NOTA DE TAPA
La semana pasada, el Nobel de Literatura fue otorgado a Orhan Pamuk, un escritor turco sorprendentemente joven para el premio (54 años) y más conocido por la ira que desató en su país al recordar la masacre armenia a comienzos del siglo XX que por sus libros. A continuación, él mismo explica la compleja relación con su país, con la literatura oriental y con la occidentalización. Y habla de la marca indeleble que le dejaron Faulkner y Borges, de cómo un golpe de Estado determinó la publicación de su obra, de por qué el canon oriental es invisible y de por qué en Turquía vive entre dos fuegos: el de los religiosos y el de los seculares.
› Por Rodrigo Fresán
Las novelas de Orhan Pamuk suelen comenzar o concluir con frases que no dejan lugar a duda sobre sus intenciones y creencias. Oraciones que suenan a plegarias y que rezan cosas como “Un día leí un libro y toda mi vida cambió” o “Después de todo, nada puede ser tan asombroso como la vida. Con la excepción de la escritura. Excepto la escritura. Sí, por supuesto, excepto la escritura, el único consuelo”.
Pamuk (Estambul, 1952, hijo de una acomodada familia de ingenieros, oveja negra que no demoró en convertirse en vellocino de oro) es uno de esos escritores cuyo verdadero Tema –más allá de las muy variadas historias que pueblan sus novelas– es el modo en que funcionan esas historias: el aliento que las mueve, los mecanismos que las impulsan, el modo en que sus siempre atribulados héroes son empujados por los pasillos y calles de tramas que siempre sorprenden y que, también, no demoran en arrastrar al lector. Ya sea la siempre tensa relación entre aprendiz y maestro (El castillo blanco, 1985), la persecución de una mujer desaparecida (El libro negro, 1990), el influjo de un libro mágico (La nueva vida, 1994), la construcción de una obra de arte como fuerza inspiradora para el crimen como bella arte (Mi nombre es Rojo, 1998) o la investigación de una epidemia de suicidios entre las mujeres de un pueblo en la frontera de Turquía (Nieve, 2002) son, en realidad, elaborados y elegantes y magistrales pretextos que apenas esconden el auténtico objetivo de Pamuk: escribir sobre la lectura para que nosotros leamos sobre la escritura.
Y otra constante: del mismo modo que Pamuk –quien había empezado como escritor realista y social, con su confesamente buddenbrookiana novela Cevdet y sus hijos, de 1982, y se sintió “liberado” al encontrar las obras de Jorge Luis Borges e Italo Calvino– se convirtió en un nuevo narrador sin límites ni ataduras tradicionales, los “héroes” de Pamuk también se la pasan mutando, asumiendo nuevas personalidades y robando nombres ajenos. De este modo –lo mismo sucede en las ficciones de Paul Auster y Julio Cortázar y Haruki Murakami, escritores con los que Pamuk comparte rasgos argumentales y trucos estructurales– hay también una cierta inquietud ante la figura y las estrategias de Pamuk. Están los que lo acusan –luego de haber ganado todos los premios más importantes– de haber planeado cuidadosamente su Nobel generando una polémica que lo colocara en el ojo del huracán de los medios y que –de esto se lamentaba Salman Rushdie durante su última visita a Barcelona en cuanto a los efectos residuales de su fatwa– seguramente lo convertirá, en la percepción de las masas, en un escritor mucho más serio (en el peor sentido de la palabra) y mucho menos divertido (en el mejor sentido de la palabra) de lo que en realidad es. Son célebres también sus desplantes frente a periodistas (una reciente entrevista de Rosa Montero en El País revela al detalle lo difícil que es interrogar al exasperante individuo en cuestión) y (doy fe, coincidí con él en una cena, el pasado abril en Nueva York, durante un congreso del PEN Club) pocas veces ha existido una persona que pase más rápido de la carcajada al gruñido. Pero todos éstos son detalles que pasarán o que se convertirán en apenas notas al pie de un autor que, por estos días de choques de culturas y todo eso, resulta fácil de citar y asimilar como hombre/bisagra entre Oriente y Occidente, como perfecto paladín intelectual del momento. Sería una pena que todo esto le ganara titulares y le quitara lectores. Lo que vale, lo que importa, no está en los diarios o en los noticieros sino en sus libros. El último de ellos –próximo a ser editado en la Argentina, de la que este suplemento reprodujo un anticipo la semana anterior al otorgamiento del Nobel– es una memoire metropolitana de infancia e iniciación y se titula Estambul: Ciudad y recuerdos y de la que Pamuk, perverso, recientemente ha dicho: “Todo lo que escribo en mis novelas es verdadero, cuanto he reunido en mis memorias, falso”. Lo que, por supuesto, no es cierto. Porque allí, en la última página, Pamuk escribió las siguientes palabras para que nosotros las leamos: “No quiero ser un artista, dije. Voy a ser un escritor”.
Y está claro que Pamuk cumplió sus palabras.
Tengo problemas con las entrevistas. A veces me pongo nervioso. Otras, doy respuestas estúpidas a ciertas preguntas sin sentido. Y otras, como hablo mal el inglés y también hablo mal el turco, balbuceo frases que después, leídas, son tontas. Eso ha hecho que en Turquía haya sido más atacado por las entrevistas que por mis libros. Se ve que allí los columnistas y polemistas políticos no leen novelas.
A los 7 años le dije a mi familia que quería ser pintor, y ellos lo aceptaron. Pero algo me hizo click en la cabeza, y a los 22 años dejé de pintar para escribir mi primera novela. Mi madre se puso mal. Mi padre fue un poco más comprensivo, porque en su juventud había querido ser poeta y había traducido a Valéry al turco, pero abandonó la literatura debido a las burlas de sus amigos de la clase alta a la que pertenecía. Pero, en general, no les gustaba que abandonara la pintura por la literatura: suponían que sería un pintor part-time. La tradición familiar es la ingeniería civil. Mi abuelo lo fue, e hizo una fortuna construyendo el sistema ferroviario. Mis tíos y mi padre también fueron ingenieros, aunque perdieron la fortuna. Se esperaba que yo también lo fuera. Pero una vez anotado en la Universidad Técnica de Estambul, como yo era el artista de la familia, aceptaron que hiciera Arquitectura. Parecía la mejor solución para todos. Pero en la mitad de la carrera abandoné todo y me puse a escribir.
La escribí cuando tenía 18 años y publiqué algunos poemas en Turquía, pero después abandoné. Me di cuenta de que un poeta es alguien a través de quien Dios habla. Hay que estar poseído por la poesía para escribirla, y Dios no estaba hablando a través de mí. Me lamenté y traté de imaginar: si Dios hablase a través de mí, ¿qué diría? Entonces comencé a escribir muy lenta y meticulosamente, tratando de averiguarlo. Eso es escribir en prosa, escribir ficción. Trabajé como un oficinista. Algunos escritores consideran esta expresión un insulto. Yo la acepto: realmente trabajo como un oficinista.
Siempre le leo lo que escribo a la persona con la que comparto mi vida. Y siempre estoy agradecido si esa persona me dice: Mostrame más, o Mostrame lo que hiciste hoy. No sólo me pone una presión necesaria sino que es como tener a un padre o una madre dándote una palmada en la espalda y diciéndote: Bien hecho, buen trabajo. Cada tanto, esa misma persona dirá: Perdón, pero esto no me gusta. Lo cual es bueno. Me gusta ese ritual. Siempre recuerdo a Thomas Mann: él solía reunir a su familia, a su mujer y a sus seis hijos, y les leía lo que estaba escribiendo. Me gusta esa imagen: papá contando una historia.
Después de abandonar la pintura, mis escritores favoritos ya no eran Tolstoi, Dostoievski, Stendhal y Thomas Mann. Mis héroes pasaron a ser Virginia Woolf y Faulkner, y hoy agregaría a Proust y a Nabokov. Pero de todos, El sonido y la furia fue crucial a mis 21 o 22 años. Compré una copia usada de la edición de Penguin. Me resultaba difícil de leer, sobre todo por mi inglés. Pero ya existía una traducción extraordinaria al turco, así que ponía una edición al lado de la otra sobre la mesa y leía un párrafo de una y volvía a la otra. Ese libro me dejó una marca. Su residuo fue la voz que desarrollé. Enseguida empecé a escribir en primera persona del singular. Me siento mejor interpretando a otro que escribiendo en tercera persona.
Una noche de 1980 hubo un golpe de Estado en Turquía. Al día siguiente, el que iba a ser editor de mi primera novela me avisó que, a pesar del contrato, no la publicaría. Me di cuenta entonces de que aunque terminara mi segundo libro, que ya estaba escribiendo, no iba a poder publicarlo por los siguientes cinco o seis años. Así que pensé: “A los 22 años me dije que iba a ser novelista, y escribí durante 7 con la esperanza de publicar en Turquía... Ahora tengo casi 30 años, una novela terminada (Cevdet y sus hijos), 250 páginas de la siguiente, que además es una novela política y no tengo la menor posibilidad de publicar”. Entonces, para no deprimirme, empecé mi tercer libro. Cevdet fue publicado en 1982. Después se publicó el tercero. Y el segundo —mi novela política— quedó sin terminar: uno cambia a medida que escribe libros; no se puede ser el que se fue. Cada libro representa un período en la vida del escritor, un mojón en el desarrollo del espíritu de su autor. Por eso, una vez que la elasticidad de la ficción ha muerto, no se la puede mover de nuevo.
Es algo que nunca se volvió fácil. A veces un personaje debe entrar en una habitación y yo todavía no sé cómo hacerlo entrar. Puede que a esta altura tenga más confianza en mí, cosa que a veces puede ser nociva porque uno deja de experimentar y escribe lo primero que le sale por la punta de la pluma. Escribo ficción desde hace treinta años, por lo que debería suponer que mejoré un poco. Y sin embargo, a veces me encuentro en un callejón sin salida donde ni siquiera creí que pudiera haber uno. ¡El personaje no puede entrar a la habitación! ¡Todavía! ¡Después de treinta años!
Cuando la vida se acorta, uno se hace cada vez más la pregunta: “¿Para quién escribo?”. Me encantaría escribir otras siete novelas antes de morir. Pero, al mismo tiempo, la vida es corta. ¿Por qué no disfrutarla más? A veces tengo que forzarme. ¿Por qué lo estoy haciendo? ¿Qué significa todo esto? Primero, responde a un instinto de estar solo en una habitación. Segundo, tengo un lado competitivo juvenil que quiere escribir otro buen libro. Cada vez creo menos en la eternidad para los autores. Estamos leyendo pocos de los libros que se escribieron hace doscientos años. Las cosas cambian tan rápido que probablemente los libros de hoy serán olvidados en cien años. Muy pocos serán leídos. En doscientos años, quizás apenas cinco libros escritos hoy sobrevivan. ¿Estoy seguro de estar escribiendo uno de esos cinco? Pero, ¿es ése el significado de la escritura? ¿Por qué debería preocuparme por ser leído doscientos años más tarde? ¿No debería estar preocupado por vivir más? ¿Necesito el consuelo de saber que seré leído en el futuro? Pienso todas estas cosas y sigo escribiendo. No sé por qué. Pero nunca abandono. La creencia en que tus libros van a tener algún tipo de efecto en el futuro es el único consuelo que hay para obtener placer en esta vida.
Me gusta la idea de Said de orientalismo pero, dado que Turquía jamás fue una colonia, la romantización del país nunca fue un problema para los turcos. Los occidentales no humillaron a los turcos del modo en que lo hicieron con los indios o con los árabes. Estambul fue invadida sólo durante 200 años; los barcos enemigos zarparon enseguida, y lo hicieron sin dejar una cicatriz profunda en el espíritu nacional. Así que no tengo la sensación de que los occidentales me miren con condescendencia. La herida profunda es la pérdida del Imperio Otomano. Y por eso la herida turca es autoinfligida: suprimimos nuestra propia historia porque nos convenía, y eso demuestra fragilidad. Además, la occidentalización autoimpuesta produjo un fuerte aislamiento de ese mismo mundo occidental que emulaba. En los años ’50 y ’60, la estadía de un extranjero en el Hilton Estambul aparecía en los diarios. ¡Y era un Hilton!
Soy un optimista. No sigo lamentándome por el Imperio Otomano. Estoy occidentalizado. Y estoy satisfecho de que esa occidentalización haya tenido lugar. Pero soy crítico del modo en que la elite gobernante la ha concebido. Carecen de la confianza necesaria para crear una cultura nacional rica en sus propios símbolos y rituales. No trabajaron para crear una cultura que combine orgánicamente el Este y el Oeste sino que se limitaron a juntarlos. Pero Turquía no debería preocuparse por tener dos espíritus, dos almas, por pertenecer a dos culturas. No debe tratar de ser del Este, del Oeste, o nacionalista; y cuanto más democrática y liberal sea, mejor se aceptará esta idea. Sólo así podrá unirse a la Unión Europea y derrotar a la retórica del Nosotros contra Ellos.
Hay otro canon, y debería ser explorado, desarrollado, compartido, criticado y después aceptado. Pero en este momento, el llamado canon oriental está en ruinas. Desde los clásicos persas, pasando por los textos indios, chinos y japoneses, todos esos textos gloriosos que lo conforman, están por todas partes, pero no hay voluntad de reunirlos.
La novela moderna, disociada de la forma épica, es esencialmente algo no oriental. Porque el novelista es una persona que no pertenece a una comunidad, que no comparte los instintos básicos de comunidad, y que piensa y juzga con una cultura diferente de la que está experimentando. Una vez que su conciencia es diferente de la de la comunidad a la que pertenece, es un marginal, un solitario. Y la riqueza de su obra proviene de esa visión marginal y voyeurista.
En Turquía, tanto los conservadores –o islamitas políticos– como los seculares se molestaron por Mi nombre es Rojo (1998). Los seculares, porque escribí que el costo de ser un secular radical en Turquía es olvidar que también se debe ser un demócrata. El poder de los seculares en Turquía viene del ejército. Esto destruye la democracia turca y su cultura de la tolerancia. Una vez que hay tanta presencia militar en la cultura política, la gente pierde la confianza en sí misma, y se apoya en el ejército para que le resuelva sus problemas. La gente suele decir: El país y la economía son un desastre, llamemos al ejército para que limpien todo. Pero así como limpiaron, destrozaron la cultura de la tolerancia. Muchos sospechosos fueron torturados; cien mil personas fueron encarceladas. Esto abre el camino para nuevos golpes miltares. Había uno nuevo cada diez años. Por esto yo criticaba a los seculares. Tampoco les gustó que retratara a los islamitas como seres humanos.
Los islamitas políticos, por su parte, se molestaron porque escribí sobre un islamita que disfrutaba del sexo premarital. Pero los islamitas siempre sospechan de mí porque no vengo de su cultura, y porque tengo el lenguaje, la actitud y hasta los gestos de una persona occidentalizada y privilegiada. Tienen sus propios problemas de representación y preguntan: “¿Cómo puede escribir sobre nosotros? No nos entiende”. Esto también lo incluí en partes de la novela.
Pero no quiero exagerar: se molestaron y escribieron acerca de su molestia en los diarios nacionales. Sobreviví. Leyeron el libro. Pueden haberse enojado, pero es un signo de liberalismo creciente que lo hayan aceptado.
Tengo un lado destructivo y, en momentos de furia o enojo, hago cosas que me separan de la placentera compañía de la comunidad. Muy temprano en la vida me di cuenta de que la comunidad mata mi imaginación. Necesito el dolor de la soledad para que mi imaginación funcione. Y después estoy contento. Pero siempre vuelvo a necesitar la consoladora ternura de la comunidad, que pude haber destruido. Mi relación con el público turco es difícil debido a mis comentarios recientes (referidos a la masacre de armenios a comienzos de siglo XX). Estambul destruyó mi relación con mi madre; ya no la veo, no tengo contacto con ella. Y apenas veo a mi hermano.
Nací turco y estoy contento con eso. Internacionalmente, se me percibe más turco de lo que me siento. Soy conocido como un autor turco. Cuando Proust habla de amor, es visto como alguien que habla sobre el amor universal. Especialmente al principio, cuando yo escribía sobre amor, la gente decía que estaba escribiendo sobre amor turco. Cuando mi trabajo se empezó a traducir, los turcos estaban orgullosos. Me reclamaban como propio. Para ellos era más turco que antes. Una vez que se consigue el reconocimiento internacional, tu sentido de la identidad nacional se vuelve algo que los demás manipulan. Ahora están más preocupados por la representación internacional de Turquía que por mi trabajo. Esto me causa aún más problemas en mi país. A través de lo que leen en la prensa popular, muchos que no conocen mis libros están preocupados por lo que digo en el mundo acerca de Turquía. La literatura está hecha de bien y mal, de demonios y ángeles, pero se preocupan cada vez más por mis demonios.
Viajé con mi mujer a Estados Unidos en 1985, y ahí descubrí la prominencia e inmensa riqueza de la cultura norteamericana. Siendo un turco de Medio Oriente, tratando de establecerme como autor, me sentí intimidado. Así que regresé a mis raíces. Me di cuenta de que mi generación debía inventar una literatura nacional moderna.
Borges y Calvino me liberaron. Las connotaciones de una literatura tradicional islámica eran tan reaccionarias, tan políticas, y tan utilizadas por los conservadores de un modo tan antiguo y tonto, que no creía poder utilizar ese material. Pero en Estados Unidos descubrí que podía volver a ese material con una mentalidad borgeana o calvinesca. Empecé distinguiendo entre las connotaciones religiosas y las literarias de la literatura islámica, y así pude apropiarme de sus juegos, sus trucos y sus parábolas. Turquía había tenido una tradición literaria sofisticada, y ornamentada con un refinamiento asombroso. Pero los escritores comprometidos la habían vaciado de su contenido innovador.
Hay montones de alegorías que se repiten en las diversas tradiciones de narración oral (de China, Persia e India). Decidí utilizarlas y ambientarlas en la Estambul contemporánea. Las reescribí, les sumé una trama detectivesca y salió El libro negro. Pero en la raíz de ese libro se encuentran la fuerza de la cultura norteamericana y mis deseos de ser un escritor experimental. No podía escribir un comentario social de los problemas turcos; me intimidaban demasiado, así que probé algo nuevo.
Las declaraciones de Pamuk están tomadas de la extensa y excelente entrevista que le hizo The Paris Review en su número 175 de fines del año pasado. Fue realizada por Angel Gurría y registrada en dos sesiones (mayo del 2004 y abril del 2005) en Londres.
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