POR ARIEL DORFMAN
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Tiene que haber sido en el tardío otoño de 1990 que pudimos recibir al Gordo Soriano en Chile. Todos mis otros encuentros con él hasta ese momento habían sido en Buenos Aires. Extrañamente, siendo tan amigos, no nos habíamos visto durante los años del exilio. Me acuerdo de que varias veces Cortázar me avisó que Soriano acababa de pasar por París o estaba a punto de hacerlo, pero nunca resultó ese abrazo lejos de Latinoamérica. Ocasiones no faltaron cuando retornó la democracia a la Argentina (pero todavía no a Chile) y fue posible, en cada visita a la ciudad porteña donde yo había nacido, ver al Gordo durante largas horas y tratar de llenar los vacíos que la expatriación y los años habían ido abriendo en lo que sabíamos el uno del otro. Entre los temas de conversación, por cierto, estaba precisamente lo duro que era vivir lejos del país y cómo, en esos trances, uno descubre quién es de veras amigo. Osvaldo me confió que él tenía una lista especial, una libreta en que anotaba cada hijodeputa y cada ser leal, de manera de no perder la cuenta de los que se habían portado mal ni tampoco de aquellos –desafortunadamente más escasos– en quienes se podía confiar. Pero no me mostró la famosa lista ni me iluminó con su contenido. Tal vez, sabiendo que yo suelo ser de los que perdonan y a menudo hasta borran de la memoria los agravios, no quería él ponerse a discutir uno por uno los ultrajes que había recibido, no quería que peleáramos por nuestras alianzas y amistades. O me pregunté si la tal lista no era algo que solamente pasaba y repasaba y rumiaba en su cabeza, como por una pantalla interior en que los nombres y los entuertos se sucedían sin jamás ser materializados en una escritura formal.
La libreta, sin embargo, sí que existía y tuvo que venir el Gordo a Chile para que yo alcanzara a divisar su existencia palpable y física. Nos encontrábamos aquella noche en una cena íntima en la casa de Skármeta. Soriano se encontraba en Santiago para promocionar su maravillosa novela Una sombra ya pronto serás, y Antonio, como encargado de presentarla al público chileno, había hecho un análisis brillante de los personajes de esa novela y las otras del Gordo, acuñando un adjetivo, “anfibio”, para caracterizar ese mundo narrativo. En algún momento, en medio de la conversación generalizada y cuando habíamos despachado muchos pisco sour y más botellas de vino, yo mencioné, como al pasar, a una persona –ya ni me acuerdo de quién era o quizás es más justo decir que he preferido omitir acá ese nombre– que, durante los años del exilio, se había portado con generosidad y nobleza en una circunstancia en que no tenía para qué. El Gordo terminó de masticar su comida, tragó rápidamente, me miró con esos ojos en que se cruzaban la travesura y la seriedad.
–¿De veras, Ariel?
–De veras, Osvaldo. En forma gratuita. De acuerdo con lo que esa palabra significa originalmente: sin esperar recompensa ni reconocimiento.
Soriano pensó por un instante, quizás dos. Pero no más que eso. Y enseguida metió la mano dentro de una chaqueta (no sé por qué creo que era de tweed, pero en eso es probable que me equivoque) y extrajo una libreta. La abrió y pudimos ver una sarta de nombres esparcida por varias páginas. Fue escrutando esa lista –¡sí, era la lista!– hasta que finalmente llegó al nombre que yo había mencionado. Con una lapicera que apareció como mágicamente del aire (seguro que la tenía junto a la libreta, pero ¿quién se fija en detalles como ésos?) procedió, con toda deliberación, a tachar con una gruesa línea negra ese nombre y, luego, sin siquiera una sonrisa, buscó otra hoja del cuadernillo aquel y volvió a escribir, en una letra parsimoniosa, el mismo patronímico.
–Dejó de ser hijo de puta –sentenció.
Y tantos años más tarde, cuánta pena me da su ausencia y lo único que puedo hacer es rezar para que se encuentre en algún lugar del más allá donde reciben a los escritores más hermosos, que esté por allá, todavía con sus listas, todavía animado, ese Gordo lindo y malandrín, con la certeza de que no hay nada más extraordinario y milagroso que la amistad, lo único que nos permite sobrevivir en un mundo lleno de enconos y traiciones.
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