Dom 28.01.2007
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POR OSVALDO BAYER

Las cartas del exilio

Durante los años que pasaron en el exilio por la última dictadura, uno en Bruselas y París, el otro en Alemania, Osvaldo Soriano y Osvaldo Bayer compartieron la angustia, la incertidumbre, la falta de noticias, los problemas de residencia, la dificultad para arreglárselas en los primeros tiempos. Se visitaron y se vieron infinidad de veces, pero sobre todo mantuvieron una correspondencia en la que compartían las vicisitudes cotidianas de vivir solos con una máquina de escribir en un país lejano. Esas cartas, espejo de aquellos años, permanecieron inéditas hasta ahora. A manera de homenaje, Bayer vuelve a ellas y las comparte.

› Por Osvaldo Bayer

En este invierno europeo indefinido, con huracanes y temperaturas indefinidas, resfríos griperos y cielos más grises quise recordar al amigo que nos dejó hace diez años. Para eso recurrí a las interminables carpetas del exilio con las cartas. Sí, en la S de Soriano, bien catalogadas por fechas. Me pasé una tarde releyéndolas, volviendo al clima del exilio, de esos desolados años. Allí están las preocupaciones por la subsistencia, la falta de perspectivas, lo injusto. Exiliados por escribir. Claro, a los amigos que quedaron les fue mucho peor: desaparecidos por escribir, presos por escribir. Poco se ha escrito sobre los días del exiliado. En estas cartas de Soriano se puede medir el vivir diario, los problemas diarios. Todo en lenguaje argentino. El me escribe desde Bruselas, yo le contesto desde Essen, en la cuenca del Ruhr alemán, la tierra de los Krupp y sus cañones. Luego me escribirá desde París y yo le contestaré desde Berlín. El, siete años; yo, ocho de entrada prohibida. En las cartas está el clima diario, el idioma diario. Al idioma político lo dejábamos para los actos de denuncia. El pan diario.

El 22 de marzo del ‘77, me escribe Soriano desde Bruselas: “Miro tu carta del 23 de diciembre y me parece penoso haber dejado pasar tres meses sin contestarte. Sí, parezco Perón, aunque ahora me agarra la duda de si te mandé el libro (aquí Soriano se refiere a Triste, solitario y final, al que él se refería siempre como el Triste). Aunque creo que no. Me alegro que tus cosas vayan bien en lo que a trabajo se refiere. Yo, por mi parte, todavía estoy en pelotas y lo que me viene salvando hasta ahora son los pagos de anticipo por el libro; la editorial Fayard me tiró cinco mil francos (en realidad, cuatro, porque el fisco se quedó con mil), y con eso voy tirando; ahora estoy a punto de firmar con la editorial alemana Suhrkamp que, miserables, anticipan apenas mil marcos. De todas maneras me será útil que el libro aparezca y no estoy en condiciones de negarme”.

Con Soriano, en Berlín, en la Biblioteca Iberoamericana, 1979.

Después me describe cómo es su primera casa del exilio: “Me vine a vivir a una antigua casa burguesa del siglo pasado, llena de vitrales increíbles, en la que no pagamos nada, porque es de la iglesia y con un buen verso nos la dieron por lo menos para un año y medio si fuera necesario”. (Soriano muestra ya su optimismo en la espera de que el exilio iba a ser corto. Y continúa con la descripción): “Yo tengo la planta baja, que son dos piezas, una para el apoliyo y otra para escritorio, en una esquina, que las puse muy habitables: enfrente hay un parque con lago y la vista no es mala. Uno se olvida de vez en cuando que es Bruselas”. Más adelante describe más el mal momento: “En verdad no sé cómo carajo voy a sobrevivir dentro de tres meses, pero supongo que dios proveerá como lo viene haciendo hasta ahora. La segunda novela (No habrá más penas ni olvido) me la rechazaron en España con un procedimiento muy jodido, evidentemente con quilombos políticos, porque les había gustado y ya estaba aceptada y a último momento se echaron atrás”.

“Te dejo por ahora –termina su carta Soriano–, haceme saber de vos y los tuyos, cómo anda el trabajo y cómo sobrellevás el trago amargo. Yo empecé a escribir una novela, aquella con Gardel de personaje; el primer capítulo creo que es de lo mejor que escribí, después no sé, porque no releí nada y además sale algo que no esperaba: especie de monólogo, sin diálogos y sin acción, pero bastante fuerte. Lo peor es que no tiene continuidad, como si cada capítulo fueran cuentos separados sobre el mismo tema. A lo mejor es así la cosa. Ya veremos; de todas maneras no es cosa de terminar de un día para el otro. Para peor no me dan papeles de residencia en Bélgica, con lo cual estoy siempre de eterno turista y con el culo a dos manos con la cana. Me dicen que pida refugio político. Pero vos sabés bien, no es fácil entregar el pasaporte y quedar en manos de un país del que te importa un carajo. Quizá sean pruritos, pero voy a agotar las posibilidades de trámites. Los belgas son más duros que la mierda para eso. Si en Alemania se hablara francés sería bárbaro. Pero los alemanes hablan esa cosa terrible. ¿Cómo es posible aprender a chamuyar en esa lengua?”

Festival de cine de Berlín, 1984. Bayer con Soriano y Héctor Olivera.

El 16 de junio del ‘77, Soriano me avisa que me visitará en Essen: “Además de verte –me escribe–, de lo que tengo unas ganas bárbaras, me gustaría llevarme la máquina de escribir para darle a la tecla, porque tengo, ya te lo dije, una historia en marcha y los últimos días no he hecho un carajo. Como sé que vos sos un buen laburante, creo que eso me alentará al trabajo. En general es que tengo el sueño tan cambiado que casi me paso las noches en vela y apoliyo de mañana, lo que es en realidad un problema para los demás, porque la noche es mi mejor hora de trabajo, o bien la tardecita si me quedo la soir charlando. No te preocupes por el vino que estoy más abstemio que un pescado, le doy más bien a la coca-cola, bendición del imperialismo”.

Más adelante me recomienda: “No dejes de escribir por nada del mundo, acordate que es todo lo que podemos hacer en este momento, dejar papeles entintados sobre ciertas cosas que sentimos o vemos. Yo no creo que un escritor sea muy importante en estos tiempos, pero tampoco hay que restarle el valor que puede tener cualquier testimonio para el futuro”.

Con Osvaldo Soriano, en Sitges, España, en un acto por los desaparecidos en la Argentina. Septiembre de 1982.

Soriano escribía todos los días en Cuarteles de invierno, cuando me visitó en Essen. Por lo menos cada día escribía varias páginas y me las mostraba. Después, al poco tiempo de irse, me escribirá desde Bruselas: “Bueno, de vuelta, con ganas de más, de seguir yirando por ahí pero por ahora se terminó. Si no te escribí antes, es que cuando llegué me dije que no podía ponerme ni el más mínimo pretexto para no laburar en la novela. No escribí ni dos líneas que no fueran de la historia ésa: me bajé en total unas 35 carillas, algunas no del todo mal y otras que supongo habrá que tirar a la mierda. Quería decirte que lo pasé muy bien con vos, tal vez mejor que si hubiéramos andado por ahí todo el tiempo, y me fijé un par de imágenes de esas que alguna vez uno utiliza en sus trabajos (¡aquel rengo que atravesó la calle!). Todo el viaje fue bien y hasta me apoliyé como tres horas porque el tren iba casi vacío. Estuve todos estos días sin noticias de Argentina, así que decime si tenés algo nuevo porque Le Monde ha entrado en un silencio un poco largo, salvo que el silencio de los cementerios se haya conseguido ya”.

El 8 de septiembre le comunico a Soriano que la traducción al alemán de su Triste, solitario y final es mala. Le pongo algunos ejemplos.

La palabra “sobradora” es traducida como “audaz, osada”, “mateo”, es decir, el coche de plaza, como “mate”. “Vuelcan”, como “revuelven”. “Bebé rozagante” como “bebé orgulloso”. “Desprolija” es traducida como “provisoria”; “Bonos para el partido” como “títulos hipotecarios”. Las “ropas flamantes” como “las cosas iluminaban”. “Tuve que empeñarme” (es decir pedir dinero) como “tuve que esforzarme”.

Cuando leyó mi carta, Soriano se enfermó de rabia y escribió una carta cargada de palabrotas (para usar el término borgeano). Dice que va a protestar ante la editorial Suhrkamp, y agrega: “Bueno, creo que me pueden mandar a la mierda, pero que se vayan a la puta que los parió. Les mando una carta respetuosa pero no aguantan ni eso porque son fascistas de primera y realmente nos tratan como si fuéramos indios y ellos Pizarro y Almagro. Cuando el libro salga les voy a mandar una carta con todo”.

Soriano pasará días muy tristes. Me escribirá en ese septiembre del ‘77: “He estado más deprimido que la mierda con este asunto de vivir en este agujero belga y trato de ver cómo voy a ir preparando una honrosa salida hacia cualquier parte más honorable que esto. De la Argentina no tengo noticias más que lo poco que da Le Monde, así que contame algo de lo que vas leyendo en los diarios”. Pero luego, la alegría del escritor: “Como verás, me compré una cinta para la máquina de escribir nueva. Estoy orgullosísimo”. Pero enseguida: “Escuchá esto: por la nota de Cortázar (17 carillas) los mexicanos me pagaron 26 dólares. Sí: VEINTISEIS. Casi se me cae la camiseta. Me dicen que México es buena plaza para laburar, pero está lleno de mexicanos, ése es el problema. De todas maneras creo que al fin dentro de quizás un año aterrizaré en Barcelona”.

Al Gordo le gustaba el verano, el frío le espantaba y más cuando me escribe “aquí se vino el invierno y yo con la estufa rota. No hay dios que arregle estas cosas en estos lugares de ricos, parece que un griego va a intentar”. Pero sigue firme con sus escritos: “Bueno, sigo adelante con la novela, pero ahora paré un poco para cargar las pilas y pasar el resfrío. Ni noticias de Argentina. Mi sueño es comprarme una Grundig Satelite, radio que es una barbaridad con 18 frecuencias y esas cosas que dicen que con una muy buena antena puede agarrar Argentina a ciertas horas del día”. (El sueño y la necesidad de acercarse a la propia tierra.) Y continúa: “Cuando tenga guita... porque acá esa radio cuesta 12.000 FB, pero dicen que en Alemania es más barata. Perdón, estoy delirando”.

Pero pese a todo irá terminando con Cuarteles de invierno. Me escribe ya en noviembre: “Estoy laburando en la novela, los tramos finales, y creo que les gustará. Se me complica dos por tres porque como vos bien sabés, uno no controla a los personajes como si fueran marionetas. Pero me divierte hacerlo y por momentos es como si los milicos estuvieran a mi merced, por llamarlo de alguna manera”.

Ya en París, a Soriano le irá mejor. Me lo escribe con alegría: “No te hagas mala sangre, mi situación no es mala de ninguna manera en estos momentos: no tengo deudas y hasta traje un gato que morfa como un león. El tiempo de los lujos y pretensiones ya pasó. Me gustaría mucho verte. Lástima que estamos más lejos ahora. Pero alguna vez cuando tengas una semanita desocupada te iré a visitar”.

Sí, vendrá varias veces a Berlín. Le encantaba el barrio reo donde yo vivía, en Kreuzberg, con sus borrachos de pura cerveza que gritaban en los patios a la madrugada porque no podían abrir sus puertas. Me pedía que le tradujera las exclamaciones. “Son palabrotas alemanas, intraducibles”, le respondía.

El 6 de diciembre del ‘78 me anuncia con alegría que acaba de terminar con Cuarteles de invierno. “Me falta el laburo de corrección –me escribe–, para mí el problema mayor es pasar en limpio la novela. Lo hice una vez y me dejó de catrera, no sirvo para leerme a mí mismo. Cuando tenga fotocopias te las haré llegar para saber qué pensás.” Lo leí y me gustó mucho. Para mí, Cuarteles de invierno y Triste, solitario y final son sus mejores libros.

En el final de esa carta se despide diciéndome: “Se nos vienen las ‘fiestas’, pásenlas lo mejor posible y ojalá que el nuevo año nos traiga las mejores noticias aun cuando sea más fácil pedir que llueva en Santiago del Estero”.

Más adelante, sus cartas tendrán un viso de optimismo. Es por los planes de Sin censura, la revista del exilio argentino que aparecía en París. El fue un colaborador asiduo junto a Carlos Gabetta y Lofredo y con el acompañamiento de Julio Cortázar. Yo envié notas desde Alemania y siempre recuerdo esa publicación como un orgullo de los exiliados que no se rindieron sino que pusieron su grano de arena en el esclarecimiento de los crímenes de la brutal dictadura militar. El 20 de agosto del ‘79 me escribe dándome un anuncio: “Me estuve acordando de vos –me detalla– un rato largo mientras acariciaba al gato (son las 3 de la matina): dejamos el número cero de Sin censura para septiembre... queremos hacer algo digno”. Y así fue. Aunque la vida le deparaba algunos problemas. “Para ganarme unos mangos –me dice– escribo articulitos para un anuario que hacen en España. Necrológicas, es decir, que me gano la vida con la muerte de los otros. Negra tarea. Recorro los diarios para ver qué figurón se murió cosa de hacerme unas pesetas.” Tenía también problemas con su residencia en Francia. Ya su compañera era Catherine y me pone: “Tengo que resolver mi problema de papeles pues estoy como turista. Ibamos a hacerlo mediante el casamiento, que me convertiría en residente, pero estos hijos de puta piden una visa de entrada especial que sólo se puede pedir en Buenos Aires, en el Consulado. ¿Qué te parece? Una francesa no puede casarse con un extranjero sin el consentimiento de su Consulado. De nuestro país sólo tengo sombrías noticias y los relatos de la gente que pasa por aquí (en febrero está inundado de argentinos: la pequeña burguesía dice que Mar del Plata es más caro que París. Parece que la economía de Martínez de Hoz marcha para bastante gente, pese a todo)”.

Entramos a la década del ochenta. Las cartas se amontonan, la actividad va a ir en aumento. Y las esperanzas del regreso también. Hasta ese octubre del ‘83. La alegría. De regreso. Nos encontramos con el Gordo en los 36 Billares. El abrazo fue en silencio, casi ritual. Lo habíamos logrado. Pero había lágrimas. Los queridos Haroldo, el Paco, Rodolfo ya no iban a estar. Ibamos a encontrar una ciudad sola.

Voy al estante Soriano de mi biblioteca. Están todos sus libros, dedicados por él. Una dedicatoria más bella que la otra. La que más me gusta es la que me puso en la primera página de Cuarteles de invierno, en aquella edición del pleno exilio publicada por Bruguera en Barcelona. Está fechada esa dedicatoria en Berlín, el 30 de mayo del ‘82, y me pone en su letra difícil: “A Osvaldo Bayer, para que siga en la lucha que, dos meses más, dos meses menos, vamos a ganar. Con toda mi amistad, Osvaldo”.

Dos meses más, dos meses menos. Iban a pasar más de dos meses. Diecisiete meses. Pero volvimos.

El único libro que no tiene su dedicatoria es Memorias del Míster Peregrino Fernández. Pero en la primera página figura, con tinta, este escrito: “Para Osvaldo Bayer con el cariño de Manuel y Catherine”. Su hijo y su compañera. Año 1999. Hacía ya casi dos años que él nos había dejado.

Osvaldo Soriano, descubridor de sombras, arlequines, figurones, galanes, pero también de soñadores que patean constantemente al egoísmo y meten goles en el cielo.

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