PERSONAJES
Aunque fue famoso en la vanguardia artística porteña de los años sesenta, tiene una única obra anterior, el happening Entre en discontinuidad, para el Di Tella. Pero, como buen dandy, no sólo vivió frente al espejo, sino que hizo de su vida una obra de arte. Y ahora la cuenta en su autobiografía Dos relatos porteños. Allí Raúl Escari, que vivió treinta años en Francia, escribe acerca de sus conversaciones con Roland Barthes sobre Lacan, cómo veía televisión con Marguerite Duras y cómo se fumó las cenizas de su amigo y amante Copi.
› Por María Moreno
En París, un día de buen tiempo, una “loca” que tiene una cita con un amigo sale temprano de su casa y decide, para aprovechar la belle saison, ir caminando al lugar del encuentro. Al llegar al jardín de las Tullerías, el cielo plomizo y los truenos anuncian el fin de la belle saison. La loca dice merde pero, sentimental como es, evoca sus días en Yakarta donde la lluvia constante se le secaba en el cuerpo, provocándole una sensación agradable. Se larga un chaparrón y la loca que ha leído fanáticamente a Proust sigue recordando hasta que su memoria se topa con la película Un americano en París interpretada por Gene Kelly y Leslie Caron. Como la loca es romántica y los muelles hasta donde ha llegado están desiertos se pone a bailar y a cantar abriendo la boca desmesuradamente para beber literalmente del cielo. Al día siguiente leerá en el diario que acababa de pasar por París la nube de la explosión central de Chernobyl.
Con esta anécdota Raúl Escari comienza su libro Dos relatos porteños que según una vehemente declaración de la página 2 debió haberse llamado Retrato de una loca por la novela de Henry James Retrato de una dama. Escari, un célebre artista de vanguardia de los años sesenta, autor del happening Entre en discontinuidad, aclara en su autobiografía –también es la de los famosos de París en torno de Mayo del ‘68– que suscribe a la frase de Simone de Beauvoir “No se nace mujer, se llega a serlo”, con una variante: “No se llega a ser loca, se nace loca”.
Aunque abjura del esencialismo, Escari establece algunos parámetros del ser loca a través de su propio ejemplo. En su casa natal, todos los marcos eran dorados, su padre descansa en una bóveda color pink flamingo, ha imitado hasta el cansancio el gesto de Audrey Hepburn en La princesa que quería vivir: cerrarse el cuello de la robe de chambre con la mano derecha mientras que con la izquierda se ajusta la cintura. Dos relatos porteños homenajea desde el título el de un libro de Arturo Cancela. Está hecho con textos mínimos, condensados, escritos con gran soltura estilística y donde la anécdota amable convive con el ensayo prêt à porter. Como Escari se considera marxista no excluye el homenaje a los desaparecidos, el relato de las reivindicaciones de las minorías discriminadas de los años setenta, de su módico pero vehemente activismo.
–Copi fue mi amor y luego mi amigo.
¿Fueron amantes?
–Una sola noche. Nos conocimos en Mayo del ‘68. En el momento en que se decidía tomar o no el pabellón argentino. Planteamos votar por que se tomara al día siguiente. Copi, que estaba reborracho y fascinado por el comandante no sé qué, un boludo, se acercó a mí y me dijo: “Vamos y lo tomamos ahora”. Se decidió tomarlo al día siguiente. “Quiero ver si mañana vos vas a estar”, le dije a Copi. Y al otro día cuando yo fui –éramos doce– Copi no estaba. Después íbamos caminando con Severo Sarduy por el boulevar Saint Germain. Pasó Copi y se acercó a saludarlo. Yo agarré y le dije de todo. Y desde entonces seguimos peleando como locos. Las discusiones que tuvimos a lo largo de los años tuvieron la misma violencia que la que tuvimos cuando recién nos conocimos. Un día nos peleamos por el signo de exclamación.
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–Cortázar decía que la frase tenía que dar la admiración por sí sola. Yo estaba de acuerdo. Copi, que ponía signos de admiración por todas partes, empezó a defenderlo. Casi nos matamos.
Estuviste con él hasta su muerte.
–Cuando estaba casi en coma yo estaba en el hospital con la China –así le decíamos a la madre– y en un momento me fui a un costado y me hice un joint. Ella me vio y como es una mujer muy inteligente, a pesar de su angustia, dijo: “¡Ay, Copi, Raúl se está haciendo un joint! ¿Querés?” Copi ya no se movía. Ella le puso el joint en la boca. En la oscuridad del cuarto vimos el rojo del cigarrillo. ¡Lo estaba fumando! Después el médico le dijo al hermano de Copi, Damonte Taborda, “Esta noche quédense”. Estaban Juan Stoppani, su amigo Jean-Ives. Nos abrieron un cuarto y nos quedamos ahí alrededor de una mesa, esperando. Tomábamos whisky y fumábamos porros. De pronto vino una enfermera que parecía una pin-up. Damonte, que era muy buen mozo, muy de levantarse a todas, empezó a coquetear con ella. La enfermera pidió: “¿No podría tomar un poquito de whisky?” Con Jean-Ives nos miramos. Era una pieza de Copi. Mientras él se estaba muriendo, la enfermera se trataba de levantar al hermano y todos fumábamos marihuana y tomábamos whisky. Copi le dijo una vez a Facundo Bo: “Yo soy tan vanguardista que me tomó el sida primero que nadie”.
Entre las lecturas que excitaron a Raúl Escari de chico está Robinson Crusoe. En la escena en que Viernes se arrodilla ante Robinson, él imaginaba que la boca de Viernes quedaba a la altura de la bragueta de Robinson. También lo excitaba la parte del Facundo en que se dice que el caudillo le había arrancado las orejas a una mujer. Ignacio Sánchez Mejía y Don Ruy Díaz de Vivar fueron sus chongos imaginarios.
En Dos relatos porteños hay la siguiente viñeta: “...Una noche, en mi casa, chupé la pija de Pablo Pérez. Al terminar la tarea me declaró con toda naturalidad.
–Nunca nadie me chupó la pija tan mal.
Reconozco que tengo las mandíbulas anquilosadas, que me canso, que la mente se me va enseguida a otra parte y empiezo a aburrirme, en espera de que todo acabe.”
–Pero en el libro no entro en intimidades, quiero decir en detalles, salvo de mi propia vida.
Es decir que es un libro pudoroso.
–Maurice Blanchot dice que la discreción es la condición necesaria de la literatura. Yo escribo sobre erecciones, pijas, homosexualidad, fellatios pero para hablar de cosas que me pasaron. Dos relatos porteños es mi autobiografía.
Raúl Escari, que hasta ahora se ha atenido al principio dandy de hacer arte con la propia vida, escribe desde la gloria, como un Gide o un Paul Morand que escriben sus autobiografías permitiendo pasar por la aduana administrativa de la propia figura, las migajas anecdóticas que suelen cebar al gran público. Mimando ese hablar desde la gloria, Escari, con una única obra anterior (Entre en discontinuidad), construye esa gloria que no preexistía. Dos relatos porteños tiene notas al pie, a veces casi tan largas como el texto. Algunas miman la pedagogía: para la traducción de On ne nòit pas femme: on le devienne, aclara: “No se nace mujer: se llega a serlo. Traducción de Juan García Puente, página 207. Editorial Sudamericana, Buenos Aires”. Escari mima al genio y a la academia desde lo mínimo.
¿Por qué elegiste la escritura plana?
–La escritura plana se acerca al grado cero donde se da solamente lo ficticio, no hay metáforas ni imágenes analógicas. Es casi documental. Quiero que todo sea tomado al pie de la letra. Una noche estaba mirando televisión con Marguerite Duras en su casa de Neauphle-Le-Chateau y de pronto vimos aparecer un coro. “Une chorale a toujour quelque chose d’humble” (Una coral tiene siempre cierta humildad), dijo. Luego, antes o después, me dijo que la escritura exigía humildad.
Dos relatos porteños está satinada de luminarias: Severo Sarduy, Roland Barthes, Copi, Miguel Abuelo, Enrique Vila Matas. Pero Escari no los nombra para prestigiarse por contigüidad sino que se tutea con ellos en la sintaxis de igual a igual. A veces lo hace a la chacota: “En vísperas de 1968, Roland Barthes me pidió que escribiera en castellano un saludo navideño para Manolo, el propietario del burdel tangerino. Yo escribí la fórmula consagrada en una servilleta de papel de la pérgola en que nos encontrábamos, y él la transcribió con su propia letra en la tarjeta postal. De modo que puedo decir que algunos textos de Barthes los escribí yo”.
¡Ver televisión con Marguerite Duras! Escribís mucho de tu relación con celebridades. Corrés el riesgo de que se te acuse de cholulo...
–No se ha dicho pero me molestaría. Roland Barthes, Copi, Severo Sarduy, Marguerite eran amigos íntimos y si estoy escribiendo sobre mi vida no veo por qué no los puedo poner. Un vez Roland Barthes decidió analizarse con Jacques Lacan. Estaba sufriendo mucho, seguramente por amor. Llamó por teléfono al consultorio de la calle de L’ille y pidió hora para un rendez vous. El secretario de Lacan le dio cita para diecinueve días después. Fue puntual. Comenzó a hablar. Lacan lo cortó en seco: (“¡Ah! ¡Viene a verme por un asunto personal! Hubiera debido pedir una consulta no una cita. Lo habría recibido de inmediato”). Barthes habló y habló. Lacan escuchaba en silencio. De pronto dijo: “Aléjese de ese muchacho”. Barthes nos lo contó a un grupo de amigos más tarde: “Fue raro que palabras tan triviales, tan chatas, hayan podido ejercer en mí un efecto tan inmediato, radical”.
Barthes terminó con el chico y se puso a escribir su Fragmentos de un discurso amoroso. Yo estaba presente cuando lo contó. ¿Por qué no debería escribirlo? También aclaro que mis expresiones en francés se deben a que viví treinta años en Francia. Las uso a la manera de la revista Sur. Victoria Ocampo empezó una carta a Estela Canto así: “Te escribo en francés porque estoy apurada”.
Me dijiste que te habías fumado las cenizas de Copi.
–Lo que ocurrió fue que al día siguiente en que incineraron a Copi los tres amigos más cercanos que éramos Michel Creesole, Guy Hocquenghem y yo fuimos a casa de China. Sobre la mesa estaba la cajita con la marihuana. La madre hacía poco que había llegado y hablaba mal francés. Y se había pasado cuidando a Copi en el hospital –ella no dormía. Debía de estar muy cansada–. Michel, que era el más atrevido dijo: “China, ¿podemos hacer una pipa de hasch?” “Bueno.” Fumamos. Después, Michel agarró la cajita y le dijo: “¿Usted puso las cenizas de Copi aquí?” Y ella le contestó que sí. Pasó el tiempo y Michel me dijo: “¿Te acordás cuando nos fumamos las cenizas de Copi?” Yo no me acordaba ni estoy seguro. Eso tiene su gracia, su efectismo pero no es lo que yo quiero hacer en mi libro.
Bar de Palermo Hollywood. Raúl Escari está sentado a la mesa comiendo pollo al ajillo. Cuando me acerco advierto que revuelve el plato como si fuera una ensalada. El gesto es elegantísimo, sólo que lo realiza con las propias manos. Me cuenta que un día Rodolfo Walsh se puso celoso de él porque leyó en unas notas de Piri: “Me fui a acostar. Raúl se quedó leyendo en el otro cuarto”. “¿Quién es Raúl?” gritaba Walsh, le había contado Piri.
De pronto Escari decide cambiar mi look y comienza a peinarme a la cachetada, pasándome los dedos por el pelo. Acababa de inventar el brushing a l’olio.
¿Por qué usás la bandera de lo conceptual?
–No es una bandera.
Un escudito.
–Un día, tendría unos dieciséis años, lo seguí a Sebreli por la calle pero no para levantarlo. Lo conocía porque acababa de sacar Buenos Aires vida cotidiana y alienación y había visto la foto de la contratapa. Yo no miraba la carne de Sebreli. Lo que me atraía era un hombre que vivía su homosexualidad mientras yo estaba en conflicto o drama con la mía. Lo conceptual en mí no es una bandera ni un escudito, tampoco una escuela literaria como el nouveau roman. Lo que yo seguía en Sebreli era el concepto de homosexualidad.
¿Desear es la imposibilidad de hacer del otro un concepto?
–Mmmmmmmmmmm. En cierto modo se une. En el caso mío, que soy masoquista, en la dominación. Y la dominación tiene algo abstracto. Lo que me interesa no es particularmente que me peguen. Sino que me dominen.
¿También con el fist fucking?
–El fist fucking no tiene que ver con el sadomasoquismo. Es como entrar en un mundo vegetal, de temperatura cálida. Un humus.
El sadomasoquismo es muy conceptual.
–Deleuze lo llama un monstruo semiológico. Pero ahora no hago el amor y no me masturbo. ¿Sigo siendo homosexual? En EE.UU. ocurrió una cosa fantástica. En una cárcel los presos gays, como eran maltratados por los otros presos, pidieron que los mandaran todos juntos al mismo pabellón. El Estado aceptó. El problema era quién era homosexual y quién no. Si yo ahora ni me masturbo ni hago el amor, ¿he dejado de ser homosexual? “Je suis et je reste.” Ese era el nombre de un viejo vodevil. Aquí lo hizo Paulina Singerman. Lo tradujeron: “Aquí estoy y aquí me quedo”.
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