CINE > TAMARA JENKINS: LA DIRECTORA DE LA FAMILIA SAVAGE
Hace diez años, Tamara Jenkins debutaba con una película sutil y emotiva sobre la infancia en una familia disfuncional. Aunque tenía a Marisa Tomei y Alan Arkin, Slums of Beverly Hills sólo se vio acá por cable. Ahora, Jenkins estrena su segunda película, también sobre la disfuncionalidad familiar, esta vez en el filo de los 40, y también con un elenco envidiable (Laura Linney y Philip Seymour Hoffman). Por suerte, esta vez La familia Savage llega a los cines.
› Por Martín Pérez
Un teléfono suena en medio de la noche. Alguien atiende, y del otro lado de la línea la voz de su hermana le da la noticia de que su padre anda escribiendo cosas en las paredes con sus heces. Según confesó la directora Tamara Jenkins, a partir de esta escena fue que nació el guión de La familia Savage. Aunque, en realidad, durante mucho tiempo esa escena fue todo lo que Jenkins tenía. Ni una historia ni personajes. Sólo esa escena. Que, varios años después, con la película ya terminada y toda una historia alrededor, fue filmada casi como hechizó a su directora al momento de aparecérsele por primera vez. La que llama es Wendy Savage, una aspirante a dramaturga que divide su tiempo entre trabajos temporarios y escarceos amorosos con un vecino casado. El que atiende es su hermano Jon, un profesor de teatro que escribe un libro sobre Brecht, mientras sus tres años de noviazgo con una polaca están llegando a su fin porque se le acaba la visa, y el mayor de los Savage no se decide a casarse aunque llore cada vez que ella le prepara el desayuno. Como Jon y Wendy, los protagonistas de Peter Pan, los hermanos Savage no han terminado de crecer, aunque estén lejos del país de Nunca Jamás y ya hayan cumplido los cuarenta. Ahí donde los encuentra la reaparición en escena de su padre, el que escribe las paredes con heces. El llamado que les recuerda su existencia llega desde una comunidad de retiro situada en Sun City, Arizona, donde su pareja –a quienes Jon y Wendy jamás conocieron– acaba de morir, y sus parientes quieren rápidamente deshacerse del molesto cónyuge. Los hermanos Savage regresarán a casa –Buffalo, cerca de Nueva York– para poner a ese padre senil que nunca los quiso y apenas pudo desapareció de sus vidas, en un asilo de ancianos, y esperar el inminente desenlace. Esa es la historia que Tamara Jenkins cuenta con una admirable familiaridad en La familia Savage. Asistida por una pareja protagónica que es casi el sueño hecho realidad de cualquier espectador de cine independiente –Laura Linney y Philip Seymour Hoffman–, su película es una extraña historia de iniciación adulta, segundo opus de una directora secreta, que se ha tomado casi una década desde su ya lejano pero aún admirable debut. “Algo así como el cronograma de Terrence Malick, pero sin las obras maestras”, bromea Jenkins cada vez que le recuerdan el tiempo perdido.
Cuando le recuerdan que también su debut, Slums of Beverly Hills (1998) profundiza en la dinámica de una familia disfuncional, y le preguntan qué es lo que la atrae de esa clase de dinámica como para reincidir en ella, la respuesta de Tamara Jenkins surge inmediata, y bajo la forma de otra pregunta: “¿Querés decir qué me atrae además de haber visto esa dinámica de primera mano?”, explica con una sonrisa. Nacida en Filadelfia en 1962, Jenkins y sus tres hermanos fueron criados por su padre –un ex dueño de bar y vendedor de autos– en Beverly Hills, casi como se cuenta en su encantadora ópera prima. Comediante en los clubes del Village neoyorquino durante los ’80, Tamara estudió cine en la NYU, ganó la beca Guggenheim y fue al instituto Sundance antes de terminar Slums..., protagonizada por Marisa Tomei y Alan Arkin, y que fue al Festival de Cannes aunque por estas pampas sólo se vio en cable. Si aquella película relataba el fin de la infancia de su protagonista, los hermanos de la también disfuncional familia Savage parecen regresar a su infancia antes de terminar de dejarla atrás para siempre. “Siempre me interesó la forma en que, cada vez que los hermanos se reúnen, experimentan una cierta forma de regresión –explicó Jenkins–. Aunque eventualmente terminan viéndose tal cual son, en un principio los personajes de Philip y Laura piensan en el otro como si aún tuviesen doce años. También se puede decir que es como esas buddy movies, donde personajes opuestos se reúnen para, no sé, asaltar un banco. Bueno, acá lo hacen para despedir a su padre.”
Cada vez que puede, Tamara Jenkins aclara que su película no es autobiográfica, sino que apenas es personal. Como no podía ser de otra manera, su centro emocional son los recuerdos de la muerte de su padre, que sufrió a los treinta años, una década antes que comenzase a ver que les sucedía también a sus amigos. “Mi padre era bastante mayor, por eso es que estuve muy sola en eso”, recuerda. Pero nada es literal, obviamente. Por ejemplo, al igual que Wendy y Jon, el hermano de Tamara es profesor de teatro en la universidad, y ella comenzó su carrera en el submundo teatral de Nueva York. Pero como no es una película autobiográfica, en La familia Savage su historia está algo invertida. “Es que mi hermano y yo en realidad somos los que tuvimos suerte en la vida –aclara–. Así que me recuerdo pensando, a la hora de escribir el guión: ¿Qué tal si en realidad hubiese sido de otra manera? ¿Y si nos hubiésemos peleado entre nosotros durante toda la vida?” Construida a partir de esos pequeños pedazos de vida, La familia Savage es una extraña ventana a una intimidad en la que no hay lugar para la sensiblería (salvo en los momentos en los que el inseguro personaje de Wendy sobreactúa, claro), sino que hay silencio y breves arrebatos de un humor negro. Como los que se pueden descubrir en la vida real, cuando se la recuerda como pequeños retazos de ficción.
Es que no hay que confundir: no hay falso documentalismo en La familia Savage, pero tampoco exacerbada emotividad. Se sabe que papá Savage ha sido abusivo con sus hijos, pero no hay ninguna confesión al respecto. Nadie recuerda en voz alta ni hay confesión de partes. Suceden cosas, sólo eso. Y se ven otras, como esos departamentos llenos de cosas de los hijos, y ese hogar final tan impersonal de su padre, como si hubiese querido desaparecer para siempre, mientras sus hijos aún se están buscando entre sus papeles.
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