CINE > IDI AMIN, EL GRAN PAPEL DE FORREST WHITAKER
Idi Amín fue uno de los dictadores más sangrientos del siglo XX: durante los ocho años que estuvo en el poder (entre 1971 y 1979), filmó y transmitió fusilamientos, ejecutó traidores en actos oficiales, promovió la invasión de Israel, expulsó a indios, judíos y cristianos de Uganda y elevó su cifra de víctimas casi al medio millón de personas. El último rey de Escocia, estrenada el jueves pasado, intenta retratarlo. Pero ni siquiera la excepcional actuación de Forrest Whitaker consigue sostenerla. Por eso, a continuación, todo lo que la película no cuenta.
› Por Mariana Enriquez
El joven blanco, escocés, médico recién recibido, no quiere seguir los pasos de su padre el doctor, respetable y aburrido. Entonces, entre aventurero e idealista, se va a Uganda, para trabajar en una aldea. Por casualidad conoce al general Idi Amin, que días antes, mediante un golpe de Estado, tomó el poder en el país. El general le toma cariño, y el joven acaba siendo su médico personal y principal consejero, hombre de confianza, casi amigo. Y el médico es tan, pero tan idiota que nunca se da cuenta –o muy, demasiado, tarde– de que está asistiendo a uno de los dictadores más crueles del Africa, responsable de la muerte de 300 mil personas (aunque Amnistía Internacional eleva el número hasta el medio millón). ¿Cómo es posible? Bien, tal es la trama de la novela El último rey de Escocia de Giles Foden, que acaba de ser llevada al cine por Kevin Mac Donald, con una actuación apabullante de Forrest Whitaker como Amin. Tan brillante es la presencia del mejor actor negro de los Estados Unidos que hasta podría salvar la película. Pero no basta, porque una vez más Hollywood se muestra incapaz de contextualizar un conflicto y un personaje histórico. Y necesita ubicar en el centro de la historia a un blanco occidental de inmaculada conciencia que, atrapado en un “infierno”, es incapaz de comprender lo que sucede, y por qué. Un blanco que pierde la inocencia y hace algunas maldades –sin intención– aunque claro, se redime.
¿Y qué sabe el público acerca de Idi Amin después de ver El último rey de Escocia? Nada. O lo mismo que sabe el médico Nicholas Garrison, a quien la historia y el genocidio le pasan por el costado de la forma más inverosímil, sobre todo teniendo en cuenta que, por ejemplo, en 1972, Idi Amin ordenó doce ejecuciones públicas en un solo día y las filmó para que sirvieran como ejemplo al país; seguramente, el doctor y asistente personal del general se quedó durmiendo esa jornada. Es tal la insistencia de la película sobre la ignorancia del médico escocés –personaje que, insistimos, es ficticio– que parece una enorme justificación: de haber sabido algo, grita el subtexto, el doctor habría actuado. Cuando se enteró, fue demasiado tarde, y sólo le quedó la obediencia debida para salvar su propio pellejo. Para Hollywood, hay pocos roles para el blanco en los conflictos internacionales, especialmente los africanos. En general, como apuntó John Queenan en un artículo de The Guardian, se trata de blancos moralmente superiores que vencen a blancos malísimos, mientras los africanos observan de forma pasiva, y eventualmente saludan la heroicidad del blanco bueno de marras. Pasaba en El jardinero fiel, por ejemplo: Rachel Weisz es asesinada por descubrir que nativos son usados como conejillos de indias por una compañía farmacéutica de blanco dueño, pero después es el blanquísimo Ralph Fiennes quien venga su muerte y se sacrifica por los africanos, que aplauden.
El último rey de Escocia trata de salirse del estereotipo en algunos puntos. Está claro que los británicos sostienen a Amin en el poder, y no muestra al dictador como una bestia salvaje sino como un hombre al mismo tiempo campechano y aterrador que organiza fiestas sofisticadas. Pero no logra abandonar un punto de vista culposo que de nada sirve para intentar comprender qué pasó en el Africa recién descolonizada y qué rol tuvieron los colonialistas en los regímenes posteriores, ni da dimensión alguna de la complejidad política, tanto de la región como de la dictadura de Amin, donde los problemas étnicos fueron parte fundamental de sus acciones (él pertenecía a la comunidad kakwa, despreciada por los acholi, pueblo al que pertenecía Obote, el primer ministro depuesto). Además de que, por supuesto, los africanos muertos son música de fondo, mientras las peripecias y maltratos que sufre nuestro protagonista blanco se agrandan hasta el martirio.
Como El último rey de Escocia aporta poco y nada sobre Idi Amin, conviene hacer un incompleto repaso sobre su brutal gobierno. Nacido en la pobreza, fue un bayaye –persona que llega del campo a la ciudad en busca de trabajo y, como no lo encuentra, vive como vagabundo por las calles– hasta ingresar en el ejército colonial inglés, los King’s African Rifles, en 1946. A los militares que lo reclutaron les impresionó su físico: había sido campeón de pesos pesado de Uganda. En el ejército hizo carrera y llegó a teniente, el cargo más alto para un soldado de raza negra. En 1962, con la independencia de Uganda, se convirtió en el brazo de derecho de Apolo Milton Obote, primer ministro. Sin embargo, en 1971 lo derrocó mediante un golpe de Estado apoyado por Gran Bretaña e Israel: Obote se hallaba en Singapur, pero a su vuelta iba a arrestar a Amin, quien había robado dinero, oro y marfil de la guerrilla anti-Mobutu del Zaire. Pronto Amin lanzó escuadrones de la muerte tras quienes apoyaban a Obote, y una temible agencia de inteligencia para detectar traidores. Por lo general, los “culpables” eran decapitados. Mientras tanto, el gobierno británico, en un memorándum secreto, lo llamaba “un espléndido jugador de fútbol”; ya en el ejército lo habían promovido justamente por su falta de instrucción, no lo consideraban una amenaza.
El gobierno de terror absoluto de Amin se extendió hasta 1979, cuando provocó su propia caída al intentar invadir la vecina Tanzania. Usó muchos nombres y cargos diferentes, entre ellos el de “Rey de Escocia”, porque se consideraba vencedor del ejército británico. No tuvo amigos, y nadie sabía dónde dormía, ni dónde se alojaba. Su ejército estaba formado por soldados de diferentes etnias para que no se comprendieran entre sí, ni guardaran lealtad más que para con él. Cuando daba discursos, solía acompañarse de un funcionario que consideraba traidor, y lo ejecutaba frente a la multitud. Echó de Uganda a los indios, los judíos, los cristianos, expulsión que derrumbó la economía del país. Cuando las fuerzas de Tanzania lo sacaron del poder, huyó a Libia –era aliado de Kadafi– y luego se instaló en Arabia Saudita, país que lo apoyaba porque Amin ayudó en la expansión del Islam. Allí murió en 2003, ya anciano.
De seguro, Forrest Whitaker y Kevin Mac Donald tuvieron muy en cuenta para la producción del El último Rey de Escocia el legendario documental General Idi Amin Dada: Un autorretrato, que Barbet Schroeder filmó en 1974, en Uganda, con total participación y acuerdo del protagonista. En esencia, es Amin quien dirige el documental, incluso coreografiando ciertas escenas, como las bienvenidas a los pueblos. El documental consiste en entrevistas, discursos, exhibiciones de su ejército y planes militares (un ensayo de toma de las Alturas de Golán en Israel), una larga reunión de gabinete, donde Amin critica la labor de su ministro de Relaciones Exteriores –que tres meses después apareció muerto, flotando en el Nilo–, y escenas más prosaicas, como el general bailando en fiestas, nadando en su pileta o llevando a Schroeder de safari en lancha, entre hipopótamos y cocodrilos. Si bien está claro que los realizadores poco pueden mostrar fuera de los deseos de Amin –es posible escuchar la reticencia y el cuidado en la voz y las preguntas de Schroeder–, el documental es perturbador: el general parece afable, de risa franca, amabilísimo, un poco colorido y, sobre todo, incapaz de las matanzas que se le adjudican. Pero, al avanzar los minutos, se lo escucha organizar la caída de Israel en términos de virulento antisemitismo –afirma que los israelitas quieren envenenar el Nilo– y confiando en el libro falso Los protocolos de los sabios de Sion, impreso por los servicios secretos rusos y lectura obligatoria en colegios durante el Tercer Reich. Muchas de las declaraciones de Amin en el documental forman parte del guión de El último rey de Escocia: la afirmación de que sabía el día y hora de su muerte –revelados en un sueño– y que por lo tanto nadie podía matarlo, o su historia de vida, narrada con las mismas palabras. Probablemente también tomaron de este documental el aspecto moderno de Kampala, la capital, en los años ’70, y la reconstrucción de la mansión de Amin, con sus bellos jardines.
La genial composición de Whitaker resulta aún más impactante después de ver la película de Schroeder. El actor no hace una imitación: toma esas maneras de oso cariñoso y le agrega una dosis de paranoia y furia contenida que redondea al personaje sin convertirlo jamás en una caricatura. En su época no faltaron los chistes sobre Amin, sobre todo tomándole el pelo por su acento: Whitaker reproduce esa forma peculiar de hablar el inglés, pero con tanto respeto e inteligencia que jamás mueve a risa. Merece un Oscar. Pero el público se merece películas que ofrezcan una mirada más inteligente, menos paternalista y sobre todo menos bochornosa acerca de cualquier hecho político-histórico “basado en una historia real” que suceda fuera de los Estados Unidos. Porque para esto, francamente, mejor ver documentales.
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