Dom 25.02.2007
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CINE III > ROCKY BALBOA, EL úLTIMO ROUND DE CAMPEóN

Requiem para un peso pesado

A los 60 años, Sylvester Stallone logró lo que parecía imposible: recuperar el espíritu de aquel campeón legendario de los años ’70 con sencillez y sensibilidad. Así, con Rocky Balboa, que él dirige y protagoniza, se despide del ring con dignidad pero sin renegar de las anteriores –y fallidas– secuelas, y de paso retrata la decadencia de los barrios obreros y el estado actual del mundo del box.

› Por Mariano Kairuz

La trivia biográfica de Sylvester Stallone indica que, a los quince, sus compañeros de secundario lo votaron “el candidato más firme a terminar en la silla eléctrica” del curso. Algunos años más tarde, abandonó sus estudios en la Universidad de Miami para dedicarse a la actuación. Bastantes años más tarde, en 1999, la misma institución le concedió finalmente su título, tras validar el argumento de su ex alumno: expuso que los pocos créditos académicos que le faltaban bien podían considerarse compensados por sus actuaciones y por su “experiencia de vida”. Entre aquel cretino augurio de la adolescencia y su tardío “reconocimiento” universitario, Sly, “el semental italiano”, inventó para sí mismo un personaje genuinamente proletario, el de un tipo humilde, callejero, quizá sin demasiadas luces ni educación pero sensible; a lo largo de tres décadas, muchos vieron en esta construcción un paralelo casi exacto de su vida real. Era 1976 cuando Rocky se consagró con una historia fascinante y un retrato de clase obrera que resulta creíble como ya casi –desde los años ’70– no volvieron a verse en Hollywood.

Tal vez muchos lo hayan olvidado, pero el semental italiano fue una creación integral de Stallone: él escribió aquel primer guión cuando ya no era un chico sino que se acercaba a los 30 años, y como actor venía del porno y de papeles secundarios invisibles. Hay una escena en aquella Rocky original que es demoledora, y no es una de pugilismo: cuando el pobre Balboa, matón de medio pelo que cobra deudas pequeñas para la mafia de Filadelfia, sentado frente al campeón mundial de pesos pesado debe contestar, sin convicción, una pregunta que era más o menos así: “¿Acaso Norteamérica no se trata de esto, de darles una oportunidad a todos?”. El tipo que lo increpa es el representante enviado por un bravucón –inspirado sin mucha saña en Muhammad Alí– que ha salido del gueto hace ya tiempo y se subirá al cuadrilátero vestido en calzoncillos con los colores de la bandera estadounidense, para, en un gesto “magnánimo”, darle una oportunidad a un nadie, a un muchacho cualquiera de barrio. El “chico” sabe que está por pasársele la hora: ya no es tan chico, y no cree mucho en aquello de las oportunidades-para-todos, pero no le quedan tantas alternativas. La historia, vale repetir, era fascinante: de producción relativamente pequeña, Rocky se ganó a su público de a poco (así se construían los éxitos en tiempos previos al video: eternizándose en la cartelera) con su heroísmo de clase trabajadora, un par de escenas conmovedoras, y varias imágenes que se grabaron a fuego en toda una generación, como las de ese desayuno de campeones hecho exclusivamente a base de cinco o seis huevos crudos.

Stallone intentó recuperar aquel espíritu varias veces, pero a lo largo de los ’80 la simetría entre su personaje y su propia carrera se volvió demasiado obvia: se transformó en una superestrella millonaria que ya no tenía demasiado que ver con las calles salvajes en las que se había criado y hasta terminó vistiendo él mismo los boxers patrióticos. Sus críticos más duros leyeron una nefasta secuencia de signos-de-los-tiempos en la saga Rocky: del descreimiento del film del ‘76 (un año después del regreso de las tropas norteamericanas de Vietnam) a la era Reagan, cuyo pico fue el enfrentamiento con el temible heavyweight ruso Drago, en Rocky IV (1985). Cinco años más tarde hizo un vergonzoso intento de resurrección, en el que, enfermo, repentinamente despojado de su fortuna y devuelto al barrio, Rocky se ponía a entrenar a una “nueva esperanza blanca”.

Pero ahora, 16 años más tarde, Stallone volvió a escribir y a dirigir él mismo para revivir al personaje que le dio casi todo, y esta vez lo hizo sin desesperación, más tranquilo, maduro y convencido. La apuesta no era menor: un actor de casi 60 filmando el último round de un ex campeón del mundo. Stallone encaró Rocky Balboa, la película, como debía recrear a Rocky Balboa, el protagonista: filmó un relato modesto y relativamente barato que no reniega de las secuelas que la precedieron sino que las usa para cerrar el arco de un personaje que ha aprendido de su experiencia de vida. Todos los conflictos dramáticos están expuestos con sencillez: la muerte de Adrian (su esposa: ya no está Talia Shire); su retiro, dirigiendo el restaurante que ella le legó, la relación con su hijo. La decadencia del barrio se muestra sin subrayados miserables, y así, sin vueltas, comenta también los cambios sufridos por el negocio del box, monopolizado por la televisión, y describe a ese joven campeón al que habrá de hacerle frente, que se volvió multimillonario demasiado pronto y anda necesitando una lección de humildad. Recupera el clásico “clip de entrenamiento” –incluyendo la subida por las escalinatas del Museo de Arte de Filadelfia– que le valió al primer film uno de sus tres Oscar (montaje, director y película), y se retrae un poco en la pelea final, decidido a mostrar, antes que nada, si no un personaje “real”, al menos una maduración creíble de aquel de treinta años atrás. Uno que se hizo laburando, que vivió lo suyo y al que le fue bien, pero que no olvida que en su adolescencia sus amigos y vecinos le pronosticaron un final temprano en la silla eléctrica.

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