CIENCIA > EL DEBATE POR LA CIENCIA EN ARGENTINA
La competencia por el conocimiento, además de perfeccionar el aparato científico de cada nación, procura hacer del otro un ignorante. El caso del saqueo al Africa por el Primer Mundo es el ejemplo más extremo, pero algo similar ha sucedido entre los países ricos y América latina. Según Marcelino Cereijido, nuestro retraso científico no fue sólo impuesto por el Primer Mundo. Y hoy, que el planeta vive una etapa de oscurantismo autodestructivo, quizá la alfabetización científica sea la única salida para la humanidad.
› Por Marcelino Cereijido
Quien clasificó a los países en ricos, pobres, Japón y Argentina “...pues nadie sabe por qué Japón es tan rico y Argentina tan pobre”, seguramente desconocía la opinión de John Kenneth Galbraith: “Antes el rico se distinguía del pobre por la cantidad de dinero que llevaban en el bolsillo; ahora se diferencian por las ideas que tienen en la cabeza”. Como doy por descontado que todo lector de Radar tiene copias de mis artículos anteriores en atriles ante los cuales medita no menos de dos veces al día, no voy a insistir en mi argumento de que el “inexplicable” Japón tiene ciencia y pertenece al Primer Mundo, en cambio la “inexplicable” Argentina patalea en el Tercero, porque jamás hizo de la ciencia el eje de su funcionar como país independiente y moderno.
En mi artículo anterior (Radar, 6 de marzo de 2006) mencioné que la vida de todo organismo depende de que interprete correctamente la realidad en que vive, pero que en el caso humano la evolución nos hiperdesarrolló esa cualidad de interpretar, como si se tratara de la trompa del elefante y el cuello de la jirafa. Somos tan dependientes del conocer, que lo incógnito simplemente nos aterra. Para mitigar la angustia ante lo desconocido (por ejemplo de qué nos espera más allá de la muerte), los antiguos suponían tres cosas: en primer lugar, que Dios sí lo sabía, y en segundo, que había conductas y ritos para poner a Dios de nuestro lado y, por último, que Dios sólo revelaba sus conocimientos a unos poquísimos elegidos. Análogamente, los artesanos guardaban sus secretos para producir vidrio rojo para los vitreaux de las catedrales, queso y vino de su región, pinturas de colores, y sólo en su lecho de muerte los revelaban a su primogénito. El pequeño bagaje de conocimientos que tienen maestros, cerrajeros, electricistas, tenedores de libros y traductores les basta para ganarse la vida. Las formas empresariales de aquellos secretos se llaman patentes, y el conjunto de técnicos, empresas y países que los poseen se denomina “Primer Mundo”.
Pero hay circunstancias en las que, además de las ventajas que otorga el conocer, se necesita que el Otro ignore. Es el caso de magos de teatro, estafadores y fulleros. Lo captaron Waiss, D’Arienzo y Varela, cuando en su tango “Bien Pulenta” recalcan: “No me gusta avivar giles/ que después se me hacen contra”. Las religiones no contaban con sistemas de patentes, pero rodeaban el saber con un halo de pecado. Eva condenó a todo el género humano por atreverse a comer del árbol del Conocimiento; Prometeo fue castigado por arrebatar a los dioses el fuego sagrado; Pandora esparció el Mal por el mundo por querer averiguar el contenido de su famosa caja; Irit (mujer de Lot) fue convertida en estatua de sal por volverse para observar la suerte de su Sodoma; Orfeo perdió a Eurídice por tratar de cerciorarse de que su amada lo seguía en la salida del Hades. Hasta Jesús amonestó a Tomás el Mellizo por haber querido cerciorarse de que los pies y manos de su maestro habían sido clavados: “Dichosos los que no han visto y han creído” (Juan, 20:29).
Sin embargo, hay un conocimiento más fundamental para nosotros que el que nos permite ganarnos la vida, enriquecernos y vencer en la guerra; me refiero al conocimiento de nosotros mismos, a nuestra identidad. Es tan esencial que aparece ya en especies muy anteriores a la nuestra. Los pacientes de un viejo médico de pueblo cordobés, padre de un amigo mío, además de pagarle los correspondientes honorarios le regalaban una yunta de gallinas, un lechón, miel, un rebenque. Cierto día recibió un frasco de perfume, quizás el primero que poseía en su vida. No sabiendo qué hacer con él, en un rapto humorístico se lo frotó al perro. Tras olfatearse desesperadamente, el animal se desconoció, se puso a aullar aterrado, a revolcarse por el suelo y hasta se arrojó entre matorrales y, por lo menos hasta que no lo bañaron, anduvo literalmente sin identidad, enajenado.
De ahí que la competencia por el conocimiento suela adoptar dos modalidades extremas. En virtud de la primera se perfecciona el aparato científico nacional para obtener más conocimiento: la investigación. Con base en la segunda se procura hacer del otro un ignorante, aunque para ello sea necesario destruirle dolosamente su identidad. Para captarlo, veamos un caso extremo y despiadado.
Africa es habitualmente presentada como el reino del atraso irremisible, al punto que no faltó quien clasificara al negro por debajo del nivel humano. Por eso vale la pena recordar que Africa no sólo ha sido la cuna de la especie humana, sino que para cuando, tras millones de años de evolución, el Homo sapiens africano salió de su continente a poblar Eurasia, ésta estaba poblada por meros primates de cerebros comparativamente subdesarrollados. Los esfuerzos que ha hecho Occidente por ocultar estos hechos son espeluznantes. Ya Bartolomé de las Casas (1472-1566) lo lamentó en su Brevísima Relación de la Destrucción de Africa. En nuestros días, Martín Bernal (Black Athena) muestra que a partir del siglo XIX los historiadores europeos, al describir los amaneceres de la historia en Caldea, Egipto y Grecia, ocultaron tramposamente que muchos desarrollos atribuidos a aquellas culturas en realidad habían sido tomados de los negros africanos. Walter Rodney (How Europe Underdeveloped Africa) documenta la implacable y milenaria destrucción del saber africano, hasta reducirlo a una achaparrada escolarización elemental, para colmo oscuramente catequista. Ryszard Kapuscinski (Ebano) describe el desesperante estado actual (rapiñas esclavistas de personas, minerales, oro, gemas, deforestación, hambre, plagas, genocidio). En The Heart of Darkness, Joseph Conrad pinta la corrupción, decadencia, explotación y sobre todo crueldad que implicó la explotación del marfil. Desgraciadamente no es algo del pasado. Nuestro compatriota, el gran Rolando García, en su Nature Pleads Not Guilty, documenta que antes de “retirarse” del Africa el Primer Mundo la mutiló imponiéndole siniestras fronteras que impiden el milenario y periódico desplazamiento para abrevar ganados, llevarlos a sus habituales pasturas, de modo que los africanos acaban muriéndose de hambre y trabándose en atroces guerras étnicas. El broche de oro de tamaña hijaputez es que hoy ¡son los africanos quienes tienen con Europa una deuda externa dos veces mayor de lo que pueden invertir en educación!
Los africanos ni siquiera parecen contar como personas, pues cuando se listan los máximos genocidas del siglo XX se incluye a Hitler, Salazar, Pavelic, pero se omite a Leopoldo II de Bélgica, que en 1920-1930 ordenó sembrar viruela para asesinar a sangre fría a unos treinta millones de congoleños. Africa es una demostración repugnante de lo que le sucede a un pueblo, a todo un continente, sometido –entre otros abusos– al cognicidio. Este truco ya lo habían practicado los griegos, que obligaban a sus esclavos ilotas a degradarse y perder su identidad.
Con todo, el analfabetismo científico no es algo exclusivamente impuesto por el Primer Mundo. Como discutí en mi artículo anterior en Radar (2 de diciembre de 2006), es demasiado habitual que cuando mis paisanos intelectuales analizan la Argentina del siglo XX se encarnicen con variables político-económicas, pero no adviertan la falta de desarrollo científico-técnico ni otorguen demasiada importancia a la destrucción de nuestro aparato educativo.
Tras la publicación de dicho artículo menudearon los mensajes congratulatorios, pero hubo algunos indignados que me recriminaban no haber tenido en cuenta que a Latinoamérica se le impusieron gobiernos que satanizaron nuestras universidades y llegaron a ir al exterior a tomar cursos de cómo torturar y matar más eficazmente a sus propios compatriotas. Me aseguran que la Metrópoli no dejó otra alternativa que interrumpir el desarrollo y fabricación de automóviles, barcos y aeronaves, cohetes climatológicos, diseños de computadoras, investigaciones petroleras, descalabrar nuestras grandes editoriales, interrumpir planes de la Comisión de Energía Atómica y un largo y mortificante etcétera.
Con todo, si acepto dicha excusa, no alcanzo a comprender que en circunstancias análogas los brasileños hayan conseguido no destrozar las universidades de su patria y que muchos científicos argentinos forzados a exiliarse hayan sido acogidos e instalados en el Brasil. Para no caer en subjetividades, bastaría contar cuántos físicos, químicos, matemáticos, biólogos y educadores argentinos fueron absorbidos por dicho país, y compararlo con los colegas brasileños captados por Argentina.
Podría entender los mensajes indignados si se refirieran a una actitud puntual, en la que –comprensiblemente– uno sólo atina a salvar la vida. Pero se me escapa cómo es que ahora no organizan una campaña nacional eficaz para alfabetizar científicamente a la sociedad argentina y, sobre todo, al Estado, al empresariado y al magisterio.
Tal como me atreví a bosquejar en People Without Science y La ignorancia debida (libros que escribí en coautoría con Laura Reinking), y espero que mis paisanos también coloquen urgentemente en sendos atriles, el mismísimo Primer Mundo tiene su propio y ominoso analfabetismo científico cuyo peso se agiganta día a día. El atolondrado podría dar por sentado que la situación es inescapable. No es así, se trata de otra antigualla conformista del analfabetismo científico. Era disculpable en los tiempos de Alfonso el Sabio, cuando opinó que si hubiera estado presente en la Creación, “...habría dado algunos consejos de cómo hacer un mundo mejor”. En cambio, ya en mi primer artículo en Radar (25 de marzo, 2006) mencioné que a partir de Heráclito (panta rei), y en especial hoy para la ciencia, todo es proceso, en todo momento estamos presentes en la creación y está en los argentinos hacer algo tanto por cambiar su realidad como su manera de interpretarla. Los analfabetismos científicos del Primero y Tercer Mundo, por cierto de muy distintas naturalezas, son procesos que ocurren diariamente, con causas de diversa naturaleza que se intrincan y están precipitando a toda la humanidad a un neooscurantismo que, de hecho, ya les está mellando la cordura y provocando un desastre del que no estamos seguros de salir vivos.
Esta situación ominosa deriva de que en condiciones cuasi naturales, aproximadamente las que regían durante la Edad de Piedra, la densidad máxima de habitantes era alrededor de una persona por kilómetro cuadrado. (Aquí aconsejo la lectura de La Energía, del argentino Roberto E. Cunningham, donde explica que para que viva cada persona hace falta un gran espacio en el que subsistan también los carnívoros, que se nutren de otros carnívoros y herbívoros, y éstos comen vegetales, que requieren a su vez un área enorme para fotosintetizar.) Por el contrario, la densidad de población actual es miles, millones de veces superior y sólo se puede sostener gracias a la ciencia y la tecnología. Para entreverlo imaginemos que le cortamos a Buenos Aires la energía eléctrica, refrigeración, medicamentos, el procesamiento industrial de alimentos, su acarreo y todo lo que sea producto de la cultura. En poco tiempo desaparecerían los diabéticos, hipertensos, epilépticos, los que dependen de un marcapaso o un pulmotor y todos quedarían sin agua, comida ni trabajo. El resultado nos convencería de que los humanos somos la especie ciencia-y-tecnología-dependiente.
Por demasiado tiempo el Primer Mundo, que saca ventaja de su conocimiento, pudo disfrutar de un “extra” debido al analfabetismo científico del Tercero, por eso lo propició. Pero como vemos, hoy el ser humano no solamente ha rebasado en mucho la densidad natural, sino que está hachando bosques y selvas, contaminando ríos, lagos, el mismísimo océano y el aire. Para empeorar las cosas, los casquetes polares y glaciares se están derritiendo, sube el nivel del mar, y se prevé que la extensión de tierra habitable pronto disminuirá en un 25-30 por ciento con el consiguiente aumento de la densidad poblacional. Es que cualquier especie, cuando las circunstancias vitales le son adversas, tiende a extinguirse, en cambio la humana hace justamente lo opuesto. Un sueco de veinticinco años que pierda un brazo sabe que su sociedad lo cuidará por el resto de su vida con seguros y prestaciones sociales. En cambio un obrero, un campesino del Tercer Mundo, depende de tener diez hijos: dos sirvientas, dos policías, dos albañiles, dos vendedores callejeros, dos... El hacinamiento, junto con los flujos masivos de personas, hacen que cualquier epidemia se convierta en pandemia. Los tercermundistas arriesgan a que se los mate en el intento de penetrar en el Primer Mundo en busca de trabajo y se consideran dichosos cuando así y todo se los conchaba en condiciones humillantes. Pero hoy ni siquiera las metrópolis son seguras. Mantener al Tercer Mundo en la ignorancia ha resultado una estrategia letal pues hoy, para bien o para mal, toda la humanidad está en el mismo bote.
No veo otra salida que alfabetizar científicamente a la humanidad (e incluso no estoy del todo convencido de que sea posible, pues como muchos colegas, temo que el deterioro ya sea irreversible). No será fácil, pues las grandes corporaciones globalizadoras no van a abandonar sus ganancias así como así. Pero aunque el Primer Mundo prefiera no divulgarlo, las evidencias y sus propios terrores ya han convencido a sus elites directivas y gubernamentales de que no hay otra salida. Desde ya, los argentinos deberían comenzar por alfabetizar la Argentina. Pero si lanzaran una cruzada inteligente podría transformarse muy rápidamente en una cruzada mundial. Sé que en la Argentina abundan los colifas que piensan en grande. Hoy estos personajes son imprescindibles. ¡Sapere aude!
El autor de esta nota quisiera dedicarla “al Dr. Roberto E. Cunningham, cuyos conocimientos y liderazgo hoy son más valiosos para Argentina que los recursos naturales que él estudia”.
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