DVD > AMBICIONES PROHIBIDAS, DE STEPHEN FREARS
Hace casi veinte años, Stephen Frears estrenó una película que se convertiría en una de las obras maestras de ese género adictivo que conforman las de estafadores y estafados. Mezcla de homenaje a las mujeres fatales del cine clásico, inteligencia filosa por sobre ingenio agudo y sutil abordaje del incesto, The Grifters, recién editada en DVD, sigue siendo una joya hasta ahora irrepetible.
› Por Mariano Kairuz
Hace 17 años, cuando se estrenó Ambiciones prohibidas, de Stephen Frears, un crítico norteamericano dijo que nos gustan las películas de estafadores y “artistas del engaño” porque, después de todo, no podemos dejar de admirar a esos truhanes tan ingeniosos. Y son muchas las películas que nos dejan a la salida del cine con la sensación de haber sido víctimas de una estafa millonaria, y en general aquellas que se dedican a engañarnos y revelarnos el engaño al final –películas con “vueltas de tuerca”, como Sexto sentido, o mejor, películas sobre engañadores profesionales con giro final, como Los sospechosos de siempre– suelen tener mucho éxito. En muchos casos son películas más de ingenio –un ingenio exhibicionista– que inteligencia, que cuentan con que el público celebrará haber sido engañado por el serpenteo argumental y de la puesta en escena. Estrenada cuando David Mamet ya había alumbrado Casa de juegos (su ópera prima, y la primera de tres películas, con Prisionero del peligro y Un plan perfecto, con las que ayudaría a consolidar una suerte de subgénero, el de los engañadores-engañados), Ambiciones prohibidas (The Grifters, 1990) fue en su momento y sigue siéndolo ahora que acaba de editarse en DVD, una película sobre estafadores más inteligente que ingeniosa.
Stephen Frears (Leicester, Inglaterra 1941) ya tenía toda una carrera en la televisión inglesa, al menos un par de películas con recorrido internacional (Ropa limpia negocios sucios y Sammy y Rosie van a la cama) y un éxito en Hollywood (Las relaciones peligrosas) cuando Martin Scorsese lo convocó para filmar la adaptación de la novela negra de principios de los ’60 The Grifters, del escritor Jim Thompson, sobre un guión adaptado por otro escritor de policiales, Donald Westlake. Los estudios nunca habían dado demasiado por la obra de Thompson: aparte de La fuga, hubo muy pocas películas basadas en sus novelas; la más recordada y probablemente más lograda es la francesa Más allá de la justicia, de Bertrand Tavernier, inspirada en Pop.1280. Con The Grifters estaban haciendo una apuesta inesperadamente grande: una fábula reambientada en los ’90 y con los colores brillantes de una soleada California, pero inequívocamente noir.
La película abre presentando los tres vértices de su triángulo protagónico en un breve paralelo, por pantalla dividida: Roy Dillon (John Cusack), Myra Langtry (Annette Bening, inspirada en Gloria Grahame, femme fatale rubia y dura de los ’40 y ’50) y la madre de Roy, Lilly (una gran Anjelica Huston con peluca platinada). El primer juego de apariencias son ellos mismos: ninguno aparenta su edad. Roy tiene 25 pero se comporta con la seguridad de un tipo experimentado (el administrador del hotel de medio pelo en el que se aloja lo señala y exclama: “¡Podría ser un gran congresista!”); Myra probablemente tiene más años y está mucho más curtida de lo que su cuerpo –y la manera en que lo carga, apunta y dispara– permiten adivinar. Y todo indica que Lilly debería ser mayor pero lo cierto es que dio a luz a Roy con apenas 14. Esto es, si él realmente es su hijo, una sugestión que cruza la película desde el momento en que las dos mujeres se conocen y empieza a flotar entre ellos la palabra incesto. Roy hace pequeños trucos en bares con billetes de 20 y 10 dólares doblados al medio. Myra (que en el pasado organizó estafas por cientos de miles de dólares junto a un viejo amante) trata de convencerlo de “ampliar la empresa”, de poner sus talentos en acción en busca de beneficios mayores. Lilly hace apuestas para un mafioso llamado Bobo Justus, quien la manda por unos días a La Jolla, California. Allí se reencuentra con su hijo, que dejó la casa a los 17 llevándose, dice, solo aquello que había comprado con su propio dinero, después de ocho años de no verse. Cuando lo encuentra, Roy está doblado al medio como sus billetes de veinte dólares, con una hemorragia interna provocada por un barman que lo cazó en el acto. Lilly lleva a Roy a un hospital, lo que le permitirá pronunciar sobre el final una de las mejores frases de la película: “Te di la vida dos veces, te estoy pidiendo que me la des a mí una vez”. Y nada en esta historia terminará resultando tan peligroso para sus protagonistas como el chantaje de una madre.
Lo que hizo Frears en The Grifters es una pequeña proeza, no solo porque creó un relato visualmente poderoso (trivia: el director de fotografía impidió la entrada del color rojo en pantalla hasta el momento en que las “chicas” aparecen con esos vestidos que impregnan la imagen y el recuerdo de este film; y se dice que para las escenas filmadas en el hipódromo la producción usó como referencia Casta de malditos, un Kubrick modelo ’56 sobre un robo en el que todo sale mal, con guión escrito por... Jim Thompson), con algunas líneas de diálogo memorables (Soy un vendedor. Vendo confianza.). Uno de los grandes logros de Frears es haber creado una película sobre tramposos que no recurre a ningún tipo de trampa. No tiene vueltas ingeniosas, y eso la distingue de sus muchas sucesoras (algunas muy malas, como Los tramposos, remake no oficial de Nueve reinas dirigida por Ridley Scott) e incluso de sus antecesores célebres (algunos geniales, como El golpe, en los ’70). The Grifters jamás engaña a su público; pone todas sus cartas sobre la mesa todo el tiempo; sus protagonistas nos muestran el truco justo antes de ponerlo en acción.
Mientras que muchos guionistas, productores y directores (Shyamalan, el Mamet que se repite a sí mismo; los clones de El golpe y de Nueve Reinas) nos siguen vendiendo buzones, Frears nos muestra una enorme confianza en el relato. No nos la regala, por supuesto, pero nos la vende muy bien.
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