ARTE > RENATA SCHUSSHEIM EN EL BELLAS ARTES
Charly García, Julio Bocca, Romeo y Julieta, La tempestad, Rostropovich, García Lorca, Enrique Pinti, el Colón, el Luna Park, Manuel Puig, rock, ópera, cine, comedias musicales, escenografías, vestuarios, direcciones artísticas: Renata Schussheim es una de las artistas visuales más eclécticas de la Argentina. Y ahora, su muestra Epifanía en el Bellas Artes permite recorrer una obra dúctil, que ha sabido valerse de los artistas al servicio de quienes trabaja para desalambrar los géneros, los espacios y las jerarquías del arte.
› Por María Moreno
En 1918, en un jardín de Yorkshire, más precisamente en un pueblo llamado Cottingley, la niña Elsie Wright tomó fotografías de su prima Frances Griffith. Luego Frances Griffith fotografió a Elsie Wright: la cámara era de su padre, un fotógrafo profesional que esa noche misma decidió ayudar en el trabajo de laboratorio. En las primeras placas se veían unas manchas blancas que no parecían fruto de un error, como por ejemplo, la entrada de luz en la cámara, sino algo que debía estar allí, en el jardín, un espacio exuberante y sombrío en las zonas donde los arbustos y las enredaderas interrumpían el césped peinado. Un trabajo más fino reveló —en el doble sentido del término— la presencia de unas cositas espigadas con largos cabellos y alas transparentes como de hada. Cottingley perdió inmediatamente su condición de pueblo anodino, dando lugar a insistentes investigaciones periodísticas y a largas y argumentadas tomas de partido por parte de teósofos y espiritistas que creían haber encontrado la prueba irrefutable de sus creencias. En las fotos, cada niña es hermosa, de ojos claros que se posan tiernamente en los ojos de las hadas. Sir Arthur Conan Doyle puso la lógica de Sherlock Holmes al servicio, por una vez, de no sospechar nada. Argumentó sobre la prueba de la transparencia de las alas que dejaban ver la maleza de su fondo, sobre el candor de las niñas a las que interrogó paciente pero exhaustivamente, dio los antecedentes internacionales de casos en los que hadas y elfos se habían hecho presentes, si no ante ojos de adultos, en las placas sensibles de las cámaras fotográficas. Años después se supo que las hadas eran recortes del Libro de regalo de la princesa María, cuidadosamente colocados mediante hilos entre los árboles del jardín. Elsie Wright y Frances Griffith eran precursoras del arte moderno.
En la película Freaks de Tod Browning, las gemelas Pip y Zip y su amigo Schlitzie —un varón al que se obliga a usar vestidos aduciendo razones prácticas—, ataviados con vaporosos soleros, juegan a la ronda catonga en medio de un parque. La ciencia denomina sus casos como de microcefalia, la imaginación popular los llama “pin heads”. Bajo una luz natural de mediodía sus calvas relucientes y sus risas locas convierten el parque en un edén inquietante.
Estas dos imágenes podrían ser las estampitas laicas para una comunión con las recurrencias estéticas de Renata Schussheim. No las únicas pero quizá las más iconográficas.
Ser capaz de hacer, como Renata, el vestuario de Romeo y Julieta para Oscar Araiz y el Grand Theatre de Gèneve, al mismo tiempo que se decora un hotel alojamiento —por ejemplo el Voitú de Beccar, donde diseñó una suite toda en tonos de azul con figuras del arte de amar en las paredes y luz negra que rebotaba sobre ellas provocando un efecto de suspensión en el espacio— y se exhiben autorretratos en una megaexposición que incluye tanto maniquíes con cara de perro como producciones fotográficas con estrellas del rock, es visto como una especie de diletantismo, un traspié del arte “serio” en las tentaciones del éxito a través de las fórmulas del sistema de estrellas. Pero la actualidad de Renata radica en haberse autorizado, antes de los permisos de los estudios culturales, a desalambrar los géneros, los espacios y las jerarquías entre la cultura “alta” y la de masas, entre los iconos de la farándula y los del Parnaso ilustrado, entre el Teatro Colón y el Luna Park. Como ha alternado el virtuosismo del plumín y la tinta china en un living lleno de perritos con instalar una poética en un estadio con fondo de foto de Gatica y carteles de Coca-Cola.
Muchas mujeres célebres han dado testimonio en sus autobiografías de haber insuflado prestigio a su yo por contigüidad con personalidades de gran formato. Pero si Renata suele prosternarse ante diversos talentos con reverencia de discípula —Manuel Puig, Julio Bocca, Charly García—, esa veneración es más apropiadora que obediente, ya que ella les suele hacer una suerte de editing del yo ideal para mimetizarlos en su propio paisaje imaginario.
Deliberadamente Renata Schussheim eliminó para esta muestra el uso de la palabra “retrospectiva”, que asocia a la impostura cronológica y a una verdad meramente periodística. Ella sabe muy bien que el montaje, el corte y el desplazamiento de objetos, dados por completos de acuerdo con determinada situación y pertenecientes a la obra ya realizada, construyen algo nuevo, sin ninguna referencia a lo anterior. Podemos hablar, en cambio, de Archivos Schussheim en la medida que el archivo —ver sus usos políticos— a través de la selección, la interpretación y la nueva lectura de lo que guarda, no es el lugar donde se clausura el pasado, sino aquello cuya apertura da un vuelco al presente.
“Un rostro sin el pelo como marco no simula nada, está desnudo: es decir que tiene que confiar en sus rasgos, siempre sugiere una experiencia pura. Los que entran en una secta se rapan, los sabios están a veces rapados como los prisioneros”, ha explicado alguna vez Renata. Ahora, a pesar de que no está rapada como muchos de sus personajes, sueña con un ademán ascético. En una quinta que alquiló con Oscar Araiz durante un verano reciente, vio un paisaje que vuelve muy a menudo en sus sueños: una pequeña fronda, de entrada muy oscura, casi sin cielo. Le ha tomado una fotografía y lo ha pintado unas treinta veces con ligeras variaciones de ángulo. A él le encomienda el futuro: “¿qué hay en el fondo del paisaje que está tan oscuro? No sé si alguna vez, si sigo pintando, voy a saberlo. Qué importa. El lenguaje separa. La imagen está en el centro del universo”.
Epifanía
Museo Nacional de Bellas Artes
(Av. Libertador y Pueyrredón)
Sala Pabellón
Hasta el 12 de noviembre.
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