QUé SE SIENTE...
Me gustaba trabajar en el turno noche, porque cuando estaban despiertos, sólo quería pedirles perdón. Mientras dormían, en cambio, eso no me preocupaba, y podía ir y venir por los pasillos toda la noche.
Era siempre uno el detenido que comenzaba el llamado a la plegaria de las cinco de la mañana. Era siempre el detenido de la última celda. Cantaban de una manera hermosa. Era escalofriante escuchar a cuarenta y ocho detenidos despertarse para cantar al unísono esta canción increíblemente hermosa que nunca pude entender, porque el árabe está lejos de mis posibilidades.
El Campo Delta se encuentra en un acantilado frente al mar. Nunca había visto el océano antes. Y no fueron pocos los momentos en el ejército en que se superponían las atrocidades que sucedían y lo hermoso del lugar. Mirar a los detenidos prepararse para su plegaria mientras el sol asomaba en el horizonte fue uno de los momentos más confusos de mi vida.
Cada día caminás ese pasillo con cuarenta y ocho personas en dos filas de veinticuatro celdas, y no tenés idea de por qué están ahí. Uno los alimenta, y si se ponen locos, los rocía con este spray químico a base de petróleo. Después, entran cinco tipos para molerlos a palos.
Crecí en Charlotte, Michigan. Esta fue la primera vez que conocí a una persona musulmana. Mi familia vivía en un trailer, sobre una plantación de choclo, al costado de un camino. Me enrolé a los 17, el 20 de noviembre de 2001. Y, mi Dios, conocí a mucha gente nueva en el ejército.
Había comprado dos porno antes de salir para Cuba, y no imaginaba que me deprimiría tanto que ni esas películas me interesarían. Terminé rompiéndolas y empapelando la pared con las cubiertas. Mi madre me había enviado unos stickers de dinosaurios, así que cubrí las zonas más obscenas con ellos y me pasé horas contemplándolos.
Durante los meses que estuve ahí, pasé más de la mitad del tiempo de trabajo cuidando a los prisioneros. Fue tiempo suficiente para quebrarme. Até una soga al ventilador de techo de mi habitación y traté de ahorcarme, pero el ventilador se zafó. Eso fue dos meses antes de volver a casa.
Lo que extraño son los vasos. A los detenidos sólo se les permitía tener unos vasos de poliuretano, en los que dibujaban y escribían. Aunque no estoy del todo familiarizado con la cultura musulmana, aprendí que no dibujan la figura humana, y dibujan muchas flores. Cubrían los vasos de flores. Y después nosotros debíamos retirarlas. Era ridículo: ¡las enviábamos a la oficina de Inteligencia Militar! Ahí las miraban y las tiraban. Yo amaba esos vasos.
Le pegaban a todo el mundo. Estaba este tipo, realmente viejo, que ya no podía ver, ni oír. Si los guardias le daban una orden y el viejo no la acataba porque no escuchaba, entraban en su celda y lo molían a palos. Después de un rato, lo sacaban a rastras y lo metían en aislamiento. Lo mismo me hicieron a mí, montones de veces.
No es necesario un motivo. Primero usaban un spray de pimienta. Quema. Es caliente. Tenés problemas para respirar y abrir los ojos. Te arde la cara, los ojos, especialmente, y la nariz por dentro. Te hace toser. Cuando te agachás, te golpean con los codos. Después llenan el formulario con el motivo del escarmiento.
Nos permitían rezar, pero ponían música por los altoparlantes al mismo tiempo. A veces rock, pero en general el himno americano. O nos pateaban las puertas mientras rezábamos.
Lo peor era vivir en esas celdas minúsculas. La mayor parte del tiempo no había nada ni nadie ahí adentro conmigo. A veces estaba sólo en shorts. Mis shorts y yo.
Nunca perdí la esperanza. No perder la esperanza es una parte importante de mi religión.
Estos dos testimonios fueron publicados en Internet por la revista Esquire para su sección “Qué se siente...”. Christopher Arendt tiene 24 años. Murat Kurnaz, 26, y es el autor de Cinco años de mi vida: un hombre inocente en Guantánamo, publicado en inglés.
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