CINE > EL HOMBRE ROBADO: NOUVELLE VAGUE, BUENOS AIRES Y SARMIENTO
En una Buenos Aires de museos, parques y jardines botánicos, tan irreal como encantadora, un grupo de amigas románticas y estudiosas se inician en el mundo, mezclando sus desventuras sentimentales, las miserias del trabajo, las novelas del siglo XIX que leen con devoción y las cartas de Sarmiento que estudian con ansiedad. Sobria, estilizada y en blanco y negro, El hombre robado, la ópera prima de Matías Piñeiro, les devuelve al cine argentino y a Buenos Aires algo que hace tiempo no tiene. Lo mismo que se esconde en los ojos de los gatos del Botánico.
› Por Mercedes Halfon
Belgrano, Palermo, San Telmo. Un itinerario posible para una posible juventud de Buenos Aires, acomodada claro, que se bandea entre sus primeros lánguidos y culturales trabajos pagos, el aburrimiento o la pasión por los estudios, y las rebuscadas historias de amor. Esos asuntos intentan zanjar los personajes de El hombre robado, y al hacerlo ofrecen un precioso ejercicio de estilo. Las protagonistas de la película, Mercedes (María Villar), Leticia (Romina Paula) y Clara (Julia Martínez Rubio), son chicas serias, reconcentradas, bellas muñecas que leen literatura del siglo XIX, tienen las uñas prolijamente pintadas y caminan apresuradas por espacios como Belgrano, Palermo o San Telmo, donde Buenos Aires es fotogenia pura y elegancia hasta lo irreconocible. Mercedes y Leticia trabajan en dos museos vecinos; Mercedes en el de Arte Español Enrique Larreta y Leticia en el Sarmiento. Y no debe haber nada más retro que un museo. Es el reino de lo antiguo, de lo vetusto, de lo ex. Por eso sus problemas –laborales, estudiantiles y amorosos– comienzan a estar recubiertos por esa extraña pátina que les da estar siendo enunciados entre medio de los muebles que pertenecieron al presidente Sarmiento, o desde un jardín atiborrado de esculturas blanquecinas. Estas chicas están acá, en Buenos Aires, en el 2000, pero a la vez están en otro lugar y en otro tiempo.
El hombre robado, ópera prima de Matías Piñeiro, está filmada en blanco y negro. A partir de allí los elementos empiezan a acumularse en ese sentido; por un lado los escenarios: tanto los dos museos que aparecen, como el Jardín Botánico –donde estudian Andrés, novio de Leticia, y Clara, supuesta amiga de Leticia y Mercedes– son creaciones decimonónicas. La estructura del relato, por otro lado y a su manera, también lo es. Mercedes Montt, la más central de las féminas de la película, está leyendo Campaña en el Ejército Grande, de Domingo F. Sarmiento, y este libro no sólo es leído por ella en voz alta, sino que también pequeños fragmentos aparecen en pantalla, a modo de intertítulos, separando secuencias de la historia.
Mercedes corre con su pollerita por las cuadras que separan el Larreta del Museo Sarmiento y ayuda a Leticia a estudiar la vida del prócer para rendir el examen que la hará convertirse definitivamente en guía del museo. En los jardines del edificio se encuentra con Clara, que junta hojas para rendir otro examen, esta vez para su carrera de botánica. Mercedes quiere cortar con su novio, pero como no puede hacerlo personalmente, decide hacerlo por carta y para eso copia con Clara fragmentos de novelas epistolares y echa el sobre en un improbable buzón. Así como las páginas sarmientinas eran a la vez que literatura obra política que pretendía incidir en una realidad en conflicto, las cartas que Mercedes envía modifican su presente, las relaciones amorosas de sus amigas Clara y Leticia, en su favor. La carta de amor, el buzón, las estampillas son elementos en desuso que se integran en el relato amoroso y ligero, enriqueciéndolo de anacronismo.
Blanco y negro, intertítulos literarios, chicas jóvenes y hermosas, enredos sentimentales, es una fórmula que inmediatamente remite a la Nouvelle vague en su momento más grácil y narrativo. Mercedes –como algunos personajes en Truffaut– roba objetos del museo donde trabaja para revenderlos en el mercado de San Telmo. Y es curiosa la operación: reemplaza lo que sustrae por elementos de utilería, como si fuera lo mismo, como si no fuera demasiado importante que las cosas que se ven en un museo sean las de verdad. Sin embargo, las palabras de Sarmiento (igual de antiguas) son tomadas literalmente e inciden sobre su vida sentimental de manera radical. Ambos gestos son de revalorización, Mercedes libera esas piezas del museo como el gesto rebeldo-infantil de rescatar un pájaro de una jaula para echarlo a volar y adopta las máximas sarmientinas apropiándoselas para su vida cotidiana. Leticia, por su parte, entra en crisis con su novio, decide viajar “para ver las cosas más claro” y el lugar elegido justamente es San Juan, la provincia sarmientina por excelencia.
Las chicas deambulan, los objetos –libros, piezas robadas, novios– se intercambian, el tono, sutil y contemplativo, se mantiene. Matías Piñeiro había participado junto con otros tantos directores del film coral A propósito de Buenos Aires. Al parecer, algunos aspectos de la ciudad le quedaron en el tintero. Sus protagonistas tan francesitas, sus espacios tan refinados, su prócer tan cosmopolita, revelan una Buenos Aires que rara vez se ve en el cine, sin caer en estilizaciones publicitarias. Es un hallazgo la historia que se cuenta acerca de los gatos del Botánico. Y también, cómo Piñeiro los filma. Esos ojos lagañosos algo saben: ese lugar era parte del patrimonio de Rosas y después de Caseros se hizo de todo para disimularlo. Los gatos del botánico conservan aquella barbarie de nuestra civilización. Pero son tan elegantes.
El hombre robado se puede ver durante enero, todos los sábados a las 20 y los domingos a las 18.30, en el Malba (Av. Figueroa Alcorta 3415).
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