INEDITO > TRUMAN CAPOTE Y WILLA CATHER
Tenía apenas 18 años y se ganaba la vida como periodista en Nueva York cuando Truman Capote conoció por casualidad a su escritora favorita: la extraordinaria Willa Cather. Cuarenta años después, sin saber que sería lo último que escribiría ni que al día siguiente iba a morir, Capote evocó aquel encuentro en un cuaderno que recién ahora se dio a conocer.
› Por TRUMAN CAPOTE
Todos mis parientes son sureños, sea de Nueva Orleans o de las regiones rurales de Alabama. Al menos cuarenta de los hombres, y posiblemente más, murieron durante la Guerra Civil, incluyendo a mi bisabuelo.
Hace mucho tiempo, cuando tenía alrededor de diez años, me interesé en estos soldados caídos porque leí una gran colección de sus cartas enviadas desde el frente que nuestra familia había conservado. Ya estaba interesado en escribir (de hecho, ya había publicado pequeños ensayos y cuentos en la revista Scholastic), y decidí comenzar un libro histórico basado en las cartas de estos héroes confederados.
Varios problemas interfirieron, y no fue hasta ocho años más tarde, cuando apenas sobrevivía como un muy joven periodista residente en Nueva York, que el tema de mis parientes en la Guerra Civil revivió. Por supuesto era necesaria una enorme investigación; el lugar donde decidí llevarla a cabo fue la New York Society Library.
Por varias razones. Una, que era invierno, y ese lugar en particular, tibio, limpio y situado cerca de Park Avenue, proveía un resguardo cálido durante todo el día. También, quizá por su ubicación, los empleados y clientes eran un remanso en sí mismos: un grupo de literati de clase alta y buenos modales. Algunos de los que veía con frecuencia en la biblioteca eran más que eso. Especialmente la dama de ojos azules.
Sus ojos eran del azul pálido del amanecer sobre una pradera en un día claro. También había algo rotundo y campestre en su cara, y no era sólo la falta de cosméticos. Tenía una estatura normal y un cuerpo sólido, aunque no del todo. Su vestimenta estaba compuesta de una inusual aunque atractiva combinación de materiales. Usaba zapatos de taco bajo y medias gruesas y un precioso collar turquesa que quedaba bien con sus suaves trajes de tweed. Su cabello era negro y blanco y erizado, con un corte casi masculino. El factor sorprendente y dominante era un hermoso abrigo de marta cibelina que nunca se sacaba.
Fue algo bueno que lo tuviera puesto el día de la tormenta. Cuando me fui de la biblioteca cerca de las cuatro de la tarde, parecía como si el Polo Norte se hubiera mudado a Nueva York. El aire estaba lleno de copos de nieve del tamaño de un puño.
La dama de ojos azules con el elegante abrigo de marta estaba parada en la esquina. Trataba de tomar un taxi. Decidí ayudarla. Pero no había taxis a la vista; de hecho, había muy poco tráfico.
Le dije: “A lo mejor todos los conductores se fueron a casa”.
“No importa. Vivo cerca de aquí.” Su voz dulce y profunda llegaba a mí a través de la nieve.
Así que le pregunté: “¿Puedo acompañarla hasta su casa?”.
Sonrió. Caminamos juntos por Madison Avenue hasta que llegamos al restaurant Longchamps. Ella dijo: “Me vendría bien una taza de té. ¿Me acompañaría?”. Le dije que sí. Pero una vez que nos acomodamos en una mesa, ordené un martini doble. Se rió y me preguntó si tenía edad para beber.
Entonces le conté todo sobre mí. Mi edad. El hecho de que había nacido en Nueva Orleans, y que era un aspirante a escritor.
¿De verdad? ¿Y a qué escritores admiraba? (Obviamente no era neoyorquina; tenía un acento del Oeste.)
“Flaubert. Turgeniev. Proust. Charles Dickens. E.M. Forster. Conan Doyle. Maupassant...”
Ella rió. “Bueno. Usted ciertamente es variado. Pero, ¿no le interesa ningún escritor norteamericano?”
“¿Cómo quién?”
No dudó. “Sarah Orne Jewett. Edith Wharton...”
“La señorita Jewett escribió un buen libro: The Country of the Pointed Firs. Y Edith Wharton también: The House of Mirth. Pero me gusta Henry James. Mark Twain. Melville. Y amo a Willa Cather. My Antonia. Death Comes for the Archbishop. ¿Ha leído alguna vez sus maravillosas nouvelles, A Lost Lady y My Mortal Enemy?”
“Sí.” Ella le dio un sorbo a su té, y bajó la taza con un breve gesto nervioso. Parecía darle vueltas a algo en su cabeza. “Debo decirle –hizo una pausa; después, con voz acelerada, casi susurrando–. Yo escribí esos libros.”
Quedé estupefacto. ¿Cómo había podido ser tan estúpido? Tenía una fotografía suya en mi habitación. ¡Por supuesto que era Willa Cather! Esos ojos color cielo sin fallas. La melena; el rostro cuadrado con el mentón firme. Me debatía entre la risa y las lágrimas. No había persona viva a la que quisiera conocer más; nadie que pudiera impresionarme más, ni Garbo, ni Gandhi, ni Einstein, ni Churchill, ni Stalin. Nadie. Ella se dio cuenta, aparentemente, y los dos nos quedamos mudos. Yo bebí mi martini doble de un trago.
Pero pronto estábamos en la calle otra vez. Atravesamos la nieve hasta que llegamos hasta una cara y anticuada dirección en Park Avenue. Ella dijo: “Bueno. Aquí es donde vivo –y de pronto agregó–. Si está libre para cenar el jueves, lo espero a las siete. Y por favor traiga algún texto suyo: me gustaría leer su trabajo.”
Sí, yo estaba entusiasmado. Me compré un traje nuevo y volví a tipiar tres de mis cuentos. Y cuando llegó el jueves, me presenté en la puerta de su casa a las siete en punto.
Todavía me maravillaba pensar que Willa Cather usaba abrigos de marta y que ocupaba un departamento en Park Avenue. (Siempre había imaginado que vivía en una calle tranquila de Red Cloud, Nebraska.) El departamento no tenía muchas habitaciones, pero había algunos cuartos grandes que compartía con su compañera de toda la vida, alguien de su mismo tamaño y edad, una mujer de discreta elegancia llamada Edith Lewis.
La señorita Carter y la señorita Lewis eran tan parecidas que uno podía asegurar que habían decorado el departamento juntas. Había flores por todas partes, ramos de lilas de invierno, peonías y rosas color lavanda. Libros de hermosos lomos se alineaban en todas las paredes del living.
Los detalles de la cena se han perdido para siempre pero, en 1967, Capote recordó a Willa Cather como “una de mis primeras amistades intelectuales”.
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