POR JORGE DI PAOLA
› Por Jorge Di Paola
La voz de Osvaldo sonó, alarmada, en el teléfono. ¿Qué pasa? Que clausuraron Primera Plana. ¿Qué hacer? Había quemado sus naves no hacía mucho tiempo. Dejó Tandil, renunció al diario, se despidió de su novia. La clausura era un desastre para él, más allá del desastre colectivo que significaba. Me quedé callado un rato.
Con cierta timidez me dijo que estaba haciendo la lista. ¿Qué lista?
–Qué día.
–¿Qué día qué?
–Qué día de la semana puedo.
–¿Podés qué?
–Almorzar en tu casa.
Estallé en una carcajada.
–¿Dónde estás?
–En un bar con los compañeros.
–Venite, tomamos algo y nos contás todo.
–Voy a tardar.
–¿Te gusta el miércoles?
–¿El miércoles qué?
–Almuerzo. Los miércoles hay pastel de papas.
Dos horas después cayó por la calle Salta. Traía una expresión entre rabiosa y preocupada. Tenía un cuadernito Rivadavia enrollado como un tubo y lo golpeaba contra la palma haciéndolo sonar. Lo dejó por ahí. Nos contó todo, vimos la ira, la impotencia. Lo imposible que era prever nada, siquiera suponer cuándo levantarían la sanción, ni si lo harían alguna vez.
Yo sabía que se había venido de Tandil casi con lo puesto, que el episodio lo dejaba indefenso. Lo escuché putear a los milicos. Lo consolamos. De paso, puteamos también.
Al rato nos dimos cuenta de que se había olvidado el cuaderno.
Creo que ese atardecer, al chusmear sus páginas, me di cuenta de la seriedad de Osvaldo. De la concentración y el tesón con que tomaba las cosas.
Tenía relevado el peculiar lenguaje de Primera Plana. Venía de un diario de provincias, de narrar partidos de fútbol. Había hecho un análisis concienzudo del estilo de la revista. Me llamó la atención porque no era un estudiante de Letras, de quien hubiera podido esperar ese relevamiento de estilo (era técnico gasista, así como Miguel Briante era electricista) y yo hasta entonces desconocía, salvo el borrador de un cuento, sus aproximaciones a la escritura literaria. Había oído en la pizzería El Cisne de Tandil sus maravillosos relatos orales y algunas anécdotas de Laurel y Hardy, y había leído las notas que le valieron la invitación a escribir en Primera Plana.
Faltaban algunos años para la composición de Triste, solitario y final. Incluso faltaba un tiempo para la lectura de Raymond Chandler. En el cuaderno también había algunos apuntes de cuentos y títulos de libros por leer.
El miércoles comimos milanesas y nos reímos todo el almuerzo sin parar. Ya sabíamos que de algún modo se iba a arreglar todo.
La máquina del tiempo da saltos. Hace dibujos discontinuos.
El cuaderno se lo llevó al otro día y nunca lo volví a ver.
Eran los tiempos en que había enriquecido sus entusiasmos con la novela policial negra. ¿El año ’73? El año en que su primer libro se perfilaba en el horizonte. En las conversaciones del bar probaba escenas. Los personajes se iban dibujando.
Siempre pensé que anotaba todo en ese cuaderno que nunca volví a ver.
Hacía un tiempo que éramos vecinos. Tres cuadras en Capital.
Nos veíamos seguido, así que se animó a confiar que había empezado a escribir la novela que tanto planeaba.
Poco tiempo después se puso de novio con una chica alérgica a los gatos.
Vino a verme... lo avergonzaba pedirme el favor... Yo comprendí que era una situación difícil. Acaso insoportable. ¿Optar entre la chica y el gato?
Me preguntó si se lo podía cuidar. Yo amo los gatos y compartirlo fue una fiesta. Además, Osvaldo empezó a alternar visitas puramente sociales con visitas enriquecidas con un rollo de papel que cada dos o tres días contenía un pedazo de borrador de capítulo.
Me llamaba la atención que se concentrara y se preocupara tanto. Yo acostumbraba a aconsejarle mayor ligereza. El creía que lo estaba cargando. Pensaba todo el día en el libro. Escribía totalmente concentrado en el silencio de la noche.
Estaba escribiendo un libro, y a la vez iba creando un estilo.
Jugaba con el gato mientras yo leía lo que había escrito la noche anterior.
Yo notaba que se iban articulando sus temas y sus preferencias. Se deslizaban por esas páginas sin corregir. Todo tomaba forma. Entreví una curiosa hibridación entre personajes reales e imaginarios o de ficción que iban creando un ámbito nuevo en esas páginas; un espacio diferente en la narración.
Pasaron varios meses.
Osvaldo siguió viniendo seguido a ver al gato. Estaba por publicar el libro que había acompañado las visitas a michifuz.
La máquina rechina en el ’76. Esos tiempos estaban acelerados, yo ya me había refugiado en Tandil al cerrarse Panorama y quedarme sin trabajo. Una librería de viejo en un garaje iba a ser mi sustento. Osvaldo iba a emigrar. Manteníamos el humor bajo tensión. El desastre y el exilio nos caían como una piedra.
Osvaldo vino a saludarme. Se iba ya a Bélgica.
Entró en la librería estallando en una carcajada al ver que mi campanilla de aviso no era otra cosa que una lata de tomate que giraba libremente sobre el piso al golpearla la puerta.
–¿No te alcanzó para una campanilla?
Traía una carpeta enrollada como un tubo.
–¿Es? –pregunté.
La alisó cuidadosamente. Me la dio. Decía: No habrá más penas ni olvido.
Fue el último original que leí de Osvaldo. Me convertí en otro lector, al que le cuesta creer que no ande por ahí, con su seriedad y comicidad.
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