el filón. Algunos ponen parripollos, otros ofrecen internet gratis, M. Night, el Negro Shyamalan, hace películas de miedo con final inesperado.
El principio constructivo de sus films es la chantada, concepto inabarcable e intraducible para un americano pero fácil de reconocer para un nacido en las orillas de Río de la Plata. Es sabido: hay que ser uno para reconocer a otro. El Negro Shyamalan logró la proeza típicamente argentina de convertirse en uno de los nombres más cotizados de Hollywood gracias a la reutilización permanente de dos o tres ideas pequeñísimas, gracias a la reventa permanente de lo mismo como si fuera nuevo. Pocos han logrado más con menos, tal vez el argentino secreto que inventó el minimalismo, o el otro que logró la proeza dialéctica de diferenciar entre “cita” y “robo”. El Negro Shyamalan se pliega a esta línea de acción y hace su aporte con una serie de películas cada vez más inflamadas, cada vez más grandilocuentes con menos para decir. ¿Desde cuándo crear suspenso con nada, siempre del mismo modo, es una virtud impagable? En la década del ‘60 los ignotos directores de la compañía Hammer lo hacían apenas con la amenaza de un vampiro y una cortina llevada por el viento –finalmente no pasaba nada, ya que Drácula no entraba por esa ventana– y hoy nadie los recuerda.
No le faltó al Negro la necesaria cuota de suerte que impulsa al argentino a avanzar –y otorga la perfecta excusa para abandonar cuando parece que se acaba–: Sexto Sentido es una de las 10 películas más exitosas de la historia del cine. ¿Cómo se logró esto? Con mucha suerte, algunos sustos y acatando la regla más vieja del policial clásico: la resolución del enigma es evidente desde el comienzo pero se soslaya dirigiendo la atención hacia otro lado. Nada demasiado elaborado, se ve, y encima, y esto ya es hora de decirlo, ¡la película no cierra, no funciona! ¡¿Cómo es posible que los muertos, que siguen viviendo e interactuando mucho tiempo con sus familias, no escuchen, por ejemplo, conversaciones sobre su muerte?! ¡¡¿Cómo se puede mantener la perfecta sincronicidad de la escena en que Bruce Willis cena con su mujer –y que le hace pensar que ella lo ignora, en lugar de no verlo– por todo el tiempo que se supone que lleva muerto?!! La película presupone que todo lo que el relato elude no debe ser repuesto, no existe, lo que constituye un problema técnico interesante, pero el Negro Shyamalan no muestra ningún interés por resolverlo, o siquiera la conciencia del problema.
Su tercera película, inexplicablemente llamada El Protegido –el título Irrompible, una traducción más fiel del original Unbreakable, ya había sido utilizado, en plural, por otro argentino en otra película trucha de superhéroes– toma una idea infantil, habitual en cualquier lector decomics, y la infla hasta convertirla en una película de Hollywood: los superhéroes caminan por el mundo, pero ocultos. Una vez más, Bruce Willis ignora su verdadera naturaleza por buena parte del relato. Una vez más, lo evidente se revela al final en una, en este caso pequeña, sorpresa. Al basar sus películas en ideas comunes, tan recurrentes como insignificantes, pareciera que el Negro Shyamalan está hablando de algo que subyace a nuestra cultura, que está exponiendo una mitología moderna, que tiene línea directa con lo universal. Y, a su modo, es cierto, sólo que más que descargar sus ideas del inconsciente colectivo, lo hace de esa especie de conciencia común llamada vulgaridad.
Señales es el grado sumo del reciclaje, el paroxismo. Es como si ya no le importara nada, estado habitual en el argentino cebado y envalentonado por el éxito. Hay que reconocerle al Negro que sus películas anteriores podían imponer cierta resistencia, no eran el habitual producto de Hollywood. A esta altura ya no queda claro si eso es una elección o lo que le sale. Esta película es todo lo mainstream que puede ser –Mel Gibson en el protagónico– y, al mismo tiempo, conserva la lentitud, una cierta distancia, el tono menor –que potencia la grandilocuencia de sus ideas: Shyamalan apenas tiene la intención de explicar el cosmos.
El título Señales es un doble sentido que se refiere por un lado a esas especies de señales viales interplanetarias que se ven en el afiche del film –círculos jeroglíficos en las cosechas de maíz–, y las “señales” de la intervención divina. Para explicar que Todo Sucede Por Una Razón, que “no hay coincidencias”, para explicar el Plan Maestro de Dios, el Negro logra no trabajar y pide prestadas, otra vez, un par de leyendas urbanas -los círculos en el maíz, el caso de la mujer partida en dos por un medio de transporte y mantenida unida y viva por los mismos fierros que la partieron–, y buena parte de las ideas de una media docena de películas, no siempre muy buenas: La guerra de los mundos, La noche de los muertos vivos, El campo de los sueños, Encuentros cercanos y Los pájaros son las referencias más evidentes. Todo espectador está invitado a encontrar otras “citas”. Shyamalan incluso retoma el eje de su primera película –la búsqueda de pruebas en la vida cotidiana de la existencia de Dios– y vuelve sobre ideas compartidas y vulgares –la mezcla bizarra pero común entre ovnis y religiosidad.
Aunque la frase “maestro del suspenso” le va mejor a Narciso Ibáñez Menta que al Negro, hay que reconocer que hay algunos buenos momentos de tensión en la película. Y que Shyamalan se las ingenia para contar una invasión extraterrestre desde el lado opuesto de blockbusters como Día de la Independencia: desde dentro de una casa con todas las ventanas tapiadas (cfr. La noche de los muertos vivos). Esto no quiere decir que la invasión esté bien representada, o siquiera de modo demasiado entretenido. Pero es una opción loable y le permite reiterar su truco más frecuente: sugerir todo sin mostrar nada. El problema es que cuando se decide a mostrar algo, eso ya fue visto antes –excepto los aliens: nunca se vieron peores disfraces–. Sus secuencias más inquietantes –el walkie talkie de juguete que capta transmisiones entre aliens, la carrera entre plantas de maíz– están tomadas directamente de Spielberg, es decir, del Spielberg previo al que se decidió a ocupar el espacio dejado por Kubrick.
Con Spielberg, Shyamalan también comparte su infantil empeño en mostrar el lado bueno de las cosas. Aquí se empeña en probar que la peor tragedia puede ser una señal de Dios y una vía para la iluminación personal. Tras el 11 de septiembre, ésta debe ser un idea cobijada por los norteamericanos. Ese fantasma recorre esta película. Explotarlo para hacer un éxito es algo en lo que sólo alguien tan cínico como un argentino pudo pensar.