Dom 03.05.2009
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CINE >EL LECTOR, EL LIBRO DE BERNHARD SCHLINK CON KATE WINSLET

Mirarlos leer

Ambientada en la Alemania de posguerra, donde un chico conoce a una misteriosa mujer de 36 años que lo inicia en los placeres ocultos del sexo, el amor y la literatura, pero a su vez lo confronta con la posibilidad de amar a parientes, amigos o amantes de una generación responsable de los atroces crímenes del nazismo, El lector se convirtió en un clásico instantáneo desde su publicación en 1995. La semana que viene, finalmente se estrena en Argentina la adaptación al cine que le valió a Kate Winslet un merecido Oscar. Pero, ¿por qué la película dejó, en nombre del amor, el corazón del libro en el camino?

› Por Juan Pablo Bertazza

Todo lo que libera termina por condenar. La dependencia ejercida por aquello que arranca cadenas suele constituir la peor forma de esclavitud porque, la mayoría de las veces, escapar, huir de eso significa internarse cada vez más en su dominio, como si se tratara de arenas movedizas. El lector (1995), de Bernhard Schlink, es un libro apasionante porque, pese a su brevedad, desarrolla con maestría una infinidad de temas que van desde el amor desgarrador y la iniciación sexual hasta el poder autodestructivo del secreto y la culpa alemana respecto del nacionalsocialismo. Sin embargo, uno de ellos parece destacarse claramente por sobre los demás (y a la vez condensarlos) y es la frontera, a menudo tan confusa, entre la liberación y la esclavitud. El vínculo entre Michael y Hanna –unidos por la diferencia de edad– es claramente una relación de amo y esclavo, de aquellas con labios que duelen de tanto besar. Y lo es porque en ese tipo de interacción no es exactamente que uno domine sobre el otro, sino más bien que sólo uno de los dos es consciente (y explotador y amo y señor) de la fascinación que genera, mientras se encarga de negar la que él mismo experimenta de parte del otro.

Es notable que los puntos álgidos de la novela, aquellos en los que aparece un atisbo de libertad sexual y personal, siempre estén motorizados por una orden, un mandato. La madre le dice a Michael que tiene que ir a agradecerle a la mujer que lo auxilió durante un ataque callejero de su enfermedad. Hanna inicia sexualmente a Michael luego de ordenarle juntar carbón del sótano, tarea de la cual resultará manchado y que, por consiguiente, lo obligará a tomarse el primer baño en la casa de ella y hacer eso por lo que en verdad quiso volver a verla.

Hanna significa para Michael el intenso y presente horizonte de una vida libre. No sólo de la insoportable quietud de su enfermedad, sino sobre todo de las ataduras familiares, tejidas por la sabiduría expulsiva de un padre amante de la filosofía, una madre que no logra exteriorizar ni ser partícipe de nada y una serie de hermanos más hostiles que fraternos. Pero esa misma atracción sin límites –no hay nada más riesgoso para el amor que el amor– es lo que termina por encapsular su vida en continuas visitas a la casa de Hanna para bañarse, tener sexo y leer. Leer mucho. En voz alta. Entre susurros. Con la voz uniforme de esa Biblia del mundo occidental que es la Odisea o con la ventriloquia indispensable para leer obras de teatro. Justamente esa otra voz de Michael es lo que genera la inconfesada fascinación (y, por ende, dominio en vano) de él sobre Hanna, debido sobre todo a un vergonzoso secreto (el secreto detrás del secreto) que la adaptación cinematográfica a cargo de Stephen Daldry y con guión de David Hare se encarga de anunciar y explotar hasta la náusea. A pesar de tratarse de una versión correcta y con escenas bastante altas, teniendo en cuenta sobre todo la media desastrosa de las últimas películas basadas en novelas, El lector no logra leer con demasiada profundidad la obra de Schlink. Y esa distancia, ese trecho que nunca llega a ser dicho, se explica justamente a partir de la relación amo y esclavo que, en el celuloide, brilla por su ausencia. Tal vez por el ya irritante y anacrónico vicio de intentar que la historia de amor lo exceda todo, la relación entre los protagonistas aparece mucho más equilibrada, pura, auténtica. Irreal.

A pesar de contar con ingredientes muy interesantes, como algunas reflexiones de Michael (“cuanto más sufro, más amo”), el montaje entre una invasiva y silenciosa cena familiar y el recuerdo desaforado de él teniendo sexo con Hanna, o la acertada reproducción de la frase más sanguinaria de la novela –‘‘vos no podés alterarme porque no sos lo suficientemente importante para mí”– la película elude los momentos de mayor dramatismo en cuanto a, otra vez, la relación amo y esclavo, como la inefable discusión que ambos o, mejor dicho, ella tiene consigo misma luego de que él fuera a buscarla a su trabajo para sentarse en el segundo vagón, y no en el primero donde estaba ella.

Por el lado de las actuaciones se nota la misma oscilación, el mismo renqueo: mientras Ralph Fiennes (Michael) resulta en la primera parte del film demasiado sonriente, vital, vital y fornido para lo que se espera de un esclavo, la estupenda Kate Winslet (Hanna) logra encarnar a la perfección la ambigüedad de los amos que sólo lo son para esconder a capa y espada su condición de esclavos. En cada gesto, postura y, sobre todo y justamente, en la mirada, la ganadora del último Oscar a mejor actriz logra conjugar la esperanza de la fuga con el estancamiento del que sabe que ya no puede escapar. Como si cada uno de sus parpadeos constituyera la continua pero, a la vez, siempre efímera posibilidad de escapar de sí misma.

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