FOTOGRAFíA > LAS POSTALES DE INDIOS QUE SIGUIERON A LA CONQUISTA DEL DESIERTO
A la representación pictórica bárbara y violenta que se dio del indio tras la Conquista del Desierto, con malones y raptos de cautivas, siguió otra tan artificial y etnocéntrica, pero además humillante: fotografías de indios, ya empleados en estancias o ingenios, disfrazados de aborígenes, desnudados y amansados. Convertidas en postales que se comercializaron por aquellos años de expansión nacional, industria del turismo y auge epistolar, ahora son recopiladas por el antropólogo Carlos Masotta en el libro Indios (Editorial La Marca), como prueba de las prácticas blancas, más sutiles pero igual de atroces, que siguieron al exterminio.
› Por Olvaldo Baigorria
Nadie ignora que el hombre blanco tuvo que recorrer largas distancias para ir a buscarlas. Llevaba cámaras, dinero, respaldo de editores y contactos con dueños de estancias e ingenios. Un ferrocarril lo dejó a las puertas de la aldea que crecía junto al lugar de trabajo. Allí escogió a sus modelos. Estas interrumpieron sus tareas rurales para posar en un ambiente más silvestre, descubrir los hombros y el torso, vestir atuendos más típicos. En algún caso, el hombre blanco habrá pedido un desnudo completo. Obtenerlo dependería de la propina ofrecida, de la ayuda de la presión patronal, del pudor o los límites personales. Así es como el hombre blanco compuso en negativo las imágenes de sus sueños: esos cuerpos sumisos, aunque de mirada oblicua o resistente. Cuerpos modelados en un entorno remoto, símbolos de pura naturaleza, puro instinto, sin tapujos, sin tabúes, fáciles de desnudar, fáciles de conquistar. Postales de indios.
Entre 1900 y 1940, estas imágenes fueron lanzadas dentro de una operación comercial a gran escala favorecida por la expansión territorial del Estado argentino, el boom turístico, el coleccionismo, la escritura epistolar y los avances en la reproducción seriada de fotografías. En el centro de Buenos Aires y de otras ciudades se ofrecieron al visitante extranjero y al nacional que deseara escribir a Europa miles de postales con motivos regionales, criollos o exóticos de un país en búsqueda de identidad for export. Pero estas producciones contenían más información sobre el hombre blanco que sobre el indígena, según Carlos Masotta, autor del libro Indios en las primeras fotografías argentinas del siglo XX, de Editorial La Marca.
Portador de un apellido en cierto modo ilustre en tanto sobrino del crítico Oscar Masotta, el antropólogo de la UBA Carlos Masotta se ha dedicado a investigar cómo fueron representados estos pueblos en las tempranas fotografías, trabajando sobre colecciones privadas y archivos públicos “prácticamente saqueados”, como el Archivo General de la Nación. “Al principio, yo pensaba en las postales como algo secundario, que descartaba en mi búsqueda de otras fotos que se hicieran cargo de la cuestión indígena”, relata. “Después me di cuenta de que las postales mismas eran un corpus considerable para observar la representación iconográfica del indio en la Argentina. Observé que en ellas el valor documental de la imagen era sustituido por otro donde primaba un diseño exotista. Y que las postales documentaban la relación desigual entre el indio y el blanco.”
Desde principios del siglo XX, las casas editoriales que publicaban tarjetas postales comenzaron a hacer circular múltiples escenas de una Argentina recreada en calles, pueblos, ciudades, paisajes naturales. Pero en medio del auge inmigratorio de esos años, ¿quiénes eran típicamente argentinos? La moda criollista impuso una divisoria de aguas: el grupo más representativo de la identidad nacional terminaría siendo el gaucho. “En torno de la época del Centenario se discutía cuál era la figura auténtica de la argentinidad”, dice Masotta. “Entre las postales de indios y de gauchos se dio un contrapunto, en el cual aquéllos ocuparon un lugar pasivo, dócil y disponible. Fue como una relación bipolar y complementaria. El gaucho fue representado mediante escenas de trabajo rural o juegos y otras actividades lúdicas dirigidas por varones, mientras que en las postales de indios abundaron las mujeres y se produjo una feminización de la figura indígena en general. En este caso, todos los modelos eran situados mirando de frente al objetivo, siempre con un telón de fondo rústico o natural.”
Las postales habrían de cambiar radicalmente la imagen establecida en las representaciones pictóricas del siglo XIX, con sus pinturas del malón, el rapto de la cautiva y otras escenas clásicas de la “barbarie”. Tras el genocidio de la Campaña del Desierto se había producido una brutal recomposición territorial e identitaria. Ya no fue tanto la bravura del indio ni su aspecto combativo el que se buscó representar. Fue sobre todo su pasividad, su doblegación, su disponibilidad a ser descubierto por la mirada hegemónica. La operación fue posible por la incorporación de varias etnias aborígenes a la fuerza de trabajo, en especial en el Norte argentino, región privilegiada por las empresas editoras de postales. Los fotógrafos ya no precisaban ir a zonas tan riesgosas para buscar sus modelos: los encontraban dentro de los ingenios y otros establecimientos rurales de Chaco, Salta, Jujuy. El nuevo trazado de líneas férreas hasta las puertas de las empresas les facilitaba la tarea. Sólo necesitaban acordar con los patrones la visita, protegidos por apoyo policial o militar, durante la época de la zafra o la cosecha.
El Ingenio Ledesma habría sido un proveedor importante de muchas de las fotos de trabajadores “vestidos de indios” para las postales que se vendían en quioscos y vidrieras porteñas en la década del ‘30. Para producirlas se elegían escenarios despojados de señales de modernidad, sean edificios rurales, instrumentos de labranza o ropas de paisanos. Luego se hacía posar a las y a los modelos con objetos representativos de aboriginalidad: arcos, flechas, lanzas, plumas. Por lo general, la relación con la naturaleza era pasiva, observa Masotta; la disposición de manos, brazos e instrumentos connotaba ausencia de actividad, mostrando un cuerpo inmovilizado, al aire libre, fuera de las habitaciones de la peonada. El indio estaba allí, simplemente, mirando a quienes lo miraban.
Y cuando podía, el hombre blanco lo desnudaba, en particular a la mujer. Más allá de las historias de machos que él contaría a sus amigos, parece que no era tan fácil “bajar ese taparrabo”. Narra el fotógrafo italiano Gino de Passera en 1935: “Los fotógrafos declaran unánimemente que para obtener fotos nudistas tienen que regalar dinero a las indias. Alguna muchacha se obstinó en no dejarse fotografiar, insensible a toda seducción de dinero, mientras alguna otra accedió prontamente a desnudarse, pero siempre bajo pago. En los hombres encontramos mayor reserva... ¡Pero de indias de torso desnudo están llenas las vidrieras de la calle Corrientes o 25 de Mayo, en Buenos Aires!”.
Se había fabricado un estereotipo sólido y duro de erosionar. Se suponía que ellas no sentirían el pudor europeo de mostrar los senos, que tendrían una relación más natural, directa, sin vergüenza ante el propio cuerpo. Pero la postal era el producto de una relación de poder. Sobre ellas se ejercía una triple violencia: de etnia, clase y género. Por un lado, eran mano de obra rural explotada en condiciones semiesclavas; por el otro, modelaban para la construcción de un retrato con fines comerciales a cambio de un pago que equivalía con frecuencia a una limosna.
El topless o la desnudez total fue un elemento clave para la representación de la feminidad originaria. Las miradas de los compradores se posarían sobre esos cuerpos fragmentados en pechos y piernas, en los cuales la ligereza o falta de ropa estaba legitimada por el espacio de origen: no eran mujeres blancas desnudas, eran indias. Sus fotos se exhibían en las vidrieras como las de animales exóticos. Y al mismo tiempo incitaban las fantasías eróticas de los descendientes del colono.
Pero si los cuerpos en su quietud parecían entregarse, esos centros irreductibles que son los ojos a veces resistían. Interpelaban al fotógrafo, a su presencia invasora, a su mirada de cazador. Los gestos más comunes expresarían miedo, desconfianza o estupor. Era lógico que temiesen a la cámara, acaso no tanto por “primitivismo” frente a una tecnología desconocida sino por legítima sospecha ante las intenciones del cristiano. Hubo casos extremos, como el que relata un fotógrafo que intentó tomar imágenes de tehuelches desconfiados: bastó con que el huinca se cubriera la cabeza con el manto negro junto a su cámara para que emprendieran la fuga. En el nordeste o noroeste parecía haber más disponibilidad para el retrato, acaso por el previo disciplinamiento de la relación laboral.
En todo caso, estas producciones generaban un violento cruce de miradas. Algunas mostrarían rostros duros, impasibles, indiferentes. Otras, expresiones de disgusto, como si las modelos se preguntaran: “¿Por qué tengo que poner los brazos detrás de la nuca? ¿Para mostrar mejor mis pechos?”. Y otras, desprecio o cálculo ante una posible inversión de las relaciones de poder: “Sé que me deseas”. Allí, la mirada desplegaría su seducción sobre el que miraba: el conquistador-conquistado. La promesa de un giro de 180 grados en la asimetría de base duraría un instante. La relación de dominio se restablecería luego por completo en la reproducción seriada de esa intimidad para compradores anónimos y lejanos.
Así se habrían producido las imágenes de los primeros habitantes de estas tierras a comienzos del siglo XX. En fotografías que querían decirle al mundo: éstos no somos nosotros, ésta es la alteridad más radical con que contamos. Aquí están, éstos son “los otros”. Hoy podemos agregar: aquí están los restos de los ancestros vulnerados, acorralados y despojados de suelo y singularidad. Desaparecidos en una escena de sumisión que se pretende documento. Recuerdos de la Argentina para el consumo global de autenticidad, souvenirs de un fantasma, proyecciones de hombre blanco que se siente dominador y se teme dominado. Sueños de ese hombre que a su vez también será soñado. Signos de una doble conquista en el hechizo de miradas que se cruzan. Cuerpos que en cada epígrafe se presentarían con sus nombres: toba, wichí, mocoví, chorote, chulupí, entre tantos otros ignorados por plumas con prisa. Que en cada gesto evocarían la vergüenza necesaria como primer paso para recuperar la dignidad. Y que con sus ojos nos recordarían el origen que todos compartimos: ese work in progress llamado identidad, esa obra que sueña en cada cuerpo la mirada de los otros.
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