POR ANGELICA GORODISCHER
› Por Angelica Gorodischer
Cosa rara esto de los recuerdos de los amigos que se han ido. Si una los quiso, los quiso de veras, los quiso mucho, hermanos que fueron, le da rabia que se les hayan adelantado. ¿Por qué se apuraron en irse, eh? Se hubieran quedado un poco más, caramba: ¿acaso no sabían que una los necesitaba? Claro que sabían: conversaciones, encuentros, cartas, recuerdos y olvidos, bromas, telefoneos, reproches, confidencias, ¿cómo no iban a saberlo? Pero no les importó. Vino La Señora Muerte y ellos le dijeron sí, vamos, cuando lo que debieron haber hecho era sacarla a patadas. Es como para sentirse ofendida.
Al lado de eso vienen otras cosas que se acompañan de lo de la rabia, se contradicen, se rodean y se dan a veces la razón y a veces se pelean como chusmas de conventillo. Por ejemplo eso de que una los tiene siempre presentes. Quiero decir que no hace falta estar pensando en ellos porque están siempre ahí, del otro lado en la mesa del café o del costado de la pared en la vereda del sol o en casa de alguien cuando una ve luz y sube. Ahí están, ¿ves? Y se ríen con una o le dicen a una Che, no seas boba no hagas esa macana. Entonces, para qué va a andar una fijando el recuerdo si fluye esa presencia como fluye el aire y una la respira como quien respira aire. Y es bienhechor. Y por más que se embronque y patalee, contra eso La Señora Muerte no puede nada, nada pero nada, tomá pa’vos.
Y está también eso que recién dije que una no hace, que es lo de fijar el recuerdo. Eso viene siempre mezclado con la ofensa del por qué te me adelantaste y la presencia imbatible del aire que me rodea.
No hay necesidad de decirle a alguien ¿te acordás de? No. Una se acuerda, simplemente. Porque vio un gato, por ejemplo. Paso a contarlo. Yo siempre tuve gatos, animal con el que me llevo muy bien. Tuve una gata que sobre mi mesa de trabajo se sentaba a ver lo que yo escribía, lo leía y se le veía en los ojos que no le gustaba nada. Una vez se lo conté a Osvaldo y tuvimos una mesa redonda acerca de lo que leen los gatos. Ahora no tengo ningún gato pero alguien en la vecindad tiene un gato blanco blanco con dos manchas negras, una en la cola y la otra en el flanco de este lado. Cada vez que lo veo trepar a la ligustrina, pararse ahí arriba, darse vuelta a mirarme y escapar, me acuerdo de la mesa redonda sobre lo que leen los gatos y de ahí paso a acordarme de las veces, tantas, tan pocas, que nos encontramos, hablamos, dijimos, callamos, nos despedimos, chau, nos vemos.
Y entonces pienso en los lugares. No, no nos veíamos muy a menudo. Ni siquiera sin el muy. No nos veíamos a menudo. Y es de imaginarse, ¿no? Yo vivo en Rosario, él vivía en Buenos Aires y se exilió en París. Bueno, ahí están los lugares, los tres lugares en los que nos vimos, varias veces en Rosario (tengo una foto en la que está con mi hijo mayor en el jardín de casa: mi hijo era un adolescente de pelo largo y Osvaldo lo mira y se ríe), varias veces en Buenos Aires, dos veces en París.
Los lugares vienen con el recuerdo fijo, no con el aire ni con la rabia. Son esas cosas que tienen los que se han ido, explicables tal vez para mi hija que es una psicoanalista seria pero no para mí que soy una mina de la zona sur, Rosario, de este lado del puente, que escribe novelas. Yo me limito a volver a la mesa redonda sobre los gatos y a sentir cómo estalla en la conversación la peripecia, cómo se habla de lo que se escribe, cómo se puntúa, cómo se quita uno a la otra u otra a uno la palabra para decir lo que el otro, la otra iba a decir, cómo se siente la importancia de unos fideos a la manteca negra cocinados en un departamento de París cuando hay tanto que decir y tan poco tiempo aunque no lo sepamos.
Eso es lo malo. Que lo que queda es sólido y complicado, inconsútil y anfractuoso, rebelde y complaciente, todo a la vez pero es eso, lo que queda.
Un momento. Quedan los libros, nada menos que los libros. Ah, sí, están ahí. Si levanto la vista los veo en el tercer estante; los veo en una librería o en una biblioteca o en la casa de alguien. Están, y para eso no hay adjetivación posible. Sólo puedo superponerlos a la presencia, o mejor, a lo que no es ausencia. Sólo eso porque esto no es un comentario ni una crítica: es lo que es, un segmento de una historia compartida en tres lugares y que ocupa un trozo de vida rebelde a la muerte, inconquistable.
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