POR ANGELA PRADELLI
› Por Angela Pradelli
Descubrí a Soriano gracias a mi viejo, que no era lector de literatura sino de diarios. Llegó a comprar hasta tres diarios por día en épocas en las que, como no había Internet, la lectura del diario era, también, acumulación de papel y tinta en la casa. Quién puede negarlo, tres diarios por día, para una casa chica, es una exageración que termina siempre en escándalo doméstico. Un día mi padre llegó con un diario nuevo. Entró silbando ese silbido que le salía bien bajito cuando era de alegría. “Leé”, me dijo. Me puso delante la contratapa de Soriano y no se movió hasta que terminé de leer y le devolví el diario. Durante muchos años, todos los que Soriano escribió sus notas en Página/12, mi viejo iba al quiosco, compraba el diario, y entraba a casa apurado por leer la contratapa. Una, dos, tres lecturas a veces. Después tiraba el diario sin leer ni siquiera los titulares. Vi ese gesto suyo repetirse durante mucho tiempo y una tarde se lo critiqué. Ese día, Soriano había publicado “Mecánicos” en la contratapa. ¿Cómo podía ser, le reproché, que un lector casi furioso de diarios los tirara sin leer? “¿Cómo sin leer? –me contestó mi padre–. Leí la nota de Soriano.” “¿Y el resto?”, le pregunté. “No hay resto”, dijo mi padre.
Todos los años les leo a mis alumnos del secundario ese relato, que Soriano publicó después en Cuentos de los años felices. “Mecánicos” es una historia de aprendizaje en la que el padre del narrador decide darle una lección de vida a su hijo. Esa lección consiste en desarmar juntos el Renault Gordini del padre. Pieza por pieza. Y volver a armarlo después. Así aprendés, le dice el padre. Los dos van ensuciándose de grasa, aceite y transpiración a medida que desarman el tren delantero, la tapa del baúl, el parabrisas, el tablero, el cigüeñal. Enseguida todo se llena de rulemanes, tornillos, tuercas, bujes, grampas y resortes. Después de varios días de trabajo, al terminar de armar el Gordini, el padre y el hijo descubren en el suelo una tuerca de bronce grande y redonda que se habían olvidado de poner. El padre decide salir igual a la ruta con el Gordini recién armado y esa misma noche el hijo tiene que ir a buscarlo al hospital de Cañuelas.
Algunas veces, en el aula, cuando termino de leerles ese relato a mis alumnos, pienso en qué diría Soriano si supiera que sus textos están incluidos en los programas de estudio de una escuela de suburbio. Pienso también en qué diría mi padre ahora. Los dos habíamos discutido aquella tarde en que “Mecánicos” se había publicado por primera vez y quizá mi padre, que nada sabía de la enseñanza de la literatura, pudo ver en ese relato –o mejor, en muchos relatos de Soriano leídos en las contratapas de un diario–, que la literatura puede ser, además, a veces, una enseñanza.
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