FOTOGRAFíA > GUADALUPE GAONA Y UNA CASA FAMILIAR QUE SE VACíA
Tras la muerte de su abuela, Guadalupe Gaona notó que, con el paso de los meses, había algo en la familia que permanecía inalterable: el enorme departamento en el que había vivido. Durante cinco años nadie movió nada. Cuando se decidió, cámara en mano, a registrar las sombras, los objetos y los recuerdos que la habitaban, se encontró con sus tías, dispuestas a desmantelar, finalmente, la casa. El resultado es un ensayo sutil y espectral, en cuyos ecos resuenan la historia argentina y la desaparición de su propio padre durante la dictadura.
› Por Cecilia Sosa
Un empapelado con flores y pájaros, un sillón abandonado en una esquina, platos con peces a punto de zambullirse en un mar oscuro, gruesas alfombras enrolladas... y una multitud de ruidos, pulsaciones y voces, agazapados en cada rincón vacío. ¿Cómo se desarma una casa? ¿Qué recuerdos, qué ausencias laten en su interior? Guadalupe Gaona fotografió la casa de su abuela antes de que fuera vaciada y mostró el lento proceso de desmantelamiento de un espacio familiar que de pronto se vuelve inquietante, extraño. Así nació Quieta, una delicada muestra que se podrá ver en la Alianza Francesa durante todo el mes de marzo en un ciclo dedicado a la mujer.
Para Guadalupe siempre hubo algún misterio escondido en ese antiguo y aristocrático departamento de Ayacucho y Las Heras, una suerte de desajuste que recorría su comedor gigante, sus cuartos palaciegos, sus baños de servicio, sus infinitos pasillos. “Desde que mi abuela murió todo permaneció así, intacto; por cinco años nada se movió ni un milímetro de lugar”, cuenta. La casa le recordaba la historia de aquel barco, perdido en el Triángulo de las Bermudas, que un día soleado apareció vacío pero con la mesa servida, la comida lista, un libro marcado, la ducha prendida... “Pensaba que había algún parecido con la casa de mi abuela. Siempre me pareció ver ahí artefactos, situaciones y acciones interrumpidas, como si de pronto se hubieran ido todos”, dice.
Pero cuando Guadalupe llegó con su cámara pasó algo extraño: todo ya se había empezado a mover. “Mis tías ya habían empezado a desarmar todo. Mientras recorría las habitaciones me encontré con los objetos amontonados en las esquinas. Entonces empecé a ver todas esas situaciones, pequeñas instalaciones que se sucedían en toda la casa”, dice. Durante seis días, Guadalupe fotografió esos pequeños y perturbadores object-trouve que se abrían a nuevos sentidos: el cuadro de un Cristo gigante colgado sobre una estufa señalando unas pesadas alfombras persas ya enrolladas en el piso. Un sillón abandonado en una esquina. Lámparas egipcias, quietas como esfinges. Pesadísimos muebles haciendo guardia en los rincones. Montículos de fotos, libros, papeles, cuadros apilados. Enchufes. Cables. Colchones manchados. Sillas francesas patas para arriba, alguna planta.
Desde el próximo jueves, las fotos estarán dispuestas en el primer piso de la Alianza Francesa. En una sola pared de 8 metros de largo, habrá 54 fotos, montadas como un mosaico. Fotos cuadradas, en papel fotográfico; y también apaisadas, digitales. El resto quedará vacío, blanco. Con excepción de una única foto ampliada de un metro por un metro: un sillón abandonado, haciendo penitencia en un rincón, como expiando alguna lejana culpa. Y tal vez también un video con un recorrido por la casa desierta, que casi parece una película de terror.
Hay algo infinitamente inquietante en el conjunto, un misterio que no alcanza a develarse. Será porque las fotos nunca muestran la totalidad de la casa, que permanece como un territorio abstracto imposible de alcanzar. Algunas espían detalles minúsculos: la boca de un gárgola que se abre a modo de cerradura, el ojo brillante de un pez vibrando sobre un plato, las patas de un pesadísimo “trinchante” marcando una cerámica fría (“un mueble enorme, así lo llamaban mis tías”). Otras, tal vez las más inquietantes, muestran cómo el espacio progresivamente se vacía: horizontes de zócalos, agujeros en las paredes, marcas del tiempo.
Quieta tiene un efecto irreal, casi animista. Como si esa casa, por completo vacía de gente, estuviera habitada por ruidosas e inquietantes ausencias. Como si esa multitud viviente de objetos, extrañamente fantasmales, fueran sus únicos habitantes posibles; los testigos mudos de una historia indecible destinada a borrarse.
Acaso haya una conexión íntima entre esas fotos y la historia de Guadalupe. “Mi papá es desaparecido y me doy cuenta de que siempre termino trabajando algo de todo eso. No como un gran tema sino como un detalle; un movimiento, siempre desplazado, de lo que se va”, dice.
Guadalupe tiene 31 años, estudió Artes en la UBA, trabajó como editora de la revista Llegás y diseña tapas de discos indie. Con delicadeza, su trabajo siempre merodeó el tema de la familia. Adora los álbumes de fotos y fotografiar las mesas familiares después de las grandes comilonas, atesora decenas de “Feliz cumpleaños” filmados y hasta produjo tortas-foto con imágenes del homenajeado. Ahora trabaja en Pozo de aire, un libro que reúne recuerdos, vacaciones y pequeños poemas, y que nació de la única foto que tiene con su papá en un lago del Sur.
Quieta forma parte de un proceso que se enlaza con un todo grande y prometedor. Que por un momento casi sucumbe. “Desaparecieron todos los negativos en una mudanza. Fue como si el trabajo se hubiera ‘autoperdido’”, cuenta con una sonrisa. Algo de esa sensación quedó atrapado en las fotos. Que parecieran querer retener todos los recuerdos atesorados en la casa, por un último instante, el más bello, antes de borrarse por completo.
Quieta, de Guadalupe Gaona, inaugura el jueves 8 de marzo a las 19 y se podrá visitar hasta el 29 de marzo en la Alianza Francesa, Córdoba 946. Entrada libre.
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