CASOS > NORAH JONES, BUENA A PESAR DEL éXITO
› Por Diego Fischerman
Las cosas podrían haber sido de otro modo. Ella sería, entonces, una artista casi secreta. Se celebraría su producción de entrecasa, su tono menor, su elección de temas propios y de clásicos del country como Hank Williams, los arreglos escritos y tocados en contra de todas las leyes de la industria pop –tan lejos Shakira, por ejemplo–, sus videos íntimos y su reivindicación del pequeño artesanado. Pero Norah Jones tuvo éxito. Es decir, un éxito inmenso: 20 millones de copias vendidas con su primer disco, que además le hizo ganar 8 Grammy. Y entonces la intelligentsia la anatemizó. Como si entre ella y Britney Spears no hubiera nada. O, peor, como si la única diferencia fuera esa “autenticidad” que se le reconoce con indulgencia.
El cuarto disco de Jones acaba de salir a la venta. Su nombre es Not too Late y, como los anteriores, fue publicado por Blue Note, un sello que, originariamente, había estado dedicado al jazz. Que el acompañamiento –mínimo, preciso, sugerente, hasta misterioso– de la primera canción, “Wish I Could”, esté a cargo de dos cellos, uno tocado con arco y el otro pizzicato (es decir con las cuerdas pulsadas por los dedos) es una primera sutileza. Y es la primera de muchas que para muchos especialistas pasaron desapercibidas. La exquisita repetición de un arpegio en la guitarra, con comentarios de delicadeza extrema en el piano, una marimba y los sonidos sostenidos de una guitarra eléctrica distorsionada en “Not My Friend” es apenas una más de las pruebas de por qué Norah Jones merece ser escuchada. Otra es el tono cinematográfico un poco a lo Nino Rota –o a lo Randy Newman– de “My Dear Country”, en menos de tres minutos de perfecta concisión.
Pero, ya se sabe, las ideas se degradan. Y la vieja noción del riesgo estético como valor, traducida por sordos, llevó, en la música, a una conclusión curiosa. Si en determinado momento se rechazó la comodidad, lo sabido, lo complaciente, en aras de un arte que buscara ser siempre nuevo, inquietante y hasta molesto, lo que quedó, una vez que ese riesgo fue explotado, canonizado, enseñado y reproducido al detalle, fue su apariencia. Y la idea de que, siempre, el descuido con la forma revela un compromiso con el contenido. Como si toda persona sucia o mal vestida lo estuviera en virtud de los extraordinarios pensamientos que la ocupan sin descanso, no sólo se comenzó a sostener que toda música mal cantada o mal tocada era genial sino también lo contrario, que la agradabilidad e incluso la belleza eran necesariamente signo de blandura e inconsistencia.
Condenada por ser afinada, por tener un timbre de voz cálido y por componer algunas de esas canciones que cada tanto existen, que convencen a quienes las escuchan de que las conocen desde siempre y que la industria siempre celebra, como “Come Away with Me”, de su primer disco; rechazada por los amantes del jazz que sintieron invadido su territorio; menospreciada por su falta de gestos aparentes de ruptura, Norah Jones vende millones. Conviene recordar que lo hace por azar. Si no hubiera aparecido Diana Krall en el universo de las piano women y si la EMI no se hubiera visto obligada a rebuscar entre sus demos para ver cómo le competía a la Universal, tal vez sería una artista secreta, de bajo perfil, sutil y reacia a las leyes del mercado. Sería, podría pensarse, exactamente igual a como es pero con el dudoso beneficio del beneplácito de los especialistas.
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