MúSICA > RAY LAMONTAGNE, COSA SERIA
El mundo de los cantautores guarda secretos, pero pocos con tan pocas ganas de ser descubiertos. Aunque canten su canción en el final de American Idol, aunque el primer disco que grabó cuando dejó la cabaña unplugged en la que vivía trepó todos los rankings, y aunque sus recitales sean considerados “uno de los lugares más sexies para llevar a una chica”, Ray LaMontagne prefiere que lo escuchen del mismo modo en que él compone y canta: en serio y con seriedad. ¿Un intenso? Puede ser, pero sus canciones se lo merecen.
› Por Rodrigo Fresán
La cosa es así, esto es rigurosamente cierto: cualquier noche de éstas, uno decide ir a un concierto del songwriter de moda Ray LaMontagne. Uno saca la entrada, entra, sabe lo que va a encontrar: canciones delicadas y tumultuosas e inteligentes a cargo de un tipo con voz de humo. Canciones sobre corazones rotos y cómo se rompen y, en ocasiones, cómo hacer para remendarlos. Canciones tan íntimas que, en ocasiones, su autor decide apagar las luces del escenario para tocarlas y para que sean escuchadas a oscuras y en el más reverencial de los silencios. En las actuaciones de Ray LaMontagne se puede oír no el sonido que hace un alfiler al golpear el suelo sino el sonido de ese alfiler mientras cae. Y, muy de vez en cuando, quizás estimulado por el sufrimiento rimado del intérprete, alguien deja escapar una risita ante tanta angustia existencial. Entonces –esto sucedió no hace mucho en el Ryman Auditorium, en Nashville–, Ray LaMontagne para todo, camina hasta el borde del escenario y dice: “Parece que tenemos a un tarado entre el público que piensa que los blues son algo gracioso. Seas quien seas, supongo que preferirías estar en casa bebiendo cerveza frente al televisor mientras esperás a que tus hijos sean lo suficientemente grandes como para salir a violar niñas”.
Esto también es verdad: en abril de 2006, la revista GQ incluyó a los conciertos de Ray LaMontagne como uno de los 25 sitios más sexies del planeta para llevar a una chica.
Están advertidos.
Así es el asunto: la calma que no precede al huracán sino la calma en el ojo del huracán es lo que gira en las canciones de Ray LaMontagne. El susurro como grito y el alarido como suspiro. Y ese tipo tan tenso. Hay motivos, sobran las razones: detrás de los versos existe una biografía digna de una novela jamás escrita por Raymond Carver. Raycharles LaMontange (nombre y apellido pegados, inscripto así en los registros de New Hampshire, 1974) tiene una infancia con más mudanzas (en una ocasión a un gallinero, en otras a un auto o a una carpa) que fiestas de cumpleaños. Padre violento y músico que aparece y desaparece, madre heroica que llena el vacío con el primero que llama a la puerta, LaMontagne, como uno de cuatro hermanos, es alguien que se la pasa peleando en los recreos, sacando malas notas, huyendo a los bosques a leer novelas fantasy y necesitado de creer en la existencia de dragones. Terminado el secundario por los pelos, LaMontagne se muda a Portland, compra un terreno en los bosques, se casa y tiene dos niños, construye con sus manos una casa sin electricidad ni agua corriente, y consigue trabajo en una fábrica de zapatos. Una mañana –entre tacones y hebillas–, LaMontagne escucha en la radio a Stephen Still cantando “Treetop Flyer” y decide que él quiere ser exactamente eso.
Dicho y hecho. Compuesto y cantado. Y a gastar suelas por bares y fondas. Zapatos son lo que le sobran.
Y, cabía esperarlo, a Ray LaMontagne no le gusta mucho hablar sobre su vida privada; le gusta todavía menos que la prensa le pregunte al respecto y que lo “venda” como una suerte de romántico Unabomber, y hasta ha descartado de su repertorio ciertas canciones autorreferenciales porque ya no las siente o porque las siente demasiado. Digámoslo claro: en los papeles, LaMontagne es un intenso insoportable. En las partituras, LaMontagne es otra cosa: uno de los mejores y más personales discípulos de Van Morrison que, a la vez, conecta de lleno con esa tradición americana que tiene un pie en The Band y el otro en las canciones más sensibles de Randy Newman. Y ahí están –junto a un puñado de demos domésticos y un EP en vivo– Trouble (2004) y Till the Sun Turns Black (finales de 2006). Ambos beneficiándose de la producción mágica del multiinstrumentista Ethan Johns, especialista en estas lides que se consagra y consagrara a Ryan Adams con ese clásico que es Heartbreaker.
Y si a principios de los ’70 surgió toda una camada de artistas que –cansados de la multitudinaria y fracasada revolución acuariana y del barro de Woodstock– optaron por la guitarra a solas sonando en livings limpios y confesionales, parece que ahora ocurre lo mismo porque derrotas son lo que sobran. El regreso del cantautor que arrancó con el demorado descubrimiento del gran David Gray en 1999 y que ha resultado en hordas de cazatalentos saliendo a pubs a descubrir a la reencarnación de Nick Drake. Esto nos ha traído muy buenas nuevas como Badly Drawn Boy, fenómenos mundiales como Norah Jones, nombres de los que uno no está del todo seguro qué pensar como Damien Rice, y aberraciones inequívocas como el plomífero soldadito James “You’re Beautiful” Blunt y sus múltiples derivados.
LaMontagne no se parece a ninguno de ellos, pero –mal que le pese– no puede escapar a los pactos mefistofélicos de la moda. Trouble salió, no pasó nada, pero el boca a boca y la oreja a oreja comenzaron a hacer lo suyo y así ese eufórico rugido de “I’ve been saaaaaaaaved by a woman” en la canción que da título al álbum sintonizó a la perfección como música de fondo para series como E.R. y The O.C. y Rescue me, y las adolescentes suspiraron y el ganador del concurso American Idol la cantó en la final. Y seguro que a LaMontagne no le causó ninguna gracia. Pero Trouble trepó en las listas y ganó varios premios.
Y si Trouble (en el que, justicia poética, pone voces la hija de Stephen Still) tenía algo de alma campesina, Till the Sun Turns Black es la bienvenida evidencia de que LaMontagne es un tipo inquieto: menos comercial que Trouble pero mucho más sofisticado –definido por el agente de LaMontagne como “la poderosa historia de lo que sucedió luego de dejar la cabaña”– con cuerdas y bronces, oscuro y ominoso, arrancando con la minimalista “Be Here Now”, pasando por la contenida alegría soul de “Three More Days”, y desembocando en la inesperada y sinfónicamente beatlesca “Within You”. Uno de esos discos que uno va a seguir escuchando dentro de treinta años y que hoy se escucha como si hubiese sido grabado hace tres décadas. Uno y otro –Trouble y Till the Sun Turns Black– responden a la clave no tan secreta de todo maestro: componer canciones que sólo él pueda cantar bien, mejor, como ninguno.
Las últimas noticias sobre LaMontagne informan que está cansado de las giras, que todo queda “muy lejos de casa”, que no quiere que le tomen más fotos “porque no me gusta ser el centro de la atención”, que se ha comprado una nueva cabaña “que me muero de ganas de reconstruir”, y que lo que en realidad es y fue y será no es otra cosa que “un carpintero bastante bueno”, y que “para ser honesto, he llegado al final del camino en lo que a conversar se refiere. De aquí en más me preocuparé mucho más por el silencio”. Ah, la seriedad de los blues, los blues son cosa seria.
Y, por supuesto, Ray LaMontagne asegura que jamás ha oído y que nunca escuchará sus propios discos.
El se los pierde.
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