TEATRO > LOS PLIEGUES DEL MUNDO DEL TRABAJO EN ESCENA
Las competencias entre compañeros, los odios silenciados, los problemas personales, las disputas de poder, las mezquindades: en una puesta al servicio de las miserias en el mundo laboral, Reflejos de Matías Feldman expone los mil destellos y chisporroteos de una oficina hasta que todo arde y estalla.
› Por Mercedes Halfon
Reflejos es una obra simple, pero tampoco tanto. Como la palabra que da título sugiere, la obra nos brinda una imagen de sí misma fácilmente comprensible, identificable, una historia iluminada como una serie de HBO; pero hay que desconfiar, esa imagen es engañosa, el reflejo no es fiel por definición, hay diferencias entre lo que se muestra brillando en la superficie y lo que se gesta lentamente por debajo. Reflejos es así, aunque es cierto que su apuesta es por cierta simplicidad. El camino personal y diverso que llevó a Matías Feldman desde Schultzundbielerundsteger (una de sus primeras puestas) hasta aquí, habla de un despojamiento. No estamos, como en aquel caso, ante un policial híper opinado, paródico y racional. Con Reflejos su destreza dramatúrgica está puesta al servicio de la fluidez del relato. Todo va hacia delante, rápido, en un caudal de acontecimientos banales, un universo no demasiado inteligente ni virtuoso, y por eso mismo reconocible y mucho más interesante.
Nos metemos de lleno en un mundo laboral. Los trajes gris acero, las camisas almidonadas, los cafés tomados en envases térmicos serían la primera capa de sentido que revela la opresión de los personajes. Una oficina –no sabemos nunca de qué– donde cuatro empleados danzan, por así decir, el baile de la empresa: ascensos, personas bien vistas o indeseables a los ojos de los “de arriba”, competencias desleales, camaradería, despedidos. Palabras por el estilo. Pero hay un suceso puntual. El que sería el jefe de recursos humanos, Francisco Gámez, debe decidir quién asumirá la subdirección entre dos opciones: Federico Guzmán, que es el favorito para el puesto, pero es la actual pareja de su ex Florencia Pelaia, que también trabaja ahí, o Lucrecia Morgan, tan buena como Federico, pero detestada por todos y con razón. Morgan es desagradable, no hace ningún tipo de concesión a la urbanidad y demuestra permanentemente el asco y la superioridad que siente hacia quienes la rodean. El ascenso será el nudo donde todos los personajes queden atrapados, en especial Francisco, que además de tener que tomar esa difícil decisión que implica una contradicción entre lo personal y lo profesional, vive en su casa otra situación igual de enloquecedora. Su madre comienza a tener accesos oraculares y lo que dice en esas visiones proféticas lo involucra de lleno.
El trabajo se presenta como un escenario donde aparecen, en escala pequeña, todas las angustias de la vida moderna. El problema no es la familia, no es el amor; es el trabajo. Ahí se juega todo: ser reconocido o no serlo, estar solo o estar acompañado, actuar honradamente o hacerlo por venganza. En un clima de comedia de enredos, de puertas, estos cuatro trabajadores de cuello blanco sacan a la luz lo peor de sí mismos, a pesar de tener que obrar desde las rígidas normas que impone el protocolo empresarial.
Pero para que estas ideas –de justicia, de identidad– aparezcan en toda su crudeza, Reflejos deja de lado algunas cosas. La escenografía, la iluminación teatral, se borran por completo para dejar en pie solamente el texto en su contundencia, y unas actuaciones igualmente precisas. El despojamiento del ámbito instala para los espectadores la misma incomodidad en que se mueven los personajes de la historia. Obviamente, tanto esmero por la eficiencia, tanta contención va a debarrancar en algún momento, cuando la extrañeza de las profecías comience a materializarse.
Entre catástrofes anunciadas en tono bíblico y romances que se destapan de modos contraproducentes, avanza la obra. Los reflejos del título rebotan a través de los vínculos y las personas, todo se vuelve oscuro y cristalino, se duplica: el exitoso y enamorado Federico Guzmán podría ser el revés del atribulado gay reprimido Francisco; Morgan, en su racionalidad extrema, su inteligencia que la lleva al desconsuelo, tiene en su opuesto exacto a la madre de Francisco, una mujer “conectada con lo irracional” y que, como toda pitonisa que se precie, no es escuchada por sus allegados.
Es interesante que el universo temático de “el trabajo” (en un país como el nuestro) genere imaginariamente un personaje como Lucrecia Morgan, bella y perfecta máquina de resentimiento, que a pesar de todo en un instante decisivo y feliz produce una catástrofe y logra darle sentido a su vida. Morgan dice: “Si hubiera sentido amor, sería Jesús. Pero siento odio”. Entonces, ¿qué otra cosa se puede hacer con ese odio, atávico y primordial, odio poético y hermoso?
Reflejos
Con Luciano Suardi, Lorena Vega, Javier Drolas, Juliana Muras y Maitina de Marco. Dramaturgia y dirección: Matías Feldman.
Sábados a las 23.30
Para asistir, comunicarse vía mail a: [email protected] o telefónicamente al 3533-2386.
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