Dom 04.03.2007
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ANTICIPOS > BANCO A LA SOMBRA, DE MARíA MORENO

La perla del Once

En su nuevo libro, que se editará la semana próxima en la colección In Situ de Editorial Sudamericana, María Moreno observa y recorre plazas de todas partes: la Borda de México, la Catalunya de Barcelona, la Dorrego en Buenos Aires; se detiene en los respiros verdes del cementerio de Père Lachaise, le escribe un poema a la italiana Plaza Navona y una oda a la San Marcos veneciana. Pero en esta crónica revisita plaza Miserere, la que mejor conoce.

› Por María Moreno

La Plaza Miserere no formaba parte del proyecto que mi madre tenía para hacer de mí alguien saludable, y en el que el aire puro, junto con la vacunación obligatoria y la prevención de las enfermedades infecciosas, era uno de los pilares. Toda la plaza representaba para ella un foco si no de bacterias, de las fuerzas sociales que el peronismo había alentado bajo la forma de vistosa propaganda de la felicidad. El Once no sólo era el lugar de los mitines, también era el del tránsito de los habitantes de las afueras, que emergían o desaparecían en la entrada de la estación con la fuerza suficiente como para hacer ilusorio el cartelito de prohibido pisar el césped. De hecho, esas pisadas, que para mi madre tenían resonancias de malón, habían dejado una informe superficie terrosa donde el verde sólo asomaba en matojos semiaplastados y la única flor sobreviviente era la del diente de león.

Esa plaza perteneciente a la parroquia de Balvanera no parecía muy apropiada para los niños aunque tuviera juegos y arenero. El fotógrafo ejercía su oficio con los novios provincianos, a menudo empleadas domésticas y colimbas que solían demorarse en los bancos antes de que abrieran el salón de baile de la Recova. No faltaban tampoco el vendedor de globos inflados a pulmón, ni el barquillero con su ruleta insertada sobre su cilindro colorado, ni el guardián con su pinche destinado a ensartar hojas secas para despejar los senderos de piedritas coloradas. Pero siempre esas figuras daban la impresión de no tener nada que hacer ahí porque esa plaza no podía ser asociada al descanso y a los juegos inocentes sino a una urgencia que no respetaba la fragilidad de sus canteros. No era, por cierto, un resto de quinta perteneciente a una familia tradicional cuya expropiación benigna permitía remedar un placer otrora inaccesible. La muchacha santiagueña que me cuidaba solía llevarme allí, en una casi clandestinidad, para que la acompañara como chaperona en citas sobre las cuales yo debía guardar silencio. Ya mayor, alquilé un departamento sobre la avenida Rivadavia. Entonces solía deambular por los locales de la estación en busca de cassettes de música latina mientras mi hijo pequeño jugaba en los flippers.

El señor Plaza, que entonces vivía en Buenos Aires, aceptó conocer la plaza porque ese destino ya estaba en su apellido, como decía, y porque le gustaban mis mitologías barriobajeras por las que yo simulaba desplazarme de la clase medida a la baja sólo por haber nacido en un conventillo. Nos sacamos una foto donde su rostro expresa un disgusto disimulado por la pose afectada de leer un libro. Sentarme en ese pasto, que una ocasional gestión municipal había logrado preservar con una cerca de alambre, más allá de la vigilancia del guardián, era una reivindicación tardía. Podía decirse que, con los años, yo había recuperado el espacio público que me correspondía como vecina.

Pero eso fue antes de que El Pantera, jefe de los chicos de la calle, pusiera a resguardo las armas en las copas de los árboles; de que a Emir lo ataran a un árbol con un turbante de papel higiénico en la cabeza y un cartel colgado del cuello donde se leía “Acá está Bin Laden”, y de que las vendedoras rusas comenzaran a dar medio vasito de café a mitad de precio. Quién sabe qué partícula infinitamente pequeña, invisible, del llamado espacio verde, bajo el cemento, los almácigos o las piedras rojas de los senderos, quedaba ya de los antiguos mataderos, de ese barrio escrito por la sangre del ganado con dueño en manos de los faenadores federales. Frente a la estación, en los puestos cubiertos por plásticos de colores, Orixá emergía de unas aguas de yeso con la expresión extraviada de María pintada por los niños del colegio de huérfanos, y la batalla multiplicada de San Jorge y el dragón –nieve cayendo sobre los santos bajo fanales de plástico transparente– hacía serie de mayor a menor como una familia de juguetes didácticos. Cientos de anteojos de sol convivían con las gorras que Perón combinaba con una moto y un par de perritos enanos.

Me acuerdo de un día cualquiera. Pasaron las damas del Ejército de Salvación de uniformes sufridos y capotitas adornadas con cinta de gros, las mismas que usaban cuando entraban a las tabernas a voltear con sus paraguas las botellas enfiladas frente a los espejos biselados de atrás de la barra, del otro lado del mar, en otro tiempo y otra lengua. Alabado sea Dios, alabado sea. Y pasó un coreano con un perchero de vestidos de lamé y polleras en forma de corolas como bomboneras decó, con el que tenía que sortear las piernas estiradas de los taxistas recostados sobre el capó del taxi abierto –música sobre música de los estéreos a todo volumen– esperando viaje. Un viejo se irguió rápido porque la ruedita del perchero le había rozado un empeine y luego se desplomó rencoroso en la cámara lenta del borracho amagando.

–Hermanos, ¿quién sería capaz de dar algo a cambio de nada? –gritó el pastor Rangone. Algunas manos tímidas alargaron un billete de cien australes. Rangone repartía plata a la multitud en partes iguales. Pero decían que ese Robin Hood hacía pases mágicos y que el ayudante rubio que recogía los billetes había sido mago en el hotel Marcone. A los pies del pastor había dos iguanas mansas como bambis.

–Las iguanas son de todos –sociabilizó el pastor antes de derramar sobre la multitud un manojo de medallitas de lata.

En la otra punta de la plaza dos hombres de túnica y largas barbas crearon suspenso hincándose frente al Latino Once (al parecer, la dirección de La Meca).

–¡Cuidado, no me pise ninguna que muerden! –intentó competir Rangone.

Al cabo de un rato los de la túnica contaban con acento correntino la “legítima leyenda del pacto del Arco Iris”. En la confitería La Perla, entre los acondicionadores de aire y los vasos adornados con una guinda, ya no había tantos militantes de izquierda. Hacía rato que en el baño se había evaporado el fantasma de Tanguito cuando improvisaba la letra de “La balsa”. Las citas seguían siendo clandestinas pero eran de amor nomás. La lambada estaba en el aire, las cosas no se movían, se repetían como en un cine continuado. Llegó la noche y relevó a los personajes. Un hombre flaco y elegantón en su traje cruzado le confesó a una mesa de Alex Bar: “A medida que envejezco siento que me voy convirtiendo en una palabra”. Por la plaza pasaron los parranderos rumbo al Latino, de saco blanco, pantalón pata de elefante y guayabera con nombres de lugares lejanos, imágenes de barcos, mapas o fieras salvajes –me visto con lo que nunca veré ¿y de ahí?–, ellas con remeras de escote bajo, jeans elastizados y chalinas de nailon. Del brazo todos hacia las marquesinas que dicen todavía “Compro, oro, compro oro y alhajas”. Todos. El salteño que vivía en Villa Devoto y trabajaba en Fanacoa, el santiagueño que había sido peón de una fábrica metalúrgica pero que entonces ya no, el obrero de la construcción a quien le gustaba Jorge Véliz y Los Caimanes Santiagueños pero más Los Hechiceros. Ellos no le hacían caso al yeso imaginario que envuelve la cintura de los porteños y entraban en el ritmo de los cuartetos con la pelvis sincopada en ráfagas que eran una profecía de Rodrigo. Bailaban con la doméstica que trabajaba en Santa Fe y Larrea pero se iba el fin de semana a la casa de la hermana de Florencio Varela; con la fabriquera de Alpargatas a quien el cuñado, sentado a un lado de la pista, bajo la humilde lucecita giratoria, le tenía el nene. ¿Los cuartetos? Entonces sonaban a una mezcla de guaracha y chamamé. Había que ver, entre las mesas y sillas con asientos de madera dura del Latino, el polvo levantado por los pies ligeros.

El Alex Bar estaba abierto toda la vida. Por eso era el preferido de los taxistas que se sentaban frente a las mesas de la vereda, el taxi abierto, dejando que se mezclaran los temas de los pasacassettes. Felpeando el aire con su trapo rejilla, Emilio regulaba la violencia de los últimos pasajeros de la noche. Se quitaba de encima al borracho pendenciero, defendía a la alcohólica asediada e interponía un diplomático “usted perdone, pero está en reparaciones” a los mendigos que pedían usar el baño para darse una ducha y cambiarse de ropa. El techo metálico y los anuncios de las puertas de vidrio eran tan tristes que, desde adentro, parecía que estaba garuando.

–Ahora nos pintó la Coca-Cola –decía Emilio con desprecio.

El barman Manolete afirmaba que el humorista Wimpi era un caballero porque jamás gritaba ¡mozo! sino que esperaba a que las miradas se cruzaran para hacer un ligero movimiento con la cabeza. Ese no era el estilo del Alex Bar. A Emilio se le gritaba ¡Mami! Como si oyera llover, él permanecía sentado junto al estaño dando la espalda a la turba y sólo se desplazaba ante la módica palabra de ¡Emilio!

Por la sexta cerveza, en el Alex se armó un banquete platónico de los dejados por la mano de Dios, en el que no se habló de amor, porque se era argentino y peronista. El Gordo, el Jockey y don Pelegrino solían hacer de médium por turno para remedar la voz del General en los discursos de la clandestinidad. Pero a la euforia del pasado se sumaban, ya entonces, la humillación y la derrota del presente. Esa noche “levantaron” a un muchacho de la otra mesa que, según ellos, tenía cara de estudiante.

–Me llamo Ramón, pero me dicen Rocky –dijo el flaco, que debía pesar los kilos de Charles Atlas en los tiempos en que era un alfeñique.

El murmullo de los nocheros apagaba la llegada de Ramoncito a la mesa de los notables que, habían confirmado, era estudiante, puesto que tenía “dos años de electromecánica”. Luego se le escuchó claramente:

–Hay quienes dicen “hay que amar el espíritu” pero yo digo “hay que amar la materia”, porque el espíritu es imperecedero mientras que la materia es perecedera. Por eso ser bueno de verdad es amarla (a la materia). Porque el espíritu se cuida de sí mismo.

–Vos sí que sabés, Ramoncito, se nota que sos estudiante (y el Gordo puso la cara de Pichuco levitando en Caño Catorce). Don Pelegrino pareció girar a la antigua Grecia en el vaso de moscato donde se inspiraba.

–¿Y qué es la materia sino la mujer?

Recuerdo que hubo una pausa dramática. El Jockey me tiró besitos porque yo intentaba leer.

–Ay, nena, ya tenés como cuarenta años. A ver cuándo te recibís. ¿Qué decís? Ah, sí, y qué más mujer que la madre.

El Jockey era así –murió de cirrosis en el Ramos Mejía–, podía hablar para los dos lados y, en las comas, mojar su bigote de anchoa en la espuma de su cerveza. Entonces don Pelegrino hizo un movimiento con el cuerpo que es el que suele hacer el alma cuando empuja para asomarse en bellas frases de eficacia retórica y todos lo miramos con el corazón en la boca.

–La madre es una mujer muy rara.

Debían de ser las cuatro de la mañana y el loco Juancho andaría entre las mesas vendiendo flores que le robaba a la Virgen de Luján de la estación. Los ómnibus de la compañía Río de la Plata, grandes y aludos, con sus vidrios polarizados, corcoveaban por La Rioja intentando salir a la provincia. Los patrulleros se deslizaban como sobre moque-

ttes por Rivadavia, a paso de hombre.

–Ramoncito, cómo sabés, se nota que sos estudiante –dijo el Gordo, largando unas lágrimas de cocodrilo.

Y Ramoncito, que quería estar a su propia altura de Alcibíades de los Corrales, empezó a decir: “la democracia... la democracia...”. No había caso, la idea no salía. Se pegaba, uno tras otro, golpes en la frente mientras intentaba acordarse de alguna definición del libro de Instrucción Cívica: “Es el gobierno de... la democracia es el gobierno de...”

El Gordo y don Pelegrino se apoyaron en la mesa como si estuvieran convocando a una reunión espiritista. Por la expresión de los rostros ya empezaban a doblar el codo de la violencia. Ese Ramoncito, ¿quién lo conocía? Seguro que no había estudiado electromecánica. Negro versero. Entonces Ramoncito se puso de pie:

–Ya me acuerdo, la democracia es el gobierno del cuerpo.

Si se quería tango había que cruzar la calle y buscar la Recova. En el cartel del Marcone estaban las fotocolor del grupo Los Dandies y Costa Brava, de las reinas de belleza de cada noche con su banda de raso y su cetro enchapado en oro. Quien quería ver la orquesta de cerca tenía que hacer reservas, la mayoría bailaba hasta el himno. Don Pelegrino dijo:

–Vamos, profesora.

Pagué mis whiskies y los seguí.

Decían que en el ambiente del Marcone había muchas enfermeras, que cuando alguien se descomponía, venían tantas a ayudar que terminaban por quitar el aire. El Marcone tenía una escenografía de arcadas de madera y telón morado a lo Argentina Sono Film. Tranquilizada por la aparente autoridad del maître, me senté en la semipenumbra junto al velador con flecos, plisado y de color rosa como una cortina de teatro. De la cabeza del vocalista salían refucilos de gomina. El retenía la voz para alardear de su ventaja natural. Debían de ser postizos, pero en sus dientes blancos parecía estar la muerte, no la de la figura medieval que amenaza con su guadaña el lecho de los agonizantes, sino la de los que se estrecharon entre machos en el abrazo de la primera milonga; la que dormita en las manos robadas del General que –dijo alguien– pronto se venderían en forma de matrices mortuorias protegidas por fanales de acrílico como la flor que deseaba Sandra Opaco, allá abajo, en la plaza. El whisky pegaba más porque estaba bien servido.

Miré sin nostalgia a las parejas que se abrazaban en la pista entrecerrando los ojos para perderse mejor en el mapa del salón, todos elevados hacia lo alto como si intentaran liberarse de la carne porque el tango es la asunción laica que va del barro al cielo y nos purifica sin mediación –pensé al tercer Old Smuggler– mientras los bailarines van extrayendo de él signos escondidos como los que las milongueras, al volver por la calle del pecado, hacían en el suelo con sus zapatos de taco tan fino como una aguja de coser.

“La danza que es más triste debajo del cono azul”, dijo el vocalista moviendo sus manos delicadas que no ocultaban su deseo de ser una mujer.

Salí a la madrugada. Que nadie piense que todo estaba quieto. Las verdaderas ciudades son de neón, como Las Vegas u Osaka. Pero donde Buenos Aires salía para el oeste, la forma era el reflejo de los semáforos en el vapor que la madrugada levantaba sobre la avenida. Esa donde, desde un tren, camino a Ramos Mejía, el poeta Fernando Noy vio el fantasma de Tanguito y de Miguel Abuelo ir en bicicleta a ras de las vías.

Allá afuera la pasión hervía en la violencia de los que se trenzaron a la salida del Fantástico y el Latino, los que hacían trampa mientras jugaban a las cartas ante las mesas de cemento de la plaza remodelada. La sangre de los celosos se derramó por la vereda, allí cada provincia, cada arrabal, marcaba una ley que se defendía con el puñal o el combate cuerpo a cuerpo. La policía llegó tarde y de civil, para levantar coimas. Salvo entre los peleadores mimetizados en los recovecos de la plaza o que se disimularon en la vereda del Alex, haciéndose servir rápido un café con la astucia del camaleón calavera. Una vez más Emilio dijo que el baño estaba “en reparaciones”. Que la sangre no llegara al lavabo ni al water aunque, a esa hora, la clausura se establecía para evitar la probable lanzada de cerveza agria, pizza y maníes.

Mientras el sol desmentía la hora del reloj de la estación, empezó el lento desfile de los camiones de reparto. Entonces, del piso del Alex Bar salió un montacargas herrumbrado que se tragó el pan y las medialunas calientes. Recuerdo a Sandra Opaco, sentada frente a una mesita de la vereda, luego de limpiar la silla con un pañuelito. El muchacho que descargaba gaseosas, con una faja de tela hindú en la cintura y el torso desnudo, no era para ella. Por eso dijo, mirándolo de arriba abajo:

–¡Salud! Hoy me voy a empinar la copa del olvido –y se bebió su vaso de leche caliente.

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