POR EDUARDO FEBBRO: LA TRASTIENDA Y LA ANGUSTIA DE CORREGIR NOVELAS
› Por Eduardo Febbro
desde París
Cada vez que atravieso a pie el puente de Austerlitz, el péndulo interior de la vida retrocede a una brumosa mañana de mayo de 1995. Habían transcurrido 17 horas desde el momento en que la silueta entrañable de Osvaldo Soriano entró en el café del Boulevard Saint-Germain. Tenía ese andar tímido de quien avanza tratando de no molestar. Traía una bolsa de plástico con algunos libros y unas cuantas páginas del manuscrito de la última novela que estaba escribiendo, La hora sin sombra. Como siempre, su apuesta en la incierta ruleta de la magia pasaba por París. Aquí, en la soledad inhóspita de un departamento del barrio de la Goute d’Or, Soriano emprendía la última escritura, la confrontación final con un manuscrito y sus infinitas combinaciones, sus recurrentes repeticiones, sus aciertos felices, sus erradas memorables, su sentido esencial, su velocidad, su estrategia narrativa y su estética. París era el territorio del tedioso deber de la reescritura. Insomnios, angustias, dudas abisales, lágrimas borradas a la mirada pública, empeño poético y formal para plasmar en el papel la arquitectura soñada. París no era una fiesta sino el ritual de un metódico sacrificio, de un obstinado encierro. Hay obras que respiran el esfuerzo que costaron, otras cuya armadura formal, su ingenio estructural, su complejidad, son aliados inseparables de su belleza palpable, hasta de su éxito. Desdeñadas por la crítica docta, las novelas de Osvaldo Soriano eran producto de un esfuerzo inenarrable y de una férrea ambición estética y formal que Soriano, voluntariamente, diluía para que el soporte del texto no influyera en la historia. Su único propósito era contar la vida, contar nuestra historia, cifrarla en una corriente de diálogos e imágenes en las que todos nos reconociéramos. Universitarios y comentaristas exquisitos han criticado esa facilidad, ese trazo juzgado como un rasgo de simplicidad, como una mera fórmula para vender más. Muchos han definido la obra de Soriano bajo una suerte de insulto disimulado: “el género menor”. Pero aquella fluidez no se fabricaba con métodos editoriales. Primero se siente en el alma y luego se la traslada al alma del texto. Sólo un gran narrador puede hacerlo. Parece que en los tardíos conceptos de cierta crítica el estatuto de narrador es un referente menor, muy por debajo del mítico escritor. Sin embargo, Soriano narraba sus historias escribiendo sus libros. Tenía su meta estética, no menos ambiciosa que la vertiginosa concisión de Borges o la polifonía verbal y estructural de Joyce. Para él, cada palabra servía a la historia. Aun ya consagrado, su horizonte seguía siendo una carta que Scott Fitzgerald le escribió a su hija cuando ésta le hizo llegar el manuscrito corregido de una novela que la joven había terminado. Fitzgerald la alentó, la felicitó y, en medio de enternecedores elogios y consejos tímidos, le entregó, indirectamente, la fórmula mágica: cuando escribas una historia y encuentres que en ella hay dos o tres páginas que son las más bellas que hayas escrito, las más conmovedoras y grandiosas que puedan salir de tu imaginación, debes entender que, por más bellas que sean, si no están al servicio de tu historia hay que borrarlas. Nos volvemos escritores sólo cuando somos capaces de eliminar esas páginas, decía Fitzgerald. Y Osvaldo las escribía, pero prefería conmover con un diálogo, con un personaje que fuera el espejo de un país, antes que con la belleza literal de una página. El quería que la gente contara sus historias como se cuentan anécdotas, no que se conservaran sólo como emoción poética.
La tarde en que entró en el café, Soriano traía un enigma. Antes de que lo revelara pasaron muchas horas. Debimos haber tomado grandes remolinos de café, evocado las figuras ya familiares de Simenon, las anécdotas renovadas de las andanzas de Fitzgerald y Hemingway, una historia de boxeadores perdidos en Corea, los entonces nuevos y deslumbrantes textos de Cormac McCarthy, el halo sensual de las mujeres de París, la vida en Buenos Aires, la informática, la acelerada capacidad de la memoria de las computadoras, de aquellas dos memorias informáticas que fascinaban y despistaban a Osvaldo, la “memoria de masa” y la “memoria virtual”, debimos también haber hablado de un tema que le rondaba en la cabeza, eterno y renovado como preocupación por una pregunta que alguna vez hizo Flaubert y que Osvaldo conocía de memoria: ¿se puede hacer literatura con nada? A Soriano le parecía que esa pregunta, un siglo y medio después, había encontrado su respuesta en los primeros libros de Bret Easton Ellis. También hablamos del célebre final de un cuento de Borges, “El muerto”, y su implacable “Suárez, casi con desdén, hace fuego”. Aquella frase era una guía, un faro en la tormenta para navegantes que buscaban el mejor rumbo. ¿Cómo llegar a buen puerto en un mar de infinitas rutas, de frases demasiado largas, de direcciones contradictorias, de engañosas apariencias, de intuiciones que se esfuman, de adjetivos abusivos, de personajes que toman el timón del barco y modifican su destino y obligan al autor a repensarlo todo? Soriano decía que el problema mayor de una novela no era equivocarse con los adjetivos, hacer una descripción demasiado larga, crear un personaje medio fallido o un diálogo flojo. La amenaza mayor a la que se está expuesto es errar el destino de la historia que se está contando. Soriano perseguía un espacio narrativo ideal que consistía en concentrar en un puñado de frases el alcance máximo del sentido, de la visibilidad y de la resolución de las situaciones narrativas, una suerte de elocuencia que llevara a que, cuando se cerrara el libro, toda esa gente que estaba en las páginas también estuviera adentro de uno, que pasara por la calle porque eran, en sus exageraciones paródicas, como amigos, como gente cercana, visibles, entrañables, odiables o envidiables, poco importara qué eran sino quiénes. Eran la Argentina, Buenos Aires, las siluetas de un país que se estaba haciendo y desgarrando y cayendo y levantando. Soriano nos contaba la historia de lo que nos estaba pasando. A su manera, él era el detective secreto que deambulaba por sus historias buscando al culpable, al asesino, al loco, al botón, al genio o al fugitivo, al romántico, al cura, al apostador, al boxeador, al fracasado o al visionario, al milico o al demócrata, en suma, a todos aquellos que fundaron este país, que lo seguían haciendo y destruyendo.
Esa tarde Soriano apareció como siempre, con una bolsa de libros que eran regalos. Había dos: un libro de Conrad, Tifón, y otro de James Hadley Chase, Eva. Las horas transcurrieron y vino la cena, otros bares, más café, una larga caminata por el Boulevard de Montparnasse y, ya entrada la madrugada, el tímido ruido de la bolsa de plástico de donde Soriano extrajo su manuscrito. La hora sin sombra aún no era La hora sin sombra. Era un texto, frágil como todo manuscrito, una entidad desnuda, expuesta a la amenaza de las variaciones, de las correcciones irrecuperables, a los misterios de la incertidumbre que puebla las noches y los días de un autor. A su pedido, lo había leído y anotado varias veces. Soriano leía las observaciones y luego volvíamos a encontrarnos para comentarlas línea por línea en un obsesivo y prolongado viaje nocturno. La última de esas lecturas lo había interpelado. Entre sus lecturas plurales, La hora sin sombra es la historia de la recuperación del padre. La novela empieza cuando el padre, vestido de forma vistosa, se escapa del hospital. En la primera versión del texto, el hijo encuentra al padre y lo mata para ahorrarle el sufrimiento y la agonía de la enfermedad mortal que lo acecha. En mi observación de ese pasaje, la muerte del padre era inadmisible, tanto que, en una hoja aparte, había criticado con virulencia esa opción. Mi enardecido argumento a favor de que el hijo no matara al padre lo perturbó. Discutimos mano a mano durante muchas horas hasta que se hizo de día, un hecho poco común en Soriano. Como todos los habitantes de la noche volvía siempre a su casa antes de que el sol derramara las lastimosas evidencias de la vida. Esa vez no. A las nueve de la mañana y con un desayuno en la mesa seguíamos midiendo los argumentos en un bar del Boulevard de L’Hôpital. Yo quería salvar al padre, él quería que su hijo lo eliminara por amor. No estaba convencido pero prometió pensar y tal vez probar cómo cambiar ese destino. Salimos del bar y caminamos hacia el Sena. El Boulevard de L’Hôpital empieza en la Place d’Italie y termina en la Gare d’Austerlitz, frente al Jardin des Plantes y al borde del Pont d’Austerlitz. Soriano caminaba pensativo, preocupado. Llegamos hasta el Sena y empezamos a cruzar el Pont d’Austerlitz, hacia la Place de la Bastille. Eran las 10.30 de la mañana. En el medio del puente se detuvo y retomó la discusión sobre la suerte del padre en la novela. Entonces preguntó, enfrentándome: “¿Por qué lo querés salvar? ¿No será por lo que te pasó a vos?”. No sé si tenía razón, pero el interrogante era válido. Soriano entendía que mi ferviente alegato para mantener al padre con vida en el texto excedía los límites de la novela, que su fuente estaba en la ausencia de padre. El quería matar al padre que había tenido y yo quería salvarle la vida al padre que nunca tuve. Le expliqué que mi pensamiento se concentraba en su texto y no en mi biografía y que, aunque nunca nos emancipamos del pasado, nadie puede ni recuperar ni salvar lo que no ha existido. No hay estatuto simbólico que pueda ocupar el lugar de lo que nunca ha estado ni en nuestro corazón ni en nuestras vidas. Argumenté que la paternidad, regida por incontables interpretaciones, es ante todo una relación real, un amor real, una responsabilidad real. Que así como él se construyó con esa presencia, que aún lo ocupaba, yo me construí sin ella y que, por consiguiente, sólo se pueden salvar las existencias, incluso las textuales, pero no una ausencia. Se emocionó y me habló de su padre, de muchas cosas llenas y tantas otras vacías. Llegó el mediodía y aún seguíamos sobre el puente, suspendidos sobre el río, maduros y niños, ya padres ambos, yo de una niña, Romina, él de Manuel, ya sólidos desde hacía mucho y de pronto tan frágiles.
Osvaldo Soriano era un gran escritor, y también un gran hijo. Salvó al padre en la novela. Quedó vivo, rescatado para siempre en el sueño del hombre adulto cuando el padre le dice, después de encontrarlo: “Hijo, eres mi sueño”. Han pasado casi 12 años desde de ese episodio y diez de la muerte de Soriano. Otro hecho a la vez mágico y terrible vino a encandilar y a oscurecer la vida. Mi hijo Octavio nació en esos mismos días en que Osvaldo Soriano se iba hacia aquellas horas sin retorno cubiertas por las sombras.
He leído varios artículos cuyos autores –argentinos– se preguntan qué ha quedado de Osvaldo Soriano, cuál ha sido su importancia o la herencia literaria que legó. Algunos sostienen que sus libros ya no se encuentran en las librerías. En Francia están todos. Se los encuentra sin hurgar mucho en el FNAC de Les Halles, en el de Montparnasse y en otras tantas librerías. Osvaldo se asombraba siempre del contraste memorioso entre Francia y la Argentina. Allá, decía, nos eliminan. En cambio acá, en Francia, hasta el último mediocre es parte del patrimonio, hasta el más insignificante tiene una estatua o una mención en el libro de la historia. ¿Qué importa saber el lugar? Además, ¿quién puede medirlo? Osvaldo Soriano recreó un tipo de literatura que, varios años después y con otro volumen estético, ocuparía un lugar central. Martin Amis, Cormac McCarthy y Philip Roth son los más recientes representantes de una escritura del presente, es decir, de la codificación, a través de personajes emblemáticos, de figuras comunes y reconocibles, de la historia momentánea. Clint Smoker, el periodista trucho, Xan Mao, el actor y gángster, o Henri England son iconos de hoy que Amis utiliza en Perros callejeros –su última novela– para contar los horrores de un mundo contemporáneo absorbido por el culto de la imagen y la representación. Y qué decir del libro de Cormac McCarthy que acaba de salir, Este país no es para un hombre viejo. La historia del presente narrada con un telón de fondo compuesto por todos los mitos de los Estados Unidos: balas, caballos, sheriffs corruptos, autos que van a toda velocidad, persecuciones, moteles de mala muerte, espacios siderales, snacks de mala muerte, putas, botas de cuero. La historia la lleva adelante Moss, un obrero que huye hacia la frontera de México perseguido por una jauría de personajes porque supuestamente robó ganado. Pero Moss no sólo hizo eso, también se llevó una valija llena de dólares encontrada por azar. McCarthy cuenta su país, su miseria, la perversión de sus ideales, su desesperanza. Es, como lo fueron a su manera No habrá más penas ni olvidos, Cuarteles de invierno, El ojo de la patria y Una sombra ya pronto serás, una radiografía cínica y voraz del presente. Osvaldo Soriano tenía una relación privilegiada con la historia. Era un cronista metafísico de sus movimientos profundos y la contaba desde la superficie de sus protagonistas, héroes comunes, borrachos geniales, boxeadores pensantes y nobles, vagabundos filosóficos, ladrones matemáticos o actores fracasados, policías corruptos pero con algún rasgo de orgullo, futbolistas imposibles, adivinas enamoradas, solitarios, perdidos y reencontrados, peronistas de alma y peronistas traicionados. Todos bajo el mismo sol, todos distintos y uno mismo, nosotros.
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