Dom 18.02.2007
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NOTA DE TAPA 2

La policia del mundo

El gran actor de Martin Scorsese, quizás uno de los mejores actores de toda la historia del cine, estrena su segunda película como director, y nada menos que con el nacimiento de la CIA como tema. Sin embargo, nada de Scorsese: El buen pastor, originalmente escrita para Francis Ford Coppola, termina acercándose al otro director para el que escribe el guionista Eric Roth: Steven Spielberg.

› Por Mariano Kairuz

La segunda película como director de Robert DeNiro (trece años después de su ópera prima, Una luz en el infierno) se propone narrar los inicios de la CIA en algo menos de tres horas. Es más: lo que se propone es contar el nacimiento de uno de los principales órganos de injerencia norteamericana en la política internacional, la Agencia de Inteligencia capaz de voltear gobiernos y economías enteras, poniéndole además, a través de los dramas personales y familiares de su protagonista, lo que a los norteamericanos les gusta llamar “un rostro humano” a una épica enorme y oscura.

El guión de El buen pastor fue escrito hace más de diez años por el veterano Eric Roth (ganador de un Oscar por su adaptación de Forrest Gump), originalmente para Francis Ford Coppola. Pero el director de Apocalypse Now! terminó bajándose del proyecto porque, adujo, encontraba a sus personajes “poco emocionales” (la frialdad y cierta sequedad terminaron siendo uno de los principales rasgos de la película, de su dirección y de la actuación protagónica de Matt Damon). Eventualmente, cuando después de muchas vueltas el proyecto cayó en manos de DeNiro, el actor decidió de movida explorar “las crisis personales” de sus personajes. Como consecuencia de eso, su película no se convirtió en la épica gigantesca que tal vez hubiera cabido esperar de una historia semejante si hubiera quedado a cargo del director de El Padrino. Lo que hizo DeNiro en su lugar fue algo bastante más cercano a lo que Steven Spielberg podría haber hecho con el mismo guión: apoyarse en el punto de vista del drama individual del protagonista; sus crisis y vivencias personales entrelazadas con la Gran Historia. Si Coppola fue capaz de hacer enormes retratos de épocas y lugares a partir de la historia de una familia, de padres e hijos y de mandatos irrenunciables, de encontrar el punto exacto en que esa historia familiar coincide con los eventos que sacuden a toda una sociedad, Spielberg casi siempre se caracterizó por terminar cargando las tintas sobre las traumáticas biografías personales de sus personajes, a veces incluso reduciendo la Historia a un puñado de traumas originarios. Consiguió hacerlo, en cierto modo, hasta con la Segunda Guerra: el slogan de Rescatando al soldado Ryan rezaba: “La misión es el hombre”. Más recientemente, en Munich (que también, nada es casual, tiene guión de Roth) se empeñó en dejar claro que, después de todo, los asesinos del Mossad son tipos de carne y hueso, y con familias. Algo así pasa en la película de De Niro: El buen pastor muestra a los hombres que “trabajan en las sombras” como gente más o menos común y corriente; en el mejor de los casos como un seleccionado de grises burócratas que hablan todo el tiempo y no disparan casi nunca; un film de espías que es el anti-James Bond absoluto. Pero, en su afán por “desmitificar”, la trama de las crisis personales del protagonista se termina apoderando de El buen pastor hasta hacerla fracasar.

La parte verdadera de la historia en la que se basa el guión era de por sí fascinante. El protagonista de El buen pastor es Edward Wilson (Damon), hombre opaco y silencioso a quien seguimos desde sus años de estudiante universitario afecto a la poesía y miembro de la selecta Skull and Bones –sociedad secreta bicentenaria a la que pertenecen hombres como John Kerry, ambos George Bush, entre otros–; y su reclutamiento inicial en la Oficina de Servicios Estratégicos, departamento creado en plena guerra y antecedente directo de la CIA, que a partir de 1947 tendría a su cargo vigilar el nuevo estado de cosas, en que los aliados terminaban de transformarse en los enemigos de los siguientes 40 años. El Wilson de Matt Damon está directamente inspirado en la figura de James Jesus Angleton, director de contrainteligencia de la CIA casi desde su creación hasta mediados de los ’70, época para la cual ya se había vuelto absolutamente paranoico, sospechando de todos los que lo rodeaban y acusando a todo el mundo, incluyendo a Kissinger y al presidente, de ser agentes soviéticos. Pero la película ancla en un suceso particular: el fracaso norteamericano en Bahía de Cochinos, Cuba, 1961. Desde allí retrocede para contar el origen de Wilson y hacia allí mismo escala lenta, discretamente, quizá señalizando el final de una primera era de la “inteligencia” y de toda una etapa de política exterior norteamericana de posguerra. Y acaso la primera ocasión, un año y medio antes de la crisis de los misiles en Cuba, en que una acción militar directa amenazó con hacer saltar definitivamente el termostato de la Guerra Fría.

El período que cubre la película era suficiente material para un thriller político quizá tan apasionante como el JFK de Oliver Stone. La insistencia de Roth y De Niro en proveerle algún espesor dramático a la historia familiar de Wilson (hacia atrás, el trauma del suicidio del padre; hacia delante, el hijo que decide trabajar también en espionaje) los lleva a hacer coincidir, por la fuerza, el crítico episodio histórico cubano con un trágico clímax emocional. Un rato antes de esta crisis final, Wilson ha pronunciado una de las contadas frases de poderosas resonancias que le reserva el guión “–Nosotros tenemos Norteamérica; todos los demás sólo están de visita–” pero, en el medio, la trama se ha desviado tantas veces hacia sus frustraciones como padre y esposo que nunca llega a desarrollar una explicación de qué es lo que lo mueve, de cómo se crea esa especie de pulsión de poder que lleva a un personaje taciturno y apagado a convertirse en una pieza fundamental en el mapa del espionaje mundial.

En algún punto parecería que la película eligió sacrificar algo esencial: ensayar una explicación de cómo construyó su poder la Agencia. En su crítica para el World Socialist Website, Patrick Martin señala que “en ninguna parte de la película DeNiro se ocupa del impacto internacional de la CIA: la destrucción de cientos de miles de vidas y el pisoteo de los derechos de millones de personas en Europa, Asia, Africa y Latinoamérica. Su Guatemala es un país donde la CIA organiza el derrocamiento de un gobierno sin baño de sangre a la vista. Su Congo es una locación exótica que sirve para el romance y el espionaje, no una zona de guerra civil y despiadadas luchas por el control de los recursos vitales. No hay escenas de masacres dirigidas o supervisadas por la Agencia, aunque durante el período que retrata la película ocurrieron muchos episodios de ese tipo: Irán en el ’53, Laos, Vietnam, Filipinas; así como la subversión política en Grecia, Líbano, Italia, Indonesia, Costa Rica y República Dominicana. Y DeNiro muestra como si se tratara de una aberración –defender los intereses del empresariado norteamericano– lo que en realidad es la misión central de la CIA”.

Buena parte de la crítica norteamericana encontró en la película un paralelo con la saga de El Padrino, pero es una lectura que parece más bien propiciada por la magnitud de la historia que cuenta y del período que abarca, y por la información disponible sobre los nombres a los que estuvo vinculado alguna vez el proyecto. El buen pastor fracasó comercialmente en Estados Unidos, así que suena poco probable que la saga de Wilson vaya a tener una continuación. Pero lo cierto es que antes de que le llegara el guión de Roth, lo que De Niro quería hacer era contar la otra parte de la historia de Angleton y la Agencia: desde 1961 hasta la caída del Muro. Guionista y director incluso llegaron a un acuerdo: Roth se comprometió a escribir la continuación si la primera película funcionaba. Una secuela con la que quizá sí empezaría a materializarse alguna analogía con la saga de los Corleone. Y que podría devolverle al sexagenario DeNiro el entusiasmo por un cine como el que lo vio convertirse en una estrella, 30, 35 años atrás: películas como, de vuelta, El Padrino, o como algunas de las ocho que filmó con Scorsese; como Taxi Driver, como Calles salvajes, e incluso como Buenos muchachos, o como Los intocables de De Palma. Películas interesadas en las personas, y también en el mundo en el que estas personas viven y ayudan a construir y a destruir.

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