Dom 28.01.2007
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POR ESTHER CROSS

Soriano y Bioy: campeones desparejos

› Por Esther Cross

Cuando tenía veintiséis, colaboré con Grillo della Paolera en la edición de Bioy Casares a la hora de escribir. Era un libro sobre escribir, era un libro sobre leer. Fui con Grillo varias veces a lo de Bioy. Le entregábamos los borradores, que volvían llenos de marcas, comentarios y correcciones. Bioy era un escritor riguroso y detallista, Bioy era un lector experto. La edición de ese libro de entrevistas fue para mí como un taller intensivo. En uno de esos encuentros, Bioy habló muy bien de un libro. Era A sus plantas rendido un león.

Estábamos sentados en su escritorio. Al hablar del libro arqueó las cejas, con ese gesto de asombro que ponía siempre al hablar de los libros que le gustaban. Me gustaría acordarme de lo que dijo, pero no puedo.

Me acuerdo, en cambio, de que al otro día salí corriendo a buscarlo, un poco por curiosidad y otro poco porque me apuraba a leer lo que Bioy y Grillo nombraban. Me compré la novela en la librería –que ya no existe– de una galería –que tampoco existe– que quedaba a la vuelta de mi casa –-que ya no es ésa–. La leí de un tirón y desde el principio me pareció absolutamente natural haber llegado a ese libro a través de Bioy. No era difícil entender por qué le había gustado.

Para empezar, ya desde las primeras páginas había un desfile de lo mejor de las lecturas de la infancia: un país lejano, un personaje solitario y su amor imposible, animales que enloquecen, revoluciones y malentendidos, drogas que incitan a la angustia o la melancolía, aviones que despegan y se incendian como si nada y, planeando sobre todo, un héroe a contramano y su aventura. Pero eso, que era tanto, no era nada comparado con el resto. Bioy decía que si uno habla como argentino debe escribir como argentino y la novela de Soriano era la novela de un argentino que escribía como un argentino. Entre los párrafos de Bioy Casares a la hora de escribir, que yo tipeaba en la máquina portátil cada día, había uno que decía que cada tanto la vida “nos da una visión momentánea de algo que quiebra el orden de la realidad” y a mí me parecía que Soriano –y ésa era su vuelta de tuerca respecto de Bioy– escribía historias que pasaban en una realidad en la que el orden ya se había quebrado. Y había más pero era lo de menos. La verdad es que pienso casi todo esto ahora –igual que cuando armo una historia respetable pero falseada porque quiero contar un sueño–. Ese año leí a Soriano con la misma curiosidad con que leí libros de Stendhal, Bianco y otros escritores que Bioy y Grillo nombraban cuando apagábamos el grabador o en medio de una entrevista. Bioy y Grillo hablaban de libros todo el tiempo. Su entusiasmo era contagioso. Bioy había nombrado un libro buenísimo, se notaba además que Grillo lo conocía y ahora yo también tenía la suerte de conocerlo.

Pasaron unos años antes de que me enterara de que Soriano dividía las aguas entre los escritores de mi generación, que empecé a conocer entonces. Tanto empeño en atacarlo me parecía casi un despropósito y hasta me resultaba increíble. Si decía que había llegado a A sus plantas... por un comentario de Bioy, me miraban de costado porque en ese momento me enteré, además, de que Bioy también tenía sus rivales y allegados y que entre los de uno y los del otro no siempre se formaban equipos compatibles. La situación era un poco confusa pero no me parecía tan raro. Yo soy de ese tipo de personas que siempre llega un poco tarde a las fiestas y reuniones. Y ésta no era una excepción. Se notaba que había llegado con demora a algo que había empezado hacía bastante tiempo. En ese fuego cruzado de escritores que cruzaban escritores y me hacían entenderlos de manera diferente, seguía con las lecturas. En la lectura de sus libros parecían tan alejados de tanta discusión que al mismo tiempo los unía. Nuestros campeones desparejos. Los libros siempre enseñan algo que no puede explicarse tan fácil. Los libros y las cosas que pasan entre ellos.

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