POR GUILLERMO SACCOMANNO
› Por Guillermo Saccomanno
1 Diez años de la muerte de Soriano. Tengo una sensación patética de bandera a media asta, acto escolar, discurso sobre el prócer emérito. La verdad, no tengo mucha gana de prestarme al ritual de efeméride del club de viudas de Soriano. Sin embargo no puedo evitarlo, escribo. Me pregunto por qué. La primera respuesta, la más sincera es porque me ataca un sentimiento de venganza. Lo digo de una: la literatura como venganza. Por supuesto, podría argumentar que la literatura es un artesanado silencioso que se caracteriza por el amor al prójimo y las ganas de mejorar el mundo. Educadísimo, quedaría. Al carajo. Con las buenas intenciones, se sabe, sólo se hace mala literatura. Me jode escribir sobre Soriano. Dos razones. Una: todos parecemos huerfanitos de un escritor que se habría reído a carcajadas al vernos en esta situación. Dos: tengo la sensación de haber dicho ya todo lo que tenía que decir sobre Soriano en homenajes sucesivos, en artículos esporádicos y hasta en el prólogo a una de sus novelas. Si tengo sentimientos tan encontrados a la hora de escribir sobre Soriano, me pregunto, entonces qué hago a esta hora de la madrugada –la hora en que manteníamos con Osvaldo conversaciones telefónicas interminables– volviendo a escribir sobre él. Fresán escribió que lo bueno de la literatura es que uno puede hacerse amigo de los que admira. Este es el caso. La lealtad a un amigo puede ser una buena razón, pero prefiero –amistad al margen– hablar de una convicción compartida: la literatura puede hacer un cacho mejor al prójimo, una convicción –apenas lo escribo, dudo– que no se la creería Philip Marlowe conociendo como conoce las miserias humanas, que suelen ser las mismas que las sociales. Si las bellas artes no hicieron mejor a Hitler por qué pensar que leer a Soriano va a mejorar a los lectores. Por qué escribo entonces sobre Soriano, me pregunto. Porque sigue interpelando el oportunismo trepa de muchos escritores, es una respuesta más convincente. De lo contrario Soriano no seguiría levantando polvaredas y chicanas en opúsculos y novelitas escritas a medias. Es que sigue representando, además de una manera de mirar, una causa. Mejor dicho: su manera de mirar responde a una causa. Y viceversa. Me voy a repetir, lo sé. De modo que intentaré ajustar algunas reflexiones que esbocé en otras oportunidades, en otros aniversarios, en otros actos de homenaje, esa clase de actos celebratorios que, por lo general, tienden más a pasteurizar una escritura que a subrayar la incomodidad que produjo, que produce, que seguirá produciendo entre quienes lo odiaron en vida y ahora, después de muerto, le siguen pegando, lo que viene a probar que Soriano sigue vivo. Lo primero que pienso al ponerme a escribir es una obviedad: Soriano dejó un lugar vacío, en la literatura y en el periodismo. Doy un ejemplo: a Página/12 no le faltan firmas prestigiosas para ocupar ese espacio de las contratapas dominicales que era, como de ningún otro, de Soriano. Sin embargo, no es lo mismo. Entonces empiezo a preguntarme el porqué de esta obviedad.
2 Cada vez que tuve que escribir sobre Soriano me pasó lo mismo que ahora: busco sus libros y siempre (justo aquellos de los que pienso extraer una cita) hay varios que me faltan, lo que es una buena señal. Esos libros debo haberlos prestado en un rapto de entusiasmo procurando irradiar los efectos de su buena literatura. Pero lo que me importa ahora es encontrar qué entendía Soriano por buena literatura. Entre sus artículos hay uno sobre Arlt. La apología de Arlt tiene bastante de proyección personal. Ya se sabe: cuando un escritor reivindica a otro lo que persigue es a la vez la marcación de un antecedente y la dirección en que pide ser leído. (Debo asumirlo, al hablar de Soriano, hablo también de mí. Y lo hago en el mismo sentido en que Masotta escribió su “Roberto Arlt, yo mismo”.) Despacio, empiezo a anotar algunas impresiones sobre la literatura de Soriano, su manera tan sencilla de contar. Así como a Arlt, escritores que hoy nadie recuerda le reprochaban que escribía “mal”, a Soriano se le criticaba que escribía “fácil”. A ninguno de sus detractores se les ocurría que en ese modo de escritura había una poética de la concisión y la síntesis, una economía de recursos rigurosamente elaborada. Es curioso: la mayoría de sus detractores de entonces hoy se abocan a escribir “fácil”, como si recién hubieran descubierto que del otro lado de la página hay otro, un lector, un semejante. En verdad, lo que descubrieron es la relación entre escritura y dinero, que con una ficción se puede ganar dinero, y que vale apostar en la ruleta del marketing aunque se lo desprecie. Aquellos jóvenes que en la primavera alfonsinista lo criticaban terminaron laburando en la tele y cuando publican una novelita lo plagian. Es verdad: muchas de las ideas que Soriano desarrollaba en sus textos no provenían tanto de una elaboración “teórica” como de una intuición siempre alerta. Fútbol, cine, política. Soriano se las ingeniaba siempre para traducir lo que estaba en el aire. Ningún escritor, desde Arlt con sus aguafuertes a la fecha, exhibió una perspicacia igual obteniendo una repercusión similar. En el velorio de Soriano llamaba la atención que se acercaran a despedirlo un sinfín de lectores anónimos. Me acuerdo de un padre y su hijo, los dos con la camiseta de San Lorenzo, el club de Soriano. En efecto, puede pensarse que hay un gesto “populista” en legitimar la escritura de Soriano en función de la masa de lectores que supo conseguir. Justamente porque escribía “fácil”, a Soriano también se lo tildaba de “populista”. Esta clase de críticas, que son siempre críticas de clase, lo enconaban. Conviene subrayarlo: como Arlt, Soriano es el escritor que se arma desde abajo y se forma, como puede. Elsa Sánchez de Oesterheld conserva una carta del joven Soriano al guionista de El Eternauta. Oesterheld, entonces, puede ser un paradigma: la literatura popular. Cuando Soriano publicó su primera novela sorprendió con su madurez narrativa. Es que su técnica, y no sólo la técnica, Soriano la había adquirido en las redacciones de Primera Plana, primero, y La Opinión más tarde. Sus compañeros de trabajo fueron Walsh, Urondo, Gelman, Dal Masetto, Briante, Rabanal, Bayer, Eloy Martínez, Bonasso y Belgrano Rawson entre otros escritores. Pero fundamentalmente su aprendizaje literario se había cifrado en la novela policial y, dentro del género, en la admiración por Raymond Chandler, quien cierta vez dijo que su responsabilidad como escritor era seria ya que escribía para lectores que, con seguridad, no leían otra cosa que novelas policiales, que antes de ser policiales eran novelas. Chandler era el autor fetiche de Soriano. Más que Graham Greene, de quien más tarde estudiaría la articulación entre la aventura y la denuncia. A Chandler se lo advierte en Soriano a través de sus metáforas entre poéticas y humorísticas, de los diálogos agudos en los que el ingenio reverbera descubriendo el absurdo, como disparate, en medio de la derrota. Como los héroes de Chandler, los personajes de Soriano son perdedores. Si, a lo Simone Weil, en la historia hay que elegir, Soriano elegía: estaba siempre del lado de las víctimas.
3 No me sorprende: al escribir estas reflexiones siento que ya lo hice antes. Ya ni miro las anotaciones que hice un rato atrás. También, inevitable, me doy cuenta de que en estas líneas se me crispa el tono. Inevitable, sí, cuando me acuerdo lo que a Soriano le importaba obtener un reconocimiento de la crítica literaria que presumía de culta.
Paso a ejemplificar con una anécdota que me contó Bayer en una feria del libro patagónica, una de esas ferias que suelen parecerse más a una kermesse heroica que a la Rural del Libro porteña donde las editoriales exhiben a sus toros de raza y vacas sagradas. Una vez Beatriz Sarlo invitó a Soriano a participar en una charla en el ámbito universitario. En esa época, si mal no recuerdo, parecía haber dos bandos en la narrativa: Saer en un rincón del ring y Soriano en otro. Una disyuntiva falsa. De la que sacaban partido los saerianos y los sorianescos. Descreo de la ingenuidad de Sarlo y, especialmente, del desentendimiento de Saer y el candor de Soriano. Disyuntiva falsa la de quienes levantaban por un lado la morosidad y la experimentación y por otro el artefacto narrativo popular. Disyuntiva que si a algo contribuía era a opacar la minuciosa relojería narrativa de uno y de otro. Volviendo a esa vez: Soriano invitado al ámbito académico. El alumnado se burló del escritor porque apenas si había terminado a los tumbos la primaria mientras su padre, empleado estatal, cambiaba de destino desde la pampa hacia el sur. Esa madrugada, destruido, Soriano lo llamó a Bayer. Como reivindicación y ajuste de cuentas, Bayer invitó a Ricardo Piglia a presentar a Soriano en su cátedra de Derechos Humanos en el ámbito universitario. Piglia arrancó planteando que los tres escritores argentinos más grandes de nuestra literatura no habían terminado la primaria. Arlt, Borges y Soriano. No creo recordar que el autor de Plata quemada haya publicado esta afirmación en sus ensayos. Una lástima.
4 Aunque le disgustara admitirlo, a Soriano, un “bárbaro”, le encandilaba la “civilización” corporizada en las luces de la gran ciudad puerto. Su porteñismo exagerado delataba su origen provinciano. Ahí, creo acertar, advertía su déficit. Quizá así se explique su atracción en el último tiempo por Bioy Casares, el tilingo turista que impostaba una lengua barrial que, en Soriano, era tan espontánea. Siempre me resultó sospechosa esa fascinación de Soriano por Bioy. Ese artículo que escribió sobre Bioy parece escrito por un tipo diferente del que escribió sobre Arlt, un tipo de otra extracción. Discutimos al respecto. Soriano no integraba la corte de colados en la casa de los Bioy que, en sus notas periodísticas, confianzudos, se despachaban como si fueran de la familia y ostentaran un doble apellido. No, el fervor de Soriano por Bioy era otra cosa. Una contradicción de clase. El pibe que se formó jugando al fútbol en potreros del interior y leyendo a los saltos desde Salgari a Oesterheld todo lo que le caía en las manos hasta que un buen día Chandler le hizo arrancar la máquina de narrar, ese pibe, digo, se fascinaba con Bioy igual que un humillado arltiano por la avenida Quintana.
5 Hace un rato escribí “venganza”. El correlato anterior de la venganza es, sin duda, el resentimiento, la esencia de los personajes arltianos. Soriano escribía sobre perdedores, los reivindicaba en sus derrotas. Todas las quimeras de sus héroes se orientan inexorablemente hacia el fracaso. No hay como la humillación para nutrir el resentimiento. Y no hay como el resentimiento para impulsar una literatura que, como la arltiana, hace de la ecuación sexo-dinero-poder su resorte esencial. En este aspecto me he preguntado varias veces por qué no leer a Soriano desde el Sartre que le abrió los ojos a Masotta para escribir su mejor ensayo, Sexo y traición en Roberto Arlt. Los personajes de Soriano no son sólo perdedores. Son también, a través de un grotesco pietista, la encarnación de una idea que está tanto en Scott Fitzge-rald, Hemingway y Faulkner: pelearla aunque al final, como le dice el padre a Quentin Compson, “ninguna batalla se gana jamás”. El grotesco en Soriano funciona como piedad. La lástima es un sentimiento que sólo pueden conocer quienes fueron golpeados y saben que con esas magulladuras sólo se puede construir el resentimiento. El grotesco en Soriano, próximo a la caricatura, exagera la realidad. Y hace visible lo que nadie quiere ver. Hay una tristeza siempre de fondo en sus ficciones que asocio con los guiones de Age y Scarpelli, los guionistas de Monicelli. Esa tristeza que cierra la historia de Los compañeros cuando los obreros, tras el fracaso de la huelga, vuelven entregados a la fábrica. En Una sombra ya pronto serás, escrita a fines de los ‘80, su novela más negra, lo caricaturesco se vuelve visionario: ahí se ve venir la catástrofe de una sociedad que se soñaba de clase media, rubia y primer mundo. No es desatinado sostener que ésa es la novela de la depresión nacional. Y envenena leerla.
6 Se puede argumentar que Arlt es de tan envenenado, venenoso. Y que Soriano, a su lado, intenta ser más comprensivo con las miserias de una sociedad carnicera. En todo caso, esa ternura que despliega, no es otra cosa que solidaridad. Como sus personajes, Soriano sabe que la dignidad es una pelea muchas veces perdida de antemano y, no obstante, hay que subir al ring, y si el ring es la literatura, apostar al cross en la mandíbula. Sus personajes son más que desplazados, desclasados. Si no tienen conciencia de clase es porque no pueden: no pertenecen a ninguna clase. Son la resaca del estado benefactor peronista. Y acá habría que explicar ese malentendido entre el peronismo y Soriano. La presunta izquierda lo acusaba de populista por su simpatía con el pueblo peronista, que no equivale a adhesión al líder del mayordomo ocultista. Para el peronismo Soriano resultaba un infiltrado, uno que esperaba la revolución por donde no iba a pasar: el peronismo. Aunque también como Arlt, despreciaba a los plumíferos del ambiente literario (véase ese capítulo memorable de El ojo de la patria, dedicado a los escritores que la juegan de secretos), no obstante Soriano esperaba ese reconocimiento de lo que se supone una “alta cultura”. En consecuencia, Soriano padecía la omnipotencia pero también la debilidad del autodidacta. Del mismo modo que hacía de la amistad un culto viril, su capacidad para conquistarse enemistades en el gallinero literario era prodigiosa. Cuando más le pegaron fue en la primavera alfonsinista, en la misma época en que el Presidente de la Nación se negó a recibir a Cortázar. Y cuando le pegaban, Soriano –no voy a justificarlo– se ensañaba con sus enemigos. Podría vérselo, insisto, desde esta perspectiva: la popularidad de su escritura cuestionaba a los castrati que celebraban una literatura dandística y de elite. Acá sería atinado citar de nuevo a Arlt: “Que los eunucos bufen”. Conviene detenerse en la mala fe ideológica de aquellos que piensan la literatura como misión santurrona o sólo como placer masturbatorio, la escritura de las novelas históricas de cartulina por un lado y esas pavadas narrativas que, desde la frivolidad, se consideran como “instalaciones”. Conviene detenerse en esas novelas que cada tanto irrumpen un ratito con una faja presumida que presenta la obra como la más importante del más importante escritor argentino contemporáneo. Conviene detenerse en la pompa y el barullo de los concursos literarios (muchas veces la única posibilidad de un autor inédito de lograr que lo publiquen, aunque haya casos notorios donde el veredicto es trucho). Conviene detenerse en el autor secreto que todas las semanas descubren los suplementos dominicales para sus lectores no menos domingueros. Conviene detenerse en la cantidad inabarcable de libros que se han publicado en un año (casi dieciocho mil el año pasado, se calcula) y preguntarse quién leerá todos esos árboles talados. Conviene detenerse en algunas preguntas simples: por qué escribimos, para qué escribimos, a quién escribimos. Preguntas sencillas, pero no libres de complejidad. Soriano se las planteaba. Porque su relación con la literatura era existencial y dramática.
7 Su fortaleza estaba, está, estará en otra parte. En un medio signado por blanduras, mezquindades y oportunismos, Soriano iba al frente. Ahí están sus notas sobre las canalladas de los editores. Ningún escritor, que yo recuerde, abordó la cuestión con tanta pasión, un sentimiento hoy con mala prensa. En medio de una polémica sobre los derechos de autor, un empleado ejecutivo de una editorial salió a salvar el honor marquetinero desde una revista. Hoy ese empleado es uno de los agentes de escritores más poderosos de por acá. De empleado de un prostíbulo a cafishio, habría dicho Soriano. Pero, ¿un agente tiene una ética diferente a la de un fiolo? Me permito incluir ahora una anécdota personal. En una feria del libro fuimos convocados a una mesa redonda sobre derechos de autor. “Llevemos nuestros contratos de edición”, me dijo Soriano. Era un argumento incontestable para discutir la cuestión de los derechos de autor. El público no superó las diez personas. Un solo escritor entre el público: Dal Masetto. Un abogado que integraba el panel se indignó cuando leí un contrato. El contrato le parecía chupasangre. Soriano dijo: “Se supone que acá debería haber más escritores. Se supone que los escritores son gente de coraje intelectual”. De nuevo, me reprocho este tono con el que escribo estas líneas. Pero, este tono, ¿no es acaso también un efecto Soriano?
8 Es curioso: Soriano ya no está. Y el lugar que dejó vacío no hace más que referir su presencia. Soriano ya no está, pero al nombrarlo, se nombra las causas por las que peleaba, todas intactas. Entonces Soriano vuelve a ser el nombre de una literatura que no le teme a la confrontación. Porque como Arlt en su momento, con su popularidad tan inmensa como envidiada, Soriano representa un fenómeno maldito para mucha intelectualidad nacional. Quizá ésta sea la prueba de la vigencia molesta de su escritura. Que se aviven aquellos que todavía persisten en el titeo a Soriano. Soriano va a seguir molestando mucho tiempo.
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