CINE > LA NUEVA ADAPTACIóN DE SOY LEYENDA
La mítica novela de Richard Matheson, Soy leyenda, cumple la función de todo clásico: es capaz de sobrevivir a relecturas según la época y siempre decir algo sobre el estado del mundo. Pero sus adaptaciones –The Omega Man, por ejemplo– nunca se atrevieron a poner en pantalla el ambiguo y monstruoso final del libro. Tampoco lo hace esta nueva versión con Will Smith, pero se trata de una película muy superior a las anteriores, con imágenes que hielan la sangre y un último hombre demasiado humano.
› Por Mariano Kairuz
Es, por lo menos, raro: el mundo está en guerra, pero las películas sobre el fin de la humanidad engendradas por Hollywood en los últimos diez años adjudican el apocalipsis a catástrofes naturales (meteoritos en cuya trayectoria se cruza la órbita terrestre), en algunos casos provocadas por la irresponsable intervención del hombre (El día después de mañana). La reciente adaptación de Niños del hombre de P. D. James llegó a plantear la extinción de la raza humana debido a una infertilidad cuyos motivos se desconocen, pero la guerra está sugestivamente presente todo el tiempo. El propio Richard Matheson, autor de la novela Soy leyenda (1953), una de las mayores obras de ficción apocalíptica, asegura no haber tenido en mente ninguna intención alegórica sobre el estado político del mundo cuando pergeñó su relato sino tan sólo querer contar una historia de vampiros que potenciara el terror que alguna vez le había producido el Drácula de Bram Stoker. Sin embargo, está claro que Matheson (que nació en Nueva Jersey en 1926 y se instaló desde su juventud en California, donde vive hasta hoy) siempre escribió con plena conciencia de los tiempos que le tocó vivir, los años de la Segunda Guerra y la posguerra, y la Guerra Fría y la paranoia nuclear (como lo atestigua otro de sus libros más famosos: El hombre menguante).
Rapiñada hasta el infinito (se le acredita haber inspirado hasta a los zombis seminales de George A. Romero a fines de los ’60) y llevada al cine tres veces contando la flamante versión con Will Smith que se estrena pasado mañana, Soy leyenda trascendió los convencionalismos del mito del vampiro, su punto de partida, para narrar el punto de vista de un hombre que cree ser el último avatar de la humanidad. Y describir su soledad, su angustia, su extraño espíritu de resistencia y los modos de combatir su propia locura –si es el último hombre sobre la Tierra, ¿para qué seguir adelante? ¿Para qué buscar una cura?– y de evitar dar todo por terminado y entregarse a un nuevo mundo de muertos vivos.
Matheson es un autor versátil celebrado principalmente por su producción fantástica y de terror; por ser el responsable de varios de los episodios de culto, más recordados, de la serie La dimensión desconocida y de los guiones, también en los años ’60, del ciclo de adaptaciones de Edgar Allan Poe dirigido por Roger Corman; o haber aportado el sencillo y contundente relato para una de las primeras películas de Spielberg, Reto a muerte.
Uno de los aportes fundamentales que hizo Matheson con Soy leyenda al tema del vampiro que tanto lo fascinaba, fue el de desestructurar el imaginario del hombre-murciélago para convertirlo esencialmente en el portador de un virus infeccioso. Robert Neville, el protagonista de su novela, es el único sobreviviente de una epidemia bacteriológica mundial. No se conocen las razones de su inmunidad. Y aunque Neville fortifica su casa y apela a todas las enseñanzas de la leyenda vampírica –la ristra de ajos, los espejos, las estacas, la cruz católica–, se diferencia de sus antecesores en que es el único que intenta encontrarle una explicación racional, científica, al chupasangre. “La fuerza del vampiro consiste en que nadie cree en él”, cita Neville a Stoker y se dice a sí mismo: “El libro era un amasijo de supersticiones y convencionalismos de folletín, pero esa línea decía la verdad. Nadie había creído en ellos; ¿y cómo luchar contra algo inverosímil?”
A poco de empezar el relato, Neville se encuentra emprendiendo la descomposición química del ajo: se toma en serio al vampiro, lo estudia y busca su antídoto como se estudia una peste. No consigue resolverlo todo (“¿Qué haría un vampiro mahometano ante la cruz?”), pero sigue adelante.
En una entrevista de unos años atrás, Matheson contó que Richard, uno de sus hijos, le decía que Soy leyenda era una novela anticipatoria del sida, “porque trata sobre la sangre y una epidemia”. Era inevitable que toda historia de vampirismo fuera releída a partir del HIV, como ya lo afirmaba Francis Ford Coppola sobre su Drácula quince años atrás. Pero en su última parte el relato toma una dirección inesperada que ninguna de las adaptaciones para cine ha sabido exactamente cómo tratar. Neville distingue dos tipos de vampiros: los muertos vivos, y otros que pueden circular un poco bajo la luz, y hasta hacerse pasar por seres vivos. Eventualmente conoce a uno de ellos, una chica de la que sospecha que está infectada, pero que no exhibe mayores síntomas. Y la chica resulta ser una agente de los vampiros “adaptados”, que han encontrado una manera de controlar la enfermedad, y se aprestan a fundar un nuevo mundo. Cuando Neville es finalmente atrapado (“Ellos llegaron de noche. Llegaron en coches oscuros con linternas y rifles y hachas y palos”), la chica, que le tomó algo de afecto, le “explica”: “Todas las sociedades nuevas son primitivas. Deberías saberlo. Son como grupos revolucionarios, que transforman la sociedad por la violencia. Es inevitable”. Inmediatamente después le ofrece unas misteriosas pastillas para que su final, el final del último de su raza, llegue sin dolor, una idea argumental con densísimas e infinitas resonancias sociales y políticas a la luz de los conflictos que viviría el mundo en las décadas inmediatamente posteriores.
Ninguna de las dos primeras versiones para cine de Soy leyenda dio resultados que estuvieran a la altura de las posibilidades que ofrecía el libro. La primera fue una producción italiana de 1964 protagonizada por Vincent Price y bautizada Seres de las sombras (The Last Man on Earth, “el último hombre sobre la Tierra”, dirigida por Sydney Salkow y Ubaldo Ragona). La película seguía de cerca buena parte del argumento y sus temas –enfatizaba el de la fe religiosa al abrir con la imagen de una iglesia con un cartel que anuncia que “El final ha llegado” y termina dramáticamente en un altar–; aprovechaba visualmente el potencial del imaginario apocalíptico (por ejemplo, la imagen del supermercado sin gente, que el cine de zombis volvería a explotar infinidad de veces, de Romero al Exterminio de Danny Boyle), e introducía una modificación significativa que se mantendría en las siguientes dos películas: Neville pasa de ser el empleado de una fábrica a ser un hombre de ciencia. Pero a la falta de fuerza de su puesta en escena se le sumaba el problema de que, aunque Price siempre fue genial, su estilo teatral y desbordado (tan divertido en otras películas) acá terminaba por restarle seriedad al asunto.
La última esperanza, uno de los títulos con los que se conoció The Omega Man, 1971, de Boris Sagal, se aparta mucho más de la novela, rediseñándose para su época. Al principio explora la desolación urbana y los asomos de locura del sobreviviente –el Neville de Charlton Heston alucina que escucha los timbres de muchos teléfonos sonando a la vez–: Heston anda por la ciudad a sus anchas, como un dandy, manejando un convertible rojo, metiéndose en un cine a ver Woodstock por enésima vez (“ya no las hacen como antes”, se festeja), y juega al ajedrez solo. Los vampiros aparecen enseguida, transformados sin vueltas en monjes medievales con sus capuchas oscuras y autodenominándose “La Familia”; siguen a un líder y a una suerte de conciencia colectiva; predican la creación de una nueva sociedad, usan armas de fuego, pero despotrican contra el uso de los artefactos de la modernidad, contra “la electricidad, los científicos y los banqueros, los que usan la rueda”. Al final se lo cargan violentamente, pero no sin que antes Neville descubra que no está solo (hay un grupo de sobrevivientes, con mujeres y niños); que hay esperanza no sólo para la humanidad sino también para la diversidad racial. “The Omega Man era tan distinto de mi libro –dijo un tiempo atrás Matheson–, que ni siquiera me molestó. Creo que si alguna vez la filmaran tal como está contada en la novela, harían una gran película.”
Matheson no va a ver sus esperanzas cumplidas en esta tercera versión de Soy leyenda, pero sí una mejor película, que –hay consenso crítico en esto– tiene dos partes bien definidas de las cuales la primera es muy buena, angustiante y está narrada con absoluto rigor y vigor. Proyecto largamente demorado (lo iban a filmar Ridley Scott y Arnold Schwarzenegger), su guión, originalmente más oscuro, debió modificarse cuando apareció Exterminio (2002) y se gastaron parte de sus ideas.
Y una vez más el principio del fin no será la guerra pero sí la prepotencia científica: en una gran, breve y temible escena inicial, una doctora (Emma Thompson) anuncia en una entrevista televisiva que su equipo acaba de dar con un virus capaz de curar el cáncer. Salto al futuro cercano, y la humanidad ha quedado devastada por ese mismo virus. Inmune por razones desconocidas, Neville (Will Smith) recorre junto a su perra Sam (un encantador pastor alemán, gran coprotagonista) las calles de Nueva York convertidas en un enorme, imponente Ground Zero. La perra, apenas unas páginas del libro, se convierte en el otro sobreviviente de la película, generando un vínculo emocional fundamental para Neville y para el espectador. Y los vampiros se reducen ahora a una manada de muertos vivos, animales rabiosos despojados de toda humanidad (sus diseños digitales no son del todo convincentes, pero su director Francis Lawrence se ocupa de ocultarlos lo suficiente). Pero su mayor logro es haberse convertido en una de las pocas películas de ciencia ficción recientes que consigue hacernos sentir algo, en hacernos sufrir con y por sus protagonistas –el humano y el perruno–, y eso la vuelve la más humana de las dos películas sobre la deshumanización de la humanidad de este año (la otra es la tercera, anémica remake de La invasión de los usurpadores de cuerpos, con Nicole Kidman).
Lamentablemente al final se desbarranca, abandonando su apuesta por el silencio y los grandes planos de la desolación, volviéndose molestamente discursiva, desechando las mejores ideas de la parte final de la novela y poniendo en su lugar algo mucho más convencional, convirtiéndose en la primera de las tres películas en usar el título original y la primera en descartar su significado monstruoso. Y con él, esa ambigüedad y la multiplicidad de sentidos que hacen del libro de Matheson una obra maestra.
A pesar del logrado clima de su primera hora de metraje, cualquier fanático de Soy leyenda, la novela de Richard Matheson, se sentirá poco menos que disgustado por el resultado final de esta tan anunciada adaptación dirigida por Francis Lawrence y protagonizada por Will Smith. No tanto por los cambios propios de cualquier adaptación, y más cuando se cambia la locación original de Los Angeles por una mucho más impactante como Nueva York. Sino porque el problema principal es que el guión firmado por Akiva Goldsman –ganador del Oscar por Una mente brillante y El código Da Vinci– termina prácticamente invirtiendo el sentido de la novela original. Donde Matheson opta por el relativismo (haciéndole razonar a su protagonista en el momento cumbre del libro que “la normalidad es un concepto mayoritario”), Lawrence –nada curiosamente en consonancia con la política exterior norteamericana– no relativiza nada: todo volverá a la normalidad. No sin sacrificios, claro. Y ni hablar de ese epílogo en el que la salvación se parece demasiado a aquel purgatorio edénico vigilado de cerca por las tropas norteamericanas que presentó Jean Luc Godard en Notre musique, su película sobre Sarajevo. “Una adaptación literal hubiese resultado en una película mucho más pequeña”, aclaró Goldsman, justificando los cambios terminales en aras del negocio. En su acertada reseña en la revista especializada Locus, Gary Westfahl señala: “Como muchos han observado, la ciencia ficción es una literatura que celebra y abraza el cambio, mientras que en la industria del entretenimiento siempre se trata de mantener el statu quo”.
Esa celebración del cambio y de lo diferente siempre dijo presente entre los ocultos clásicos literarios que acompañan a Soy leyenda en el panteón de la legendaria colección Minotauro, donde se editó en castellano la novela de Matheson. Conocido principalmente por ser el hogar natural de las novelas de Ray Bradbury primero, y de J. G. Ballard y J. R. R. Tolkien después, el sello de Porrúa supo tener una segunda línea de novelas de culto que son las que acompañan naturalmente en cualquier biblioteca entendida a la entrañable Soy leyenda (que, atención, acaba de ser reeditada y se deja leer hoy con tanta fascinación como la primera vez). Entre ellas se encuentran obras fundamentales de los viejos maestros del género en el mejor momento de su carrera, como la memorable Más que humano de Theodore Sturgeon o la apasionante El hombre demolido, de Alfred Bester. O si no títulos esenciales en la renovación de la ciencia ficción, como la aún intrigante La intersección de Einstein, de Samuel R. Delany o la siempre esencial La mano izquierda de la oscuridad, de Ursula K. Le Guin, tal vez la firma más conocida fuera del género de esta apurada enumeración de maestros tan secretos como Richard Matheson, todos ellos autores de esa clase de obras que quien las recomienda quisiera no conocer para poder volver a sorprenderse con su lectura como la primera vez.
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