PLáSTICA > FERNANDO BOTERO PINTA ABU GHRAIB
A pesar de que lleva casi una década, es poco lo que el arte ha hecho hasta ahora con la guerra en Irak y Afganistán. Por eso, que alguien haga algo es una sorpresa. Pero si ese alguien es además Fernando Botero, la sorpresa y el prejuicio se disparan. Sin embargo, más sorpresas todavía: su serie de obras a partir de las fotografías tomadas en la prisión de Abu Ghraib son un trabajo más que atendible, pletórico de referencias a la historia del arte que, lejos del oportunismo, le devuelven al arte la intención de crear sus propias imágenes en un mundo visualmente saturado.
› Por María Gainza
Hace unos años, cuando llegó la noticia de que Fernando Botero había realizado unas pinturas basadas en las tristemente célebres fotografías de cautivos iraquíes torturados por soldados estadounidenses en la prisión de Abu Ghraib en Irak, la primera reacción, la por default, fue hacer una mueca. Una mueca fría y calculadora, llena de escepticismo. Botero, con sus gordinflones de aspecto ñoño, pinturas que la crítica Rosalind Krauss calificó de “patéticas”, parecía el último destinado a acercarse de manera seria a las representaciones del teatro de la crueldad de la inmensa prisión de Bagdad. Por otro lado, las fotografías habían circulado lo suficiente por Internet y no parecían necesitar una traducción a otro medio.
Definitivamente Botero no daba con el perfil de artista adecuado para realizar el trabajo. El millonario pintor colombiano no parecía capaz de pintar a alguien siquiera con un dolor de cabeza, mucho menos un electrodo en los genitales. Además, el peligro era inminente: ¿acaso su humor blandengue no rebajaría las imágenes a meras caricaturas? Y aun así, un libro que recopila la serie de pinturas y dibujos creados en los primeros meses de 2006, Botero Abu Ghraib, pone en duda todos estos preconceptos. Y en un mundo del arte donde las respuestas a la guerra de Irak han sido casi nulas, las imágenes de Botero aparecen como un caso de estudio.
Cuando las fotos de Abu Ghraib circularon, la indignación moral de Occidente recayó sobre los soldados sonrientes para quienes el espectáculo era una forma de diversión suprema, casi un recuerdo de travesuras juveniles. Radiantes, exhibiendo sus trofeos de guerra, recordaban a aquellos pescadores que en las fotos muestran orgullosos sus presas colgando de un doloroso anzuelo. Pero las imágenes de Botero revierten esta sensación al establecer una identificación visceral con las víctimas. Salvo por alguna mano o pie que entra en cuadro, los abusadores han desaparecido. Quedan los abusados que, en la soledad de la pintura, extrañamente parecen recuperar algo de su dignidad perdida. En la pirámide humana de cuerpos desnudos, amenazados por perros o maniatados, hay una inusual gravedad, una gravitas romana. Sucede a través de algunos pequeños ajustes que Botero ha realizado a su estilo. Manipulaciones de color, de escala y forma. Los prisioneros de Abu Ghraib no son los habitualmente inflados muñecos Michelin que se pasean comiendo helados o bajo sombrillas, esos que en sus mejores momentos parecen un mal chiste de Rubens. No. Acá son inmensos pero monumentales, musculosos y sólidos y, por sobre todo, proporcionados. Con una proporción antigua que recuerda a una figura olmeca. O a un desnudo en el techo de la Capilla Sixtina. Y que les da a las figuras un peso psicológico heroico. Aparecen en aislamiento, en un aislamiento majestuoso, definidos por planos de grises, verdes y terracotas, muchos detrás de barrotes que evocan la Inquisición española, y a la vez las sobrias geometrías de las pinturas de Cimabue y las perspectivas duras de Uccello.
Las pinturas de Botero son horribles. Pero no exactamente de la misma forma en que las fotografías eran horribles. En su traducción, Botero crea una imagen que permite la distancia. Uno ya no necesita darse vuelta. Lo que no quiere decir que suavice o remueva el horror. Pero la figuración nos da un respiro, y con él, la oportunidad de contemplar y reflexionar. De cerca se ve el sentido de la línea, las figuras bien plantadas, la modelación sutil de la anatomía, el frío del color. Formalmente hace cosas sensibles e inteligentes: el ritmo de un arco de orina cayendo desde la izquierda se repite a la derecha en una pierna a punto de aplastar un cuerpo, las vendas sobre las cabezas de una pila de hombres corean un ritmo circular y envolvente y la contraposición entre los tonos de piel verdes y rojos asordinados tiñe los espacios con el vaho de una habitación sin ventilar.
El misterio de la pintura casi ha sido olvidado. La Iglesia Católica lo conocía bien cuando promovió usar las artes visuales como su estocada contra la Reforma. Poner las imágenes al servicio de la fe. La claridad, la simplicidad y el realismo se volvieron las formas más directas de captar fieles. El barroco convertiría esta idea en una ciencia exacta describiendo con extraordinaria precisión en sus pinturas y esculturas los sufrimientos de Cristo, su martirio, sus torturas, su sangre, su dolor (Mel Gibson intentó algo de eso en La Pasión de Cristo, una película que hubiera hecho las delicias del Concilio de Trento de 1563).
El barroco latinoamericano late por debajo de las pinturas de Botero. Y ahora es difícil no ver alusiones a Cristo en las composiciones. El sufrimiento, la herida, el sacrificio vuelven una y otra vez. Las imágenes de Botero toman la iconografía del martirio pero las carnes pesadas de sus figuras hacen que las heridas se vean más expuestas, y a la vez más inocuas, como si los golpes no pudieran atravesar cierta entereza interior de los personajes, cierta coraza de valor que los eleva por sobre sus abusadores. Sus rostros están cubiertos con capuchas, sus brazos y piernas atados con fuertes sogas. Todos están desnudos excepto cuando llevan bombachas, lo que parecería ser la forma suprema de humillación. En muchos cuadros hay perros que parecen demonios de El Bosco.
Ninguna de las obras está a la venta. Botero las ha ofrecido a museos en los Estados Unidos pero aún nadie las ha aceptado. Quizá por la misma razón que en la noche de su inauguración en la galería Marlborough de Manhattan había guardias revisando todos los bolsos.
Hemos estado en guerra desde que comenzó el siglo pero el conflicto apenas ha inspirado imágenes artísticas. Sólo algunos pocos lo han intentado. El norteamericano Steve Mumford se embarcó con las tropas norteamericanas hacia Irak en los primeros años de la guerra, salió a revivir la antigua tradición del artista de guerra cuyas impresiones de la batalla en vivo habían sido borradas por la fotografía. Sus acuarelas y tintas no muestran mucho que no haya sido visto en la televisión: una patrulla nocturna, soldados descansando, y poco conflicto. El Imperial War Museum mandó al dúo británico Langlands & Bell a Afganistán. Volvieron con una obra llamada La casa de Osama Bin Laden, un tour virtual donde se puede visitar una cueva que poco dice sobre el terrorismo o la guerra. Después, Richard Serra creó su tremenda Stop Bush y Gerald Laing realizó el cuadro American Gothic, basado en la pintura de Grant Word, pero sustituyó a la saludable pareja de granjeros por la pareja de guardias que alzan los pulgares ante la pirámide de prisioneros desnudos. Algunas obras de Hans Haacke y Thomas Hirschhorn y paremos de contar.
Por supuesto, la guerra fue barrida del imaginario artístico hace tiempo. No era un tema que interesara a los modernistas. La vanguardia de principios de siglo XX reaccionó contra la sentimentalidad del siglo XIX, repudiando la grandeza de pinturas como Napoleón visita a las víctimas de la plaga en Jaffa de Gros. ¿Cómo mostrar la guerra sin glorificarla? Hacer una pintura de una batalla y no celebrarla parecía imposible. Porque aun las escenas cruentas se vuelven épicas en una tela. Ese tipo de arte parecía reproducir y celebrar el mismo militarismo que causaba la guerra. Baudelaire detestaba “ese arte a toque de tambor, esa pintura fabricada a disparo de pistola”. Para escapar de la línea de fuego recurrieron a las naturalezas muertas del cubismo. A fines de la década del 30 hubo un corto revival. Henry Moore hizo sus dibujos de los refugios antiaéreos. Picasso comenzó su Guernica sólo unos días después del bombardeo.
Pero las fotografías de Abu Ghraib parecen haber silenciado al arte. Para cualquiera que mira la foto de un prisionero parado sobre una caja, sus manos estiradas por alambre, una frazada sobre su cuerpo y una bolsa puntiaguda sobre la cabeza, el arte sobra. Es una imagen que oblitera el arte. Y a la vez es una imagen que se parece al arte. Los desastres de la guerra de Goya se asemejan mucho. El sargento Chip Frederick, uno de los soldados que fue parte de la sesión les dijo a los investigadores que su amigo Charles Graner Jr., quien tomó las fotos, “era una persona de la imagen, de esas a quienes les encanta tomar fotografías”.
Cuando un año después una cámara de televisión registró a un soldado norteamericano matando a un iraquí, no causó ni la mitad del revuelo. No era porque nos habíamos acostumbrado al horror sino por la misma naturaleza de la imagen. Una imagen de televisión, si se excede, como mucho es periodismo amarillo, pero las fotos de Graner documentan otra cosa: la bestialidad humana despojada de hasta el último velo. Después de todo, ¿dónde terminaba el placer de Graner por causar dolor y comenzaba su amor por la fotografía?
El culto por las imágenes nos ha enterrado. El mundo entero conoce el sinsentido de las razones norteamericanas para invadir Irak a través de una de las cosas por las que Norteamérica es más famosa, las imágenes. ¿Cómo hacer arte sobre la guerra sin quedar atrapado por la pornografía de las fotografías de Abu Ghraib? Quizá, pensó Botero, con un vocabulario que pueda citar, pero a la vez rehacer y aun más, sobrepasar, a la fotografía. Es complicado juzgar, a tan corta distancia, si algo de eso ha sucedido. Es más sencillo descalificar las pinturas como una maniobra oportunista que no ha dejado pasar ni siquiera el tiempo suficiente para que el dolor se anestesie. Pero meter el pincel en la guerra es meterlo en un pozo sucio y es fácil entender por qué nadie quiere hacerlo. Las imágenes de Botero remueven el avispero. Nos dicen que se necesitan artistas para crear imágenes que nos liberen de las imágenes que la guerra está generando. Aunque quizá sea la ironía final de esta guerra que el Islam, aquello que agrupa a todos los enemigos de George Bush bajo un mismo techo, sea una religión que sospecha poderosamente de las imágenes.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux