MúSICA > THE BEATLES VUELVEN CON LOVE
Con un espectáculo del Cirque du Soleil como excusa, George Martin volvió a los estudios de Abbey Road, donde se encerró con su hijo Giles, una computadora y todas las cintas grabadas por Los Beatles. Tres años después salió con Love, un disco inaudito en el que todos esos sonidos, instrumentos, arreglos y voces que el mundo sabe de memoria se mezclan de nuevo para sonar como nunca nadie los escuchó. Casi casi, un disco nuevo de Los Beatles.
› Por Rodrigo Fresán
Una cosa está clara, un hecho es incontestable: todo aquel que haya nacido a partir de 1962 en cualquier lugar de este planeta tiene, grabadas en su ADN, hasta el día en que se muera luego de haberlas transferido a sus herederos, las canciones de The Beatles. Las canciones de John Lennon & Paul McCartney & George Harrison & Ringo Starr (& George Martin, claro) como una, dos, tres, tantas magdalenas proustianas sónicas que nos llevan a determinados momentos inolvidables o nos recuerdan, de golpe, situaciones que habíamos olvidado. Ejemplo: alcanza una entrada de piano y un rasgueo de guitarra entre silbidos y aplausos que se desvanecen para recordar a mi padre –1967–, llegando a casa con una flamante copia del disco Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band. Y lo que más me impresionó entonces fue la cubierta del disco. ¿Quiénes eran todas esas personas? ¿Qué hacían allí? ¿A quién se le habría ocurrido la tan revolucionaria idea de poner las letras de las canciones en la contraportada? ¿Y por qué The Beatles se habían convertido en otra banda y, para colmo, una banda militar? Lo segundo fue, sí, escuchar por primera vez –aunque cada vez que se la oye es como si fuera la primera vez– “A Day in the Life”. Esa canción en varias partes que comenzaba con una voz triste (Lennon), era interrumpida por otra voz más inquieta (McCartney), para culminar con un portentoso crescendo orquestal, un sonido que no podía ser sino el del fin del mundo. Creo que fue entonces cuando fui irradiado –lección temprana, influencia absoluta– con la idea de pensar en módulos, escribir por partes y en capas, ensamblarlo todo más tarde y a ver qué pasa y qué sale. Un año y meses más tarde, esta impresión sería fijada y fortalecida todavía más por la visión de 2001: A Space Odissey de Stanley Kubrick. Más pedazos, más piezas de puzzle, y una tercera voz (la de la computadora HAL 9000) tan british y resignada ante la ignorancia de los seres humanos. Y siempre lamenté que, en la escena de la desintegración de su memoria, HAL 9000 se despidiera entonando “Daisy... Daisy...” cuando hubiera sido tanto mejor que agonizara, melancólica, cantando cada vez más lento eso de “I read the news today, oh boy”...
Y todo esto que me pasó y vuelve a pasarme a mí y le pasará ahora a partir de algo que le pasó –con alguna canción/momento diferente como disparador, pero con un revólver siempre de ellos– a todo aquel que escuche Love: el “nuevo” disco de canciones eternas de The Beatles que sale a girar, mágica y misteriosamente, dentro de un par de días en la vida de cualquiera de nosotros.
La idea original de unir los destinos de The Beatles y del Cirque du Soleil fue, dicen, de George Harrison, amigo del dueño-fundador del circo, Guy Laliberte. Así, la psicodelia circense de los primeros con la vanguardia hi-tech de los segundos. Añadir el hotel MGM Mirage de Las Vegas –que construyó un nuevo auditorio para 2 mil butacas donde montar el espectáculo con 160 millones de dólares de presupuesto– y aquí viene Love: un megashow que seguramente deleitará a quien le interesen estas cosas. Pero –en beneficio de Mr. Kite– hablemos de música y de un nuevo retorno de los que nunca se fueron. Porque eso es lo interesante: The Beatles –habiéndolo inventado todo– no dejan de reinventarse y más de uno criticará la constante explotación de una misma veta, pero también está claro que las sucesivas “venidas” de la banda desde su separación en 1970 trascienden la maniobra nostálgica y comercial. Así, no conozco a nadie que no se haya alegrado por la salida de los discos y documental y libro del proyecto Anthology y difícilmente vaya a conocer a alguien que no celebre a Love.
Un artefacto curioso con portada amarillo beatle a la que le haría más justicia la preciosa revisitación de su dibujo de la tapa de Revolver que acaba de hacer Klaus Voorman para la revista Mojo. Porque Love es una restauración irrespetuosa en el mejor sentido de la palabra. Un rompecabezas loco. Una gran idea. Un remedio para melancólicos y una vuelta al Mundo Beatle en ochenta minutos pulidos y digitalizados hasta encandilar los oídos.
Y no hace mucho que volví a leer una novela de ciencia ficción, firmada por Samuel R. Delany, titulada The Einstein Intersection. Ahí adentro, una idea tan original como lógica: en un futuro post-apocalíptico, los cuatro integrantes de The Beatles se han convertido en deidades para los sufridos mortales que juran en su nombre y recitan sus canciones como si se trataran de salmos o bienaventuranzas. Digo que me parece lógico porque uno de los aspectos más “milagrosos” de The Beatles radica en el equilibrio no de una Santísima Trinidad sino de una Santísima Tétrada (el productor George Martin sería el Papa, el representante en la Tierra, en ese Vaticano que son los Abbey Road Studios) en la que John sería el genio anárquico, Paul el talento estructurado, George el místico psicodélico y Ringo el gracioso mundano (siempre pensé en Ringo como en el hombre más afortunado de toda la Historia: reemplazó al baterista original y llegó, superadas las penurias, para cosechar a lo grande). Dentro de este esquema teológico, George Martin posiblemente no alcance la categoría de deidad pero sí –seguro, mejor que la burocrática y nunca decisiva figura de Papa– la de Merlín o Gandalf. Sabio consejero e imprescindible a la hora de grandes decisiones y enormes magias. Y aquí y ahora, en Love, su hijo Giles Martin se revela como el más dedicado aprendiz de brujo, como un nuevo y digno guardián de la espada o del anillo, de un sonido que no ha dejado de sonar.
Y la cosa fue así: Giles se sentó frente a su maquinaria Pro Tools bajo la atenta mirada de George e hizo lo que The Beatles hicieron siempre: salir a jugar para jugar con nosotros y para que nosotros juguemos con ellos. Corte y confección, collage, mix, ínfima ayuda de efectos de sonido bien puestos, descartes rescatados y novedades a medida (cuerdas para un demo recién descubierto de “While my Guitar Gentil Weeps” y para “Octopus’s Garden”), las voces de una canción con la música de otra, ese solo de guitarra inconfundible de pronto confundiendo (y divirtiendo mucho) al estar insertado en una canción que no le pertenece pero ahora sí y momentos formidables. Y, claro, difícil resistirse a ese comienzo con “Because” y el estruendo final de “A Day in the Life”, mutando a aquel primer golpe de guitarra de “A Hard’s Day Night” y el insuperable solo de Ringo en “The End”, yendo a dar a “Get Back” y... “Drive my Car” chocando con “What You’re Doing” y “The Word”, el lógico encuentro de “Lady Madonna” con “Hey Bulldog”, “Blackbird” cantando sobre “Yesterday” y la genialidad de la voz de “Within or Without You” derritiéndose en las percusiones de “Tomorrow Never Knows” y el efecto déjà vu que muchas bandas veteranas consiguen en sus muy buenos nuevos discos de canciones nuevas (oír, por ejemplo, el flamante Endless Wire de The Who) aquí conseguido con una ayudita de amigas reliquias supuestamente intocables pero que, de pronto, pareciera que les encanta que las toquen. Las primeras audiciones (les pasó a Paul y a Ringo, quienes se mostraron encantados con el resultado) estarán inevitablemente contaminadas por la necesidad de identificar todas las partes; después, enseguida, se sucumbe al gozo de volver a disfrutar de lo de siempre como nunca. Y ahora lo pienso, ahora me doy cuenta: Love es el equivalente sónico a aquella portada de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band. Sólo que ahora –a espaldas de The Beatles– no hay celebridades sino sus propias célebres canciones cerrando el círculo con un agujerito en el medio.
Y está claro que la saga de The Beatles ofrece una gran trama y que, por eso, se ha escrito muchas veces y se escribirá muchas veces más por más que George Martin asegure que esto es el final y aunque yo siga extrañando un incomprensiblemente ausente All Together Now: The Beatles Sing for Children con todas sus canciones “infantiles” como “Yellow Submarine”, “Cry Baby Cry”, “Bungalow Bill” y tantas otras. Sería una linda adición al canon. Hasta eso o hasta lo que venga quedan, al final de Anthology, luego de que los otros tres teorizaran y definieran el legado, las sensibles conclusiones de Ringo: “Igual que sucede con los astronautas, sólo nosotros podemos entender qué fue ser un Beatle y, al mismo tiempo, no experimentamos el fenómeno en sí porque éramos el fenómeno... Sólo puedo decir que fueron los mejores amigos que tuve en mi vida. Y que pocas veces cuatro personas se quisieron tanto”.
Y Ringo no miente.
Que sean todos felices, a su manera y como puedan. Y que duerman tranquilos y descansen en paz. Su obra trascenderá sus vidas (de algún modo sus canciones se han convertido en los retratos de Dorian Gray en los que nos miramos todos, ellos y nosotros, en esas canciones inmortales e inmaculadas); su genio continúa señalando cuál sigue siendo el largo y sinuoso camino; y su mensaje resuena tan claro como en el primer día en la vida que leímos la noticia o la Buena Nueva. Ya saben: todo lo que necesitas es amor; y al final el amor que tomas es igual al amor que haces; pero, claro, el dinero no puede comprar amor.
Pero, al menos, puede comprar Love.
Algo es algo. Y –having read the book (or listened to the record), I’d love to turn you on– este algo es mucho.
POR JUAN VILLORO
Desde Ciudad de Mexico
a José Agustín
El miércoles 6 de junio de 1962, George Martin recorrió un arbolado barrio de Londres hasta llegar a un sitio que parecía la residencia de un dentista. En la apartada calle de Abbey Road estaban los estudios de EMI. El recorrido era habitual para Martin, que había entrado a la compañía en 1950. Ese día iba a escuchar a unos músicos de Liverpool dispuestos a cambiar un dedo meñique por un autógrafo de Elvis Presley.
Como tanta gente formada en la música clásica, Martin no esperaba mucho del rock y debía su reputación a haber grabado a cómicos como Peter Sellers. El rostro patricio y el elegante trato de Martin hacían pensar en un miembro de las elites británicas; sin embargo, el productor provenía de un ambiente proletario y en tardes de apuro su padre había sido vendedor de periódicos. Cuando el infatigable promotor Brian Epstein le pidió que oyera a The Beatles, Martin aceptó con el fin de que su teléfono dejara de sonar. Escuchó una cinta y alzó la ceja del escepticismo; sin embargo, sintió un cosquilleo en la oreja.
Citó al grupo para grabarlo por su cuenta y analizar su potencial. Las voces eran buenas, pero ninguna destacaba y la compañía buscaba a un solista al estilo de Cliff Richard. Además, el repertorio era extravagante (el grupo insistía en cantar “Bésame mucho”, de la mexicana Consuelo Velázquez), y el baterista, Pete Best, no tenía mérito mayor que cautivar a las chicas en La Caverna de Liverpool.
Martin oyó el material con el grupo. “¿Hay algo que no les guste?”, preguntó. “Para empezar —dijo George Harrison—, no me gusta tu corbata.” Así se cerró el trato entre dos concepciones de la música. La explosiva espontaneidad de los Beatles encontró a un riguroso cartógrafo de los sonidos. Cuando el cuarteto se separó, Martin ya tenía el aura mítica del Mago de Oz.
Hace unos días, el hombre que mostró el valor musical de un peine frotado con un papel en Sgt. Pepper’s llegó a las oficinas de EMI en México para presentar un disco que ya parecía imposible: Love, recreación del sonido Beatle con el sistema digital 5.1 para el espectáculo del Cirque du Soleil en Las Vegas. A los 80 años, Sir George no ha perdido su porte altivo, pero escucha con dificultad. Su hijo Giles, de 36 años, trabaja como su coproductor, su experto en tecnología digital y su intérprete ante las cosas que oye a medias. Love es la última escala del explorador sonoro.
Nuestro encuentro tuvo la emoción adicional de los severos dispositivos de vigilancia. Teléfonos celulares, agendas electrónicas y otros mínimos cacharros fueron confiscados. Además firmamos un contrato que nos comprometía a no revelar nuestra impresión hasta el 1º de noviembre. Las medidas de seguridad son la molestia de un mundo donde nada se globaliza mejor que la amenaza. En este caso tuvieron la virtud de hacernos sentir como competidores de George Martin, dispuestos a lograr una reducción pirata de su galaxia sonora.
Durante tres años, el productor regresó a los estudios de Abbey Road para escuchar cada una de las pistas grabadas por los Beatles. No deseaba hacer una antología de la música más célebre del siglo XX, ni restaurar con nostalgia lo que hace 40 años fue inaudito: “Armé las pistas como si los Beatles tuvieran otra vez 20 años y enfrentaran por primera vez la tecnología de grabación”. El resultado es tan asombroso como lo clásico que se vuelve inédito. Ciertas canciones (“I Am the Walrus”, “A Day in the Life”) revelan que fueron concebidas para recursos de grabación que sólo ahora existen. Otras incluyen variantes que no aparecían en las versiones originales: los descartes destinados al museo del ruido cobraron actualidad ante una más compleja textura musical. Es algo lo que se aumenta, pero también lo que se borra: por primera vez se mitiga al público de Shea Stadium y se oye en forma nítida a los Beatles en vivo. Salvo una sirena de ambulancia, unos pájaros incidentales y algún trueno, los sonidos provienen de lo que el cuarteto hizo en sus ocho años y medio en Abbey Road. Lo más significativo es que no se trata de un triunfo de la técnica sino de la música. En Love, los Beatles no regresan con nuevos efectos: regresan con nuevos sonidos.
El desenfado musical de los Beatles fue un peculiar ejercicio de inocencia. Una vez establecida su reputación, resulta difícil volver al momento en que eso no existía. ¿Puede Paul McCartney componer con la frescura de quien no tiene trayectoria? Difícilmente. En cambio, el productor que conoció a los Beatles cuando no eran otra cosa que unos improvisados alborotadores, puede acercarse mejor al momento en que el grupo estaba hecho de silencio y de futuro. Love representa un paradójico “aprendizaje de la inocencia”. No es causal que, cuando la obra se estrenó en Las Vegas, Paul le haya dicho a Sir George: “Siento que fue otro quien escribió eso”. El productor le respondió: “Me acuerdo del trabajo en el estudio, pero tampoco siento que me pertenezca”. El valor secreto de esa música es que resulta novedosa para los iconos que la crearon.
Al revisar las pistas, Martin revivió 40 años con los Beatles. El recuerdo que más le quedó grabado fue la visita que George Harrison le hizo en el hospital, hace algunos años. El guitarrista le llevó un elefante de la India, lo colocó en el buró y dijo: “El te cuidará”. George murió antes que el productor que usaba sospechosas corbatas y se convertiría en el guardián de sus sonidos. El elefante sigue en la mesa de Martin.
Una pregunta inquietaba a las 50 personas que el promotor Camilo Lara reunió en las oficinas de EMI: ¿habrá otro disco de los Beatles? George Martin respondió como lo hubiera hecho un budista: “A estas alturas, pedir más sería avaro”.
Los tesoros están completos.
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