Dom 11.02.2007
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ESPECIAL SORIANO I > REPERCUSIONES Y POLéMICAS

Una respuesta rústica

La semana pasada, Beatriz Sarlo respondió al artículo “El efecto Soriano”, de Guillermo Saccomanno, incluido en el número especial de hace dos domingos. En su respuesta, Sarlo daba por inexistente una anécdota de Soriano en la Facultad de Filosofía y Letras que la involucraba. Ahora, Saccomanno, autor de la nota, y Bayer, fuente de la anécdota, responden.

› Por Guillermo Saccomanno

En su nota “Una historia falsa”, publicada en este suplemento el domingo pasado, usted, Sarlo, sostiene que Osvaldo Bayer miente y, en consecuencia, yo vendría a ser cómplice de su mentira al transcribir, en mi nota del domingo anterior, una anécdota de Osvaldo Soriano humillado en el ámbito universitario que usted dirigía. El mismo día, usted, columnista de Viva (usted, Sarlo, escribe una columna semanal en Viva, a pocas páginas de distancia de Valeria Mazza, la modelo del Vaticano), describe el trastorno que le ocasionó el exceso de equipaje en un viaje universitario a Washington que le dejó tiempo libre para enternecerse con los negros homeless: “Eran bulliciosos, reidores y amables”, escribe. (Nunca deja de sorprenderme la bienpensante “izquierda” vernácula que se emociona, por ejemplo, con el Guernica de Picasso y retacea la memoria del bombardeo del ’55. Con los hambrientos del primer mundo y no con los de acá a la vuelta.) La descripción que usted hace de su trastorno por el equipaje recuerda aquellos de la oligarquía que viajaba a Europa en barco llevándose la vaca. Y su preocupación por los que viven a la intemperie en el primer mundo es comparable a la que sentía Victoria Ocampo, “periodista” en Nüremberg, quien tras describir la elegancia de su vestuario, se conmueve al mirar a los chicos en la calle víctimas de la guerra o al comprobar que en su hotel bombardeado no hay agua corriente. Con seguridad David Viñas extraería conclusiones más brillantes de ese viaje literario suyo a Washington.

¿Qué tiene esto que ver con su indignada respuesta a mi nota “El efecto Soriano”? Usted enuncia dos verdades incuestionables: 1) yo le creí a Bayer la anécdota que tiene como víctima a Soriano; 2) Soriano está muerto. Y yo me pregunto: ¿cómo no creerle al biógrafo de Severino Di Giovanni, el historiador de las masacres patagónicas, el rastreador justiciero de cuanta atrocidad cometieron los poderosos y sus fuerzas armadas, el intelectual comprometido con las Madres? ¿Acaso debí creerle a una columnista dominical con sentimientos benéficos antes que a un luchador de los derechos humanos? En lo personal, me cuesta creer que Bayer necesite inventar una anécdota canalla de este calibre bajo cualquier pretexto. Me cuesta en cambio creerle a usted. Intento, palabra. Pero no puedo. En particular cuando acusa: “Todo es un invento de una rusticidad penosa”. El término “rusticidad” –lo subrayo– tiene una resonancia de desprecio paquete. Tan Victoria Ocampo. No me sorprende: ¿acaso en el prólogo a El campo y la ciudad usted, coqueta, no cuenta que al marxista galés Raymond Williams le llama la atención el tostado de su piel? Y es en este momento galante donde usted siente que es la reencarnación de aquella viajera (por Victoria Ocampo) que visitó a Virginia Wolf. Si consultara la correspondencia de Virginia Wolf comprobaría qué poca estima le tuvo la corrosiva escritora inglesa a la tilinga argentina con ínfulas intelectuales.

“Rusticidad.” “Rusticidad” haber ofendido a una divulgadora de nuestra literatura en Estados Unidos, recapacito. No a cualquier divulgadora, además. A una sensible que se apiada de los sin techo norteamericanos. (Porque no puedo separar a la viajera conmovida por los sin techo de la calle 17 de la académica furiosa.) Lejos de esta “rusticidad”, en cambio, parecen estar los alumnos de Filosofía y Letras, que según usted han leído a Arlt y Bourdieu. El problema es que no se les nota demasiado. Y, cuando egresan, empleados de editoriales, hacedores de informes anónimos de aprobación o rechazo de originales, reseñistas presumidos de suplementos culturales, ensayistas de ocasión, aplican con obediencia debida los gustos canónicos institucionales que usted impuso desde su actividad académica. En cuanto a que usted con su equipo enseñaban lo mejor que podían la mejor literatura que se escribía en la Argentina, permítame dudar. (De alguien que llama “bulliciosos” a los negros crotos, auténtica biyuterí literaria, me cuesta creer que esté en condiciones de saber qué es “la mejor” literatura argentina.) La entronización de determinados autores implicaba, sin vueltas, el descarte de otros. Que quizá usted consideraba “rústicos”.

Usted dice que no le interesa en realidad lo que opina Bayer de usted. Tal vez –si Bayer no le responde– se compruebe que es usted quien no le importa a Bayer. Cuestión suya y de él, me dirá, Sarlo. En lo que a mí me cabe, siempre en lo personal, sí me importa lo que usted piensa. Y mucho. Porque la leo para saber en qué anda la derecha argentina ilustrada.

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