Dom 05.11.2006
radar

NOTA DE TAPA

El factor humano

Ya a comienzos de los ’90, George Bush padre lo llamaba con sorna El Hombre Ozono. Pero ahora aquel chiste parece haberse vuelto en contra: mientras es su hijo el despreciado y caricaturizado como el principal villano del desastre ecológico que acecha al planeta, Al Gore se convirtió en el líder de una coalición internacional de estadistas, ONG y hasta empresas que intenta alertar y prevenir las consecuencias que podrían cambiar el mundo en los próximos diez años. Antes del estreno de La verdad incómoda, el exitoso documental que es su caballo de batalla, Radar entrevistó a científicos y diplomáticos involucrados en el Protocolo de Kioto y las negociaciones internacionales para entender la compleja maquinaria política y económica detrás del tema. Y el resultado fue aún más intrigante: las amenazas reales, los esfuerzos por convertir lo verde en un buen negocio, un mercado internacional de bonos de carbono y hasta un lobby de países en peligro de extinción.

› Por NATALI SCHEJTMAN

Hace pocos días, una nueva investigación volvió a poner en duda la teoría más famosa sobre la extinción de los dinosaurios. En lugar de la hipótesis de que un meteorito gigante cayó en la bahía de Yucatán, provocando tsunamis que diseminaron un polvo de iridio en la atmósfera, y que ese manto oscureció la faz de la Tierra, matando a los dinosaurios de frío, los paleontólogos suizos, estadounidenses y alemanes propusieron que hubo muchos meteoritos y no uno solo, y que el fin del período Cretáceo también se debió a la actividad volcánica masiva y a un calentamiento global de la atmósfera.

Pero esta contribución no tuvo mucha resonancia. Tal vez porque, a pesar de hincarle a uno de los misterios más legendarios y populares de la ciencia, los nuevos datos se perdieron en un mar de números rojos que en los últimos meses, semanas y días arremete con el estado actual del planeta. Pateando a un quinto plano los cambios climáticos que pudieron haber destronado a los reyes del planeta durante 150 millones de años, los datos dejan todo el protagonismo a una frase, de aparente autoría de Al Gore, pero ya multiplicada en las bocas de líderes políticos en ascenso, activistas de la ecología y actores de Hollywood comprometidos: “Tenemos sólo diez años para revertir una catástrofe que puede destruir a la humanidad”.

UNA DE LAS ESCENAS DEL DOCUMENTAL: UN AL GORE IMPLACABLE Y DIDACTICO EN UNA DE LAS INNUMERABLES CHARLAS QUE DA POR ESTADOS UNIDOS Y EUROPA SOBRE EL TEMA.

Las razones para semejante ruego aumentan con cada informe: según un estudio de la Universidad de Cambridge, el Artico podría quedarse sin nieve en verano para el año 2050. El Banco Mundial y la Universidad de Columbia advierten que cerca de la mitad de la población mundial está expuesta a, por lo menos, un desastre natural. Las proyecciones del Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC) indican que hacia el año 2100 la temperatura podría subir entre 1 y 3,5 grados centígrados, y ya se está hablando de 5. El mar, debido a los hielos que se derriten y a la expansión del agua producto del aumento del calor, subiría un metro, si es que no hay un desprendimiento kilométrico de la Antártida que acelere los tiempos. Ya hoy pueden observarse imágenes inquietantes de Groenlandia, con los postes de luz caídos debido al derretimiento del permafrost, su suelo helado. Las nieves del Kilimanjaro se derritieron en un 80 por ciento desde 1912. Los hielos perennes del Artico se redujeron en un 14 por ciento entre 2004 y 2005, según indicó un equipo de la NASA. El “Informe Stern”, encargado por Tony Blair al economista Nicholas Stern, fue publicado la semana pasada en Gran Bretaña y reveló que el costo del desastre climático, de no actuar ya mismo, sería por año de entre el 5 y el 20 por ciento del PBI anual mundial. Las inundaciones, además, podrían desplazar a 200 millones de personas, el derretimiento de los glaciares podría causar escasez de agua para la sexta parte de la población mundial y se extinguiría el 40 por ciento de las especies.

CINE GORE EN VIVO Y EN DIRECTO

El trailer de La verdad incómoda (en inglés: The Inconvenient Truth) promete: “El film más aterrador que verá jamás”. Más, todavía, aunque no lo dice, que El día después de mañana, que no tenía pretensión documental, pero mostraba esa inquietante imagen de Nueva York congelada. La película consiste en una de las conferencias que Al Gore dio más de mil veces, con montaje de catástrofes climáticas como las imágenes de sequías y refugiados, las comparaciones entre glaciales a comienzos del siglo XX y el presente, gráficos de aumento de la temperatura en correlato con la emisión de dióxido de carbono y consecuencias posibles de esta crisis (entre las más escalofriantes: la simulación de cómo quedarán bañadas en agua Calcuta, Shanghai, Manhattan o Florida si se derrite el hielo de la Antártida y Groenlandia y el nivel del mar sube 6 metros).

Detrás de todo este desastre, Gore culpa a la actividad humana, que con sus emisiones descontroladas de Gases de Efecto Invernadero (GEI) que se acumulan en la atmósfera provoca un calentamiento global. El consenso científico ha aprobado la hipótesis del aumento de la temperatura y de la influencia humana, pero de vez en cuando se escuchan voces que atacan esta teoría. Tal vez de los más famosos opositores, Richard Lindzen, profesor de Meteorología del MIT, se siente en los últimos años absolutamente contracultural y ninguneado: “No entendemos la variabilidad natural del cambio climático” y “El Artico estaba tanto o más caliente en 1940”, son algunos de sus cuestionamientos a las voces oficiales. Lo mismo ocurrió con el astrofísico William Soon, que a través del análisis de fósiles biológicos y tasas de acumulación de hielo, entre otros indicadores, propone que los gritos de alarma global están fundados en datos errados y habla de la existencia pasada de un Período Medieval Templado, con una temperatura mayor que la del siglo XX, y sin industrias a la vista. Ambos científicos apuntan a que las conclusiones de IPCC sobreestiman el protagonismo del hombre. Y menosprecian los cambios que se dan en la naturaleza.

Sucede que ésta no es una discusión más en la que una crítica así puede tomarse hasta en términos filosóficos. Son muchos los que ven en la ecología una de las pocas pancartas capaces de frenar el avance de las grandes potencias. Acá, entonces, hay equipos rivales y ninguna hipótesis se toma como ingenua, hasta que se demuestre lo contrario.

El argentino Vicente Barros es doctor en Ciencias Meteorológicas, autor del libro El cambio climático global y uno de los participantes de la elaboración de un capítulo del tercer informe del IPCC en el 2001 y de las Comunicaciones Nacionales sobre el estado actual. Primero empieza concediendo que hay factores “no antrópicos” (no humanos) en el calentamiento: la mayor energía que está emitiendo el sol, la poca actividad volcánica del siglo XX con relación al siglo XIX (cuando hay grandes erupciones, la temperatura del planeta baja). Incluso le concede a Lindzen que los modelos climáticos diseñados por los máximos especialistas del mundo para trabajar sobre el cambio climático no reproducen bien la dinámica de las nubes, pero insiste en que esa falta de certeza no alcanza para invalidarlo: “En general son cosas que se dicen para llamar la atención, pero ya están calculadas y son muy menores con respecto a cómo influyó la mano del hombre y sus emisiones. Nosotros estamos interviniendo en el cambio climático, y muy rápido. Lo que normalmente ocurría en miles de años está ocurriendo en 100 o 200 años, y ésa es la diferencia”.

La película de Gore, dirigida por Davis Guggenheim, fue destacada por la prestigiosa revista Nature por su rigurosidad científica, excepto por algunos detalles y por la vinculación casi directa que establece entre el huracán Katrina y el calentamiento global, algo con lo que muchos científicos prefieren tener cautela, si bien el aumento de la temperatura del mar aumentaría la intensidad y frecuencia de los huracanes, que se forman cuando el mar alcanza los 26 o 27 grados, tal como indica el Dr. Mario Núñez, director del Centro de Investigaciones del Mar y la Atmósfera.

La preocupación de Barros contagia la alarma de las noticias de último momento. Más calor implica más evaporación de la humedad, y entre los problemas urgentes que eso acarrea está la pérdida de las selvas tropicales, que con menos humedad se convertirían en sabanas, mucho más pobres en biodiversidad: “Vamos a provocar una extinción masiva de especies que no pueden adaptarse a los 3 o 4 grados más. Estimativamente, no importa lo que hagamos, ya está jugado”, dice con contundencia.

EL UNICO REPROCHE QUE SE LES HIZO A LOS ARGUMENTOS QUE AL GORE PRESENTA EN LA VERDAD INCOMODA: LA RELACION QUE ESTABLECE ENTRE EL CALENTAMIENTO GLOBAL Y LA CATASTROFE DEJADA A SU PASO POR EL HURACAN KATRINA.

Las sequías –producto de una mayor evaporación del agua del suelo y de los ríos– provocarán migraciones –como ya ocurrió en varios países de Africa– y, con estos movimientos masivos, pujas territoriales, “guerras, enfermedades, hambrunas”. Además, Barros proyecta otra cantidad de malas noticias. Como el volumen de los océanos va a crecer, se pronostican tormentas e inundaciones mucho más severas (una tormenta que arrastra el agua de un mar que ha crecido medio metro tiene mucho más volumen, y por lo tanto impacto). Y por otro lado, la evaporación y el calor afectarán (y ya afectan) varias fuentes de agua dulce, el más preocupante de los recursos agotables, como los caudales de los ríos y los glaciares. Eso está pasando en varios lugares del mundo, como en Perú con el glaciar de Quelcaya, el gran proveedor de agua de la región.

LOS LOBBIES ESTAN SUELTOS

Con semejante panorama, se podría pensar que la urgencia irrumpe hasta en las conciencias menos interiorizadas. Esto sumado a un creciente estado de alarma, que lleva a pensar en el apocalipsis cada vez que un día sorprende con una temperatura inesperada para la época. Digamos que así como el aumento de data científica sofisticó las charlas de taxis y ascensores, el calentamiento global muchas veces es el gran tacho de basura con el que las doñas rosas televisivas explican cualquier nubarrón. Las investigaciones, en definitiva, justifican la preocupación con cifras, tiempos y plazos. Pero la celeridad con que se trabaja en los ámbitos de la legislación nunca es tan directa como la relación entre concentración de CO2 y aumento de la temperatura.

Así hay que entender la dificultad en conseguir la versión final del Protocolo de Kioto, que tampoco fue ratificado por el mayor emisor del mundo, Estados Unidos. Sucede que éste es el terreno de lo más mundano, en donde las catástrofes anunciadas no terminan de escandalizar, y se batalla con lupas y por las letras chicas. Es el reino de la ley y la negociación, donde las miradas naïves sobre la vida salvaje, la defensa de la naturaleza y el papel reciclado tienen el acceso denegado, en donde las románticas lanchas contra los gigantes petroleros son casi risibles y donde las discusiones más enardecidas se dan en los pasillos, a contrarreloj, y pueden durar hasta 20 horas. Es el mundo en donde los países agroganaderos –igual de preocupados por el fin de la humanidad– pueden poner el grito en el cielo por ese tip que da Al Gore, en apariencia tan inofensivo, en el que llama con inocencia a que la gente “coma menos carne”, ya que el vacuno es un sabido emisor de metano. Y en donde los países industrializados o con intenciones de serlo se quejan por lo arduo que puede resultar el freno a las emisiones de dióxido de carbono para su economía en desarrollo, como es el caso de China, que quiere aprovechar su condición de mercado más grande del mundo para las industrias propias.

El escenario de la diplomacia climática es también el territorio de sorprendentes protagonistas. Eso pasa cuando los llamados Pequeños Estados Insulares –países del Caribe, Pacífico e Indico, a veces imperceptibles a escala mapa– se ponen en acción. Ellos lo tienen clarísimo: si las proyecciones se cumplen y a fin de siglo los océanos crecen un metro o más, algunas islas correrán riesgos de desaparecer: Seychelles en el Indico (ni aparece como tierra firme en el Google Earth) o Tuvalu en el Pacífico tienen como altura máxima nada menos que 5 metros sobre el nivel del mar. Ni hablar de la obvia reducción del territorio y los constantes azotes de tormentas e inundaciones para estas regiones que en muchos casos viven en condiciones paupérrimas. Por eso se entrenan duro para demostrar que el tamaño no importa a la hora de poner en jaque a los Goliat de la geopolítica. En las reuniones internacionales son reconocidos por su ferviente militancia y la sabia y pragmática decisión de delegar su defensa a lobos del Derecho de las grandes firmas internacionales.

Raúl Estrada Oyuela, el embajador argentino en Asuntos Ambientales, señala que uno de los abogados actuales de una de las islas es bastante bueno, pero se enoja demasiado: “En esto hay que enojarse y volverse a reír todo el tiempo”. Su recomendación no es poca cosa: este abogado presidió el Comité de Elaboración del Protocolo de Kioto en el ’97 y fue elegido por la revista Rolling Stone norteamericana como una de las 25 personalidades más influyentes en Cambio Climático. El orden de la legislación supranacional fue el siguiente: primero se adoptó la Convención Marco de las Naciones Unidas en el Cambio Climático en 1992. En el ’95 se decidió que eso no era suficiente y que había que dar un paso más, el Protocolo de Kioto, firmado en el ’97 y vigente desde el año pasado. Una de sus características es haber establecido topes de emisión de los seis gases de efecto invernadero para conseguir que en el 2012 se reduzcan un 5,2 por ciento con respecto a las emisiones de 1990. Cuáles iban a ser esos topes, cómo se iban a medir, qué plazos se tenía, cuántos gases iban a entrar en el escrutinio, qué modalidades de freno se iba a validar, todo fue terreno de una negociación frenética. Estrada Oyuela almacena un anecdotario de pujas, enojos y excentricidades, como la vez que pidió a la policía que cerrara las puertas para que nadie pudiera salir hasta no cerrar el Protocolo.

Queda claro que estas reuniones supranacionales están muy lejos de ser el terreno del idealismo que suele asociarse a las causas verdes, aunque Estrada Oyuela parece íntimamente comprometido con el asunto.

Mañana comenzará la Conferencia de las Partes (COP) número 12 en Kenia. Se trata del encuentro anual previsto por la Convención. El biólogo argentino Lucas Di Pietro Paolo viajará al país africano y también formó parte de la delegación Argentina en la última COP de Montreal, abocado a las negociaciones de “Adaptación”. De ese encuentro menciona una clara diferencia de posiciones entre los países industrializados y países en desarrollo, a pesar de que la Convención tiene entre sus tres principios el de “responsabilidades comunes pero diferenciadas”: “En general, existe un contraste entre las necesidades de los países en desarrollo y la voluntad de asistencia de parte de los principales responsables del calentamiento global. A estos países, ya desarrollados y responsables de que la situación haya llegado hasta acá, se les pide asistencia en la transferencia de tecnologías, en el know how de los análisis de impactos y vulnerabilidad, como también en el desarrollo e implementación de los planes de adaptación. En el fondo, es un problema de responsabilidad. Hay países con altas emisiones históricas y otros que se encuentran en un período de crecimiento con su correspondiente aumento de emisiones y no desean ver su crecimiento limitado por compromisos de reducción de emisiones de GEI”.

GRAN PROVEEDOR DE AGUA PARA LA REGION, EL GLACIAR DE QUELCAYA, EN PERU, EN 1980 Y –NOTABLEMENTE DISMINUIDO– EN EL 2002.

LA CASA BLANCA VS. LA CASA VERDE

En la última COP se apareció el ex presidente Bill Clinton por sorpresa y atacó a la administración Bush, más preocupada en gastar recursos en una guerra de prevención contra el terrorismo que en políticas proactivas frente al cambio climático. En un clima tan lleno de “factores humanos”, cambia de sentido un documental firmado por el que solía ser “el siguiente presidente de los Estados Unidos”, como se presenta Gore, que encima adereza su ponencia con interpelaciones tentadoras al pueblo norteamericano para que deje de ser el villano que ensucia el planeta y sea el héroe que lo salva, como cuando derribó al comunismo o alunizó. Sobre todo porque La verdad incómoda, aunque postula el asunto como una cuestión moral y no sólo política, y aunque enaltece a la naturaleza y achaca a la humanidad su pequeñez relativa, aprovecha también para establecer una pelea de bandos bien terrenales. El tiene todas las de ganar: tiene de su lado el consenso científico que proyecta un escenario de cine catástrofe, evidencias numéricas y visualmente impactantes y a los organismos internacionales. Para mejor, en su contra se ubican el enemigo público George W. Bush y su padre, que ya en 1992 se había burlado de Gore llamándolo con desprecio El Hombre Ozono. Pero ahora el chiste le jugó en contra: mientras Gore se perfila como el nuevo superhéroe, su hijo es un reconocido opositor al Protocolo de Kioto. Es el villano del clima. Incluso se ganó por eso la estigmatización generalizada de nuevas sátiras en los medios masivos, como un clip hilarante en el que Will Ferrell lo imita, con preocupación impostada, mientras va mostrando la hilacha cuando habla del derretimiento del hielo y se pregunta a quién le importa tener un lugar para que los pingüinos hagan una orgía, o cuando explica que el mundo, cuando fue creado, también era caliente: “¿Por qué creen que Adán y Eva estaban desnudos?”.

En tanto, la causa verde se convierte en una defensa atractiva para otros políticos. Esta semana, en el marco de la presentación del “Informe Stern” en Gran Bretaña, Gore fue mencionado como futuro asesor para cuestiones ambientales de Gordon Brown, el hombre anunciado como sucesor de Blair. Para llegar a ocupar el cargo de primer ministro, Brown seguramente tendrá que vérselas con el nuevo líder del Partido Conservador, David Cameron, un tory que, en una especie de carrera por ver quién es más amigote de la naturaleza, pidió autorización al Ayuntamiento para poner un molino de viento en su jardín y que va al Senado todos los días en bicicleta. En el estado de California, por su parte, Arnold Schwarzenegger sentó su distancia con la política nacional estableciendo un Plan de Acción Medioambiental, que intenta reducir para el 2050 las emisiones de gas invernadero de California un 80 por ciento por debajo de las niveles de 1990. Actualmente cuenta con 16 estaciones de servicio de hidrógeno y está construyendo otras 12. En total, hay aproximadamente 230 ciudades de Estados Unidos que ratificaron el Protocolo de Kioto por su cuenta.

En definitiva, apostar a la supervivencia de la humanidad no deja de ser algo indiscutidamente positivo. Plantear el asunto con esa simplicidad muestra a los políticos –en tiempos de irrefrenable caída de la popularidad dirigencial– preocupados por cosas “verdaderamente relevantes”. Eso es algo que ha explotado Gore, que evita confirmar si va a presentarse en el 2008 y, en entrevistas, contesta picardías como ésta: “Ya estoy envuelto en una campaña, pero no es una campaña por una candidatura sino una campaña por una causa. Y esa causa es cambiar las mentes de las personas en todo el mundo, especialmente en Estados Unidos, sobre por qué tenemos que solucionar la crisis del clima. Si no hacemos eso, el resto no importa en absoluto. ¡No te va a importar cómo serás recordado en los libros de historia si no hay libros de historia, ni nadie para leerlos!”. Es como si dijera: para qué seguir indagando en qué demonios pasó en el estado de Florida en las elecciones del 2000 si mis gráficos le proyectan tremenda zambullida.

LA MAQUINA DE HACER VERDES

Otras resoluciones del Protocolo de Kioto demuestran de qué manera se intenta convertir los cambios indispensables en algo amigable a los ojos de los grandes poderes económicos, que no sólo inducen el consumo global sino que además son un recurso inagotable de presión frente a posibles políticas ambientales. Es decir, cómo convertirlo en un buen negocio.

Aquí es cuando las palabras Cambio Climático se acercan a la lógica monetaria. De hecho, el ítem más omnipresente en todas las últimas reuniones regidas por la Convención es el Mecanismo de Desarrollo Limpio, un sistema financiero que abrió el juego al curioso mercado de bonos de carbono. Esta iniciativa, en práctica ascendente desde el año pasado, consiste en la compra y venta de Certificados de Reducción de Emisiones y Derechos de Emisión de Gases de Efecto Invernadero entre gobiernos y corporaciones privadas. El axioma sería: la ubicación geográfica de los emisores no afecta el producto final de GEI, por lo que una empresa que arroja varias toneladas de dióxido de carbono a la atmósfera puede comprar el perdón supranacional invirtiendo en un proyecto ambiental de, por ejemplo, reforestación. Ante proyectos como ése –“captura de carbono” por parte de los árboles plantados–, de energías renovables o eficiencia energética, se obtienen los bonos de carbono emitidos por la ONU. Los países subdesarrollados ven aquí un terreno del todo fértil para entrar a un mercado que se perfila auspicioso y alientan la reproducción de proyectos verdes.

Al mismo tiempo, las grandes empresas petroleras y algunas automotrices aprovechan la onda verde. General Motors presentó su vehículo Sequel, auto eléctrico con autonomía de 480 km entre recargas, mientras Ford distribuye el modelo Focus a batería en Estados Unidos, Canadá y Alemania, y Nissan desarrolla un primer sistema de baterías y de almacenamiento de hidrógeno de alta presión. Ya hace algunos años, British Petroleum y Shell hicieron anuncios en referencia a las tecnologías limpias. La Shell publicó una inversión de miles de millones de dólares en infraestructura menos contaminantes como el gas natural o el hidrógeno, explicando que veía allí posibilidades comerciales. Con esto apuntaba al centro de una cuestión que Gore no dejó de lado en su película, cuando detalló el caso Toyota y sus exitosas ofertas de autos híbridos: no hay que considerar de ninguna manera que la opción limpia genere menos ganancias que la sucia. No hay que considerar que esto es una amenaza al sistema.

Pero Barros cree que la dificultad tiene que ver con una reeducación más honda. Y ahí entra la cultura del auto toda: “Podríamos evitarla. De hecho, en Estados Unidos, en algunas ciudades universitarias han logrado que haya transporte público. Pero entonces necesitamos un buen transporte público...”. Además, si bien los movimientos ecologistas insisten con los cambios domésticos –ahorra energía, entre las primeras–, él sostiene que las actitudes individuales no llegan a ser tan relevantes: “A menos que nos convirtamos en kamikazes del asunto. Pero es mejor pensar las cosas culturalmente”. Barros insiste en la necesidad de atender el problema cultural arraigado para revertir el panorama: “El hombre quiere cada vez más comodidades. Pero esta cultura del consumismo, con sentido o no, tiene la restricción de que el planeta es finito”.

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