Cuando se estrenó, en los años ’70, el cruce de un militante político y un homosexual que comparten celda en una cárcel argentina, y la poderosa historia de amor que transcurría ahí hasta desembocar en un beso entre dos hombres, produjo un impacto inimaginable hoy en día. Un impacto político, cultural y sexual. Treinta años después, ya convertida en musical, en película de Hollywood y en hito literario, Rubén Szuchmacher emprendió la tarea de volver a subir El beso de la mujer araña a un escenario. A una semana de su estreno, Humberto Tortonese habla de su regreso al teatro como Molina (junto a Martín Urbaneja como Valentín) y el propio Szuchmacher habla de cómo y por qué quiso “desmariconizar” la obra.
› Por Mercedes Halfon
¿Me escuchás, me escuchás? Ay, no paro de hablar, dice Tortonese. Y es cierto. Empezó a las tres de la tarde, con el ensayo de El beso de la mujer araña, ahora son las nueve de la noche y está en medio de la entrevista, y sigue recordando, contando, gritando por momentos, riéndose, enojándose, habla rapidísimo. Antes de eso, dice, pasó todo el texto en su casa, un texto largo, difícil, donde él justamente habla y habla, cuenta películas, ovilla palabras, el tejido hermoso de ese personaje entrañable que es Molina, el gay encerrado en una celda a merced de su imaginación y otro hombre al que en su despliegue de historias atrapa, mete en su red rococó infalible de palabras de época. Tortonese es Molina en la versión de El beso de la mujer araña que se estrena pronto dirigida por Rubén Szuchmacher, la mujer araña es él ahora también, contando su historia, la de un actor que comenzó en los ’80 a hablar y no paró jamás. La señora sentada en la mesa contigua, cuando Tortonese se levanta para irse, lo detiene, le sonríe coqueta y le dice: “Te escuchaba hablar y pensaba, esa voz tan particular, esa voz...”, “tan reconocible”, completa el actor y sale del bar. Antes había contado lo cansado que estaba de escuchar su propia voz, relatando siempre la misma historia de los descontroles del Parakultural, una historia que se resignifica ahora, cuando él es el Molina que soñó Manuel Puig, el Molina Perfecto con su ropa de calle, una camisita de bambula violeta y su pelo largo lacio atado en un rodete bajo. Y todo sucede en el Teatro El Cubo, a apenas dos cuadras de la que fue la casa de Batato Barea, donde Tortonese vivió algunos de los mejores momentos de sus años salvajes.
Entonces dirá cosas como: “A veces me dicen Ay, yo también fui underground; y yo digo ¿Ah sí? No me acuerdo de vos”. Pero también dirá: “Con todos los parakulturales somos hermanos del alma”. De su dupla de oro con Urdapilleta: “Es como con las parejas, no duran para siempre y nosotros aguantamos bastante”. Y concluirá: “Los cambios en la vida los tenés que tener, puede ser mejor o peor que antes lo que hagas, pero seguir con lo mismo aburre”.
La escena es toda negra, con una bombita potente, una idea brillando colgada de un cable pelado como único detalle de color. La escena es amplia, no da la idea del típico cuartucho con que se representa una cárcel, sino de un lugar neutro, un paisaje mental donde dos seres antagónicos, míticos, un gay y un militante marxista, pasan las horas. Tortonese la recorre de punta a punta, cortando el aire con su cuerpo delgado como un bisturí, levanta los brazos para decir: “Tenía un peinado alto. Muy alto. Esos que se hacen las mujeres cuando van a vivir un momento importante”. Tiene los ojos perdidos, como si la nuca o los dientes de esa mujer pantera que describe estuvieran revoloteando a su alrededor, o como si hubiera algo realmente metafísico en un peinado banana. La seriedad de la escena es la misma del proyecto, algo que a Tortonese lo fascina y aterroriza a la vez.
Cuenta que cuando le dieron el texto, lo leyó de un tirón, sentado sin moverse en un silloncito de su casa; pero que después, “cuando empezamos a ensayar, me di cuenta de lo difícil que era. Tenés que estar muy concentrado, meterte, por momentos me encanta y me meto mucho, pero yo no estoy acostumbrado a hacer este tipo de obra, tan, entre comillas, seria-seria, con tantos pies y diálogos y todo. La voz humana, la obra que hice antes, tenía algo de seriedad pero también un poco de grotesco mío, que me dejaba llevar, y con esta dije ‘Bueno, vamos a ver qué pasa’. Y fue mucho más difícil de lo que pensaba. Más allá del texto, por momentos yo decía: ¿Qué estoy haciendo, no será demasiado solemne esto?’”, se ríe y sigue: “Porque de estas cosas yo en un momento me burlo viste, de la solemnidad, pero bueno, los ensayos siguieron, fui entrando y entrando. Y ahora ya estoy adentro”.
Y viéndolo actuar, observar enamorado e inmóvil a su deforme media naranja Valentín, no cabe duda de que lo está. Pero hubo otras cosas en el medio, cosas que lo hicieron zambullirse, cosas como fanatizarse con las películas que se cuentan en la obra, fanatizarse con Puig, comprender la encendida traducción que del cine a la literatura hizo el escritor, la misma que él ahora hace de la literatura al teatro: “Cuando ves las películas La mujer pantera, de Jacques Tourner, y su continuación, hermosas, esa cosa de época, blanco y negro, ves el delirio de Puig que hay en eso, en lo que él cuenta y pasa realmente y lo que no, en las cosas en que Puig se va para otro lado, y decís qué genial, cómo este hombre ha hecho de una película, una maravilla”.
Y justo lo más interesante, la maravilla de la versión de Szuchmacher, y de la particular encarnadura que hace Tortonese de Molina es ese temple, mostrar la ternura de un personaje que se ha representado con grandilocuencia, el William Hurt superlativamente gay en batas vaporosas, de la película de Babenco, más aún conociéndolo a Tortonese y su tendencia natural al desborde. Resulta raro verlo tan lavado, haciendo el gay naturalista, dejando aparecer así los matices que quedaban oscurecidos en otras versiones, llenas de vibrato.
En la escena hay también tres productores distintos que entran y salen, un cuidado excesivo por los detalles, silencio en la sala que se cuida con recelo, un ensayo que no puede ser presenciado por nadie ajeno a la producción. Y lo que sorprende a Tortonese es esa forma, hacer una obra que no haya salido de un proyecto de amigos, como las que hizo con Alberto Ure, o con Urdapilleta y Batato Barea. Tortonese hará radio y televisión de éxito, compartirá podio con las divas mediáticas del momento, pero aun así el teatro es el lugar más cercano a su corazón y le sorprende no poder desbordarse así como así: “Había algo en las obras que hice que salían más naturalmente. Con Batato y Urdapilleta, ésa era la forma que teníamos de hacer las cosas, decir: Bueno ¿qué hay? Pongamos esta música, leamos tal poema. Este es otro tipo de teatro para el que yo ahora estoy un poco más preparado, en otro momento creo que no hubiese agarrado, no hubiese tenido la concentración necesaria. En todas mis obras tomaba alcohol, por ejemplo, porque decía: bueno, me relajo, pero para ésta me da un poco de miedo, digo ¡a ver si me chupo y me olvido la obra, me quedo en blanco!”.
Pero todo lo anterior existió, y de algún modo sigue estando ahora. Da la sensación de que Molina sería algo así como el hermano mayor de Tortonese. Es que él empezó a teatrear a comienzos de los ’80, con la dictadura aún tibia en el recuerdo de quienes la vivieron, pero con ese deseo de libertad ciega, loca, poética de la que justamente él y Batato y Urdapilleta serían los más perfectos representantes. Forzado a pensar en el asunto, dice: “Y, en el Parakultural había una cuestión política, sí, pero no en lo que hacíamos nosotros, no era esto de la militancia, uno estaba en desconchar, en vestirse de mujer y decir un poema y todas esas cosas que eran políticas, pero desde otro lado. En ese momento era una cuestión de libertad. Cuando vos ves la libertad, en cualquier época que estés, la querés vivir. Podés tener la consecuencia que hubo en la época del Proceso, que los que vivieron con libertad murieron. Por suerte terminó, porque con lo que yo viví después, hubiera sido un desaparecido. O me salvaba porque me iba”.
Y entonces lo que perdura es esa catarata de palabras que no se detuvo nunca, su decir inexacto, incompleto, pero vertiginoso, escatológico y brillante, ingenioso, que se escucha y se destaca en la radio, o en la tele, que repitió los lamentos de Jean Cocteau y que se inauguró con los poemas que le enseñaron Batato y Urdapilleta. “La poesía siempre me encantó, yo leía. Pero cuando me encontré con ellos dos, me encontré con dos seres poéticos. Totalmente distintos. Urdapilleta más intenso, dramático y Batato una espuma. Pero los dos con poesía adentro.” Tortonese da entonces la mejor definición de Marosa di Giorgio o la mejor explicación de su arribo al teatro porteño: “Batato nos hizo conocer a Marosa di Giorgio, que era una poeta... loca, que era lo que uno era en ese momento, lo que uno quería actuar, entendíamos perfectamente esa locura. Ese poema del muchacho que termina de almorzar y se escarba los dientes en la ventana, el pajarito arroja excremento y cáscara de alpiste, yo no encuentro muy grato escarbarse los dientes, pero el muchacho lo hace y tiene esas nalgas de seductor, que me pierdo y lo amo. Yo digo ese poema ¡y me acuerdo de Batato! Porque Batato lo decía y era fantástico. Era eso: la mezcla de una señora con un chongo fuerte y todo escrito de una manera y desde una cabeza poética increíble como es Marosa”.
Y Humberto Tortonese es ahora Molina, en El Cubo, a dos cuadras de la casa de Batato. Alguien a quien recuerda así: “Era un ser muy luminoso, único, esas personas que valorás de por vida. Por eso perduran, porque tienen esa luz y tuvieron un impulso de cambiar las cosas, de protestar, de decir qué es el teatro serio. Yo creo que Batato está acá y me ve hacer esta obra y me mata. Me dice salí de acá, y me saca y yo me voy con él”.
Szuchmacher viene de poner en escena a Máximo Gorki, a Arthur Miller, nombres que se escriben con mayúscula en la historia del teatro, nombres del realismo y sobre todo de un cierto clasicismo. No importa. Szuchmacher siempre logra hacer hablar a aquello que parecía enmudecido por el tiempo, puede hacer una maravilla con el Brecht más Brecht o con la pieza más ploma del realismo soviético. Y de pronto, llega a las manos de este director errático, cambiante, un texto de Manuel Puig, un escritor supuestamente no teatral que también hizo teatro. Pronto editorial Entropía va a editar el Teatro completo del escritor y uno podría preguntarse dónde se ubicará ese librote. En los anaqueles de qué, si en los de teatro o junto con sus novelas, porque Puig está más solo que un perro de playa en el teatro, es un autor que no se piensa como teatral, sino como un extranjero tanteando un territorio. Bien por él y lástima por la academia que se pierde tratar de entender, o simplemente disfrutar a Puig que sí es o también es–, pero ¡lo es!– un dramaturgo. Es más: El beso de la mujer araña es desde su primer momento, desde que era una novela y aún nadie la había adaptado, una obra de teatro. Con sus diálogos, con sus personajes antagónicos forzados a mirarse las caras todo el tiempo, y hasta con sus injertos teóricos explicativos y psicoanalíticos, es más teatro contemporáneo que ninguna otra cosa.
Szuchmacher cuenta que su mayor objetivo para la puesta fue “desmariconizar” a Puig. Un trabajo difícil, casi titánico, digno de su ojo y su mano expertos, porque hay que tener en cuenta que esta obra fue y sigue siendo víctima de un mal que Szuchmacher denomina la venganza de Hollywood. Dice: “Sucedió que a esta obra se le ha sobreimpuesto la película de Héctor Babenco que Puig odió, súper hollywoodense, con un William Hurt exagerado que todo el tiempo actúa como diciendo ‘ojo que yo no soy puto’, y la marcó por completo, hizo un proceso a la inversa. Sacarle el contenido maricón era muy complicado”. Trabajar en contra de esa imagen fue la apuesta de Szuchmacher en su abordaje de Puig, y lo hace al despojar al personaje de Molina de aquellas cualidades de mariquita tan subrayadas en las versiones anteriores, y al emparejar las edades de los personajes. Si bien en el texto se da a entender que Molina es un poco mayor que Valentín, el director prefirió que el militante estuviera encarnado por un actor que pareciera de la misma edad que su compañero. El elegido fue Martín Urbaneja, un actor del off con una carrera prominente. Molina y Valentín se convierten entonces en una pareja posible, se alejan de la trillada idea de pareja de marica viejo-chongo joven, abandonan ese lugar común para convertirse en dos que se fusionan en esta puesta, hacia un lugar mucho más inquietante.
La obra consigue volver a un Puig originario. Nos permite escuchar las palabras, lo que aun resuena fuerte, lo tramposo de un texto que parece reproducir formas de habla cotidianas, pero que en realidad inventa un lenguaje lleno de arcaísmos y poesía. No hay costumbrismo en El beso de la mujer araña, sino todo lo contrario: extrañeza, una oralidad inventada, que se aferra a modelos del pasado para reírse, para hacer con ellos otra cosa, bricolage pop, cinefilia emocionante, telenovela burlesca. Lo que hay es un encuentro de discursos de época, el del militante y el del gay, que construyen algo demodé, algo hermosamente “fechado”. Estamos hablando de una obra donde al final hay un beso entre dos hombres, una imagen emblemática, que tuvo un impacto a fines de los ‘70 difícilmente traducible al día de hoy. Aunque, como dice Szuchmacher: “Ese beso no está planteado de manera escandalosa, sino que va de costado hacia ese lugar. Pero ver en ese momento a dos hombres besarse no es verlos hoy. Hoy es algo irrelevante”.
Pero desmariconizar no es borrar las marcas de sexualidad de la obra, sino acentuar ese encuentro singular, forzado pero interesante, ese amor diferente e incierto. Szuchmacher da una idea clave: “Toda la obra es sobre si alguien es capaz de hacer algo por otro, sin pedir nada a cambio. Puig escribió eso. Si uno escucha correctamente la obra, escucha eso”. Y ahí es donde El beso de la mujer araña, la imagen mental que se crea cuando uno lee la novela o la imagen real cuando uno ve a Tortonese-Urbaneja arriba del escenario, sigue hablándole al presente: “Molina ayudándolo a limpiar la caca al otro. ¿Cómo a Puig se le ocurre esa escena tan increíble? Que alguien se cague en el escenario. Esa es la situación más ominosa que le puede pasar a una persona. Y si uno va y ayuda al otro en ese momento es el acto de amor más grande. Todo el sistema de traición que hay en la obra parece importante, pero en el fondo no lo es. Finalmente son dos personas haciendo algo sin esperar nada a cambio. Por el amor o por la revolución, son dos personas que se resisten a la traición”.
Molina y Valentín se resisten al paso del tiempo.
9 de mayo de 1981
Querida familia:
Ayer me llegó la carta del lunes, con los datos de Erté, ya ahora puedo accionar. Buenísimas noticias de Madrid, el estreno final para la crítica fue extraordinario de aplausos, etc., la reacción del público es fuertísima, se ríen mucho y al final lloran bárbaramente, eso les hace calcular que con buenas o malas críticas (como en toda Europa, las críticas españolas no salen hasta después de unos días) será éxito de locura, calculan de dos a tres años en cartel. Me llamó el mismo Martín (Pepe Martín, uno de los protagonistas de la obra), desde la casa, horas en el teléfono de la alegría, dice que después de saludar al director (que ya se traía el libro en el bolsillo) pidió un alto en los aplausos al público, colocó al libro en una mesita del decorado como indicando al autor y ahí se vino abajo el teatro de aplausos y ovaciones, se empezaron a parar las personas y todos aplaudieron de pie, una locura. Así que mejor imposible.
Esta carta de Puig a su familia a propósito del estreno de la puesta de El beso de la mujer araña en Madrid está incluida en Manuel Puig, Querida familia Tomo 2 Cartas americanas. Nueva York Río (1963-1983) (Editorial Entropía).
Las funciones de El beso de la mujer araña se realizarán los jueves a las 21 hs., y los viernes y a sábados a las 20, en El Cubo, Zelaya 3053. Entradas desde $ 60.
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