Dom 31.05.2009
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Los maestros del Neuquén

Invitado por la CTA para dar una charla en la Unidad Penitenciaria 9 de Neuquén, Guillermo Saccomanno entró en la cárcel provincial de máxima seguridad para hablar de literatura con un grupo de reclusos y sus maestros. Al día siguiente, su encuentro fue con Sandra Fuentealba, también maestra de literatura y viuda del maestro asesinado por la represión policial del 4 de abril de 2007. Esta es la crónica de esas dos charlas, atravesadas por Dostoievski, Tolstoi, la verdad, la culpa, la responsabilidad, la justicia y la utilidad de la literatura.

› Por Guillermo Saccomanno

Adentro

1 Silvio es un pibe pobre de Flores que se formó leyendo novelas de ladrones, robó la biblioteca de un cole, leyó a Baudelaire y al modo Dostoievski, sin coraje para ser Raskolnikov, necesita probarse, tocar fondo para ver si en ese fondo puede encontrar algo de pureza. Silvio necesita cometer un acto sin retorno. A punto de robar la caja de fierro de un ingeniero de la calle Condarco, delata a su compinche, el Rengo. Después que la policía captura al Rengo, Silvio acude a la casa del ingeniero y, sumiso, humillándose, le pide una recompensa: “Vea, yo quisiera irme al sur”, le dice. “Al Neuquén. Allá donde hay cielos y nubes. Y grandes montañas. Quisiera ver la montaña.”

La historia es conocida. Pasó ayer. Y puede, con variaciones, incluyendo “toxicidades” diferentes a la literatura, pasar hoy. Es El juguete rabioso y es la primera novela de Roberto Arlt publicada en 1926, veintidós años después de la inauguración de la Unidad Penitenciaria 9 de Neuquén, la cárcel provincial de máxima seguridad. En el tiempo de su creación, la capital de la provincia era todavía Chos Malal. La cárcel se alzaba, en el medio de las bardas de la nada, en las afueras de lo que hoy es la ciudad. Ahora es una fortificación bordeada por el tráfico del paisaje urbano. En su puerta se lee: “Prisión Regional del Sur”. Al entrar al penal se ve un cartel en la sala de ingreso: “Apenas cien años”, dice. Quien lo lea, que interprete. Lo cierto es que este texto, a quien entra cumpliendo una condena, no le debe causar ninguna gracia esta ironía macabra: “Apenas cien años”.

2 El Neuquén, como llamaba Silvio a esta zona, al igual que la Patagonia, fue mitificada como tierra purificadora, de redención. De redención, se supone, son las cárceles, donde, se cree, los pecadores se redimen. Pero la redención, una operación del alma, se paga con el cuerpo en cautiverio. Al entrar en la U9, el sonido de los cerrojos repercute en uno. Pareciera que los guardias ponen una fuerza superior a la necesaria para trabar cada puerta, darle vuelta a la llave, que uno sienta el encierro. Es un sonido metálico difícil de describir. Uno podría emplear expresiones literarias: “se te estruja el corazón”, “sentís un nudo en la garganta”, “la invasión de un escalofrío”. ¿Es casual que estas imágenes pertenezcan todas al orden corporal? El cuerpo es otro acá adentro. Y también el alma. El alma, también se supone, nunca puede ser encerrada. No hay metáfora capaz de expresar el sentimiento desolado de quien entra en un penal así sea como visitante. Imagínense entonces lo que debe experimentar quien al entrar sabe que no volverá a salir sino en mucho tiempo, quizá nunca. A medida que se trasponen las puertas, los cerrojos retumban antes del abrir y cerrar cada puerta de rejas. También está el olor, un tufo a guiso y encierro.

La ilusión de la fuga, idea obsesiva del preso, no es acá más que eso: una ilusión. Sin embargo, la U9 tiene una historia de escape, una única historia, la de Martin Bresler, nacido en Sudáfrica en 1889. Sus padres se radicaron a principios del siglo pasado en San Martín de los Andes. Martin creció en la estancia Quechuquina, en el paso cordillerano Hua Hum. Cuando tenía veinticinco años, Martin fue acusado de un delito menor. Su responsabilidad nunca fue probada. Pero igual fue encerrado en la U9. En 1916, Martin organizó una gran evasión. Los fugitivos fueron alcanzados en Zainuco. Y fusilados. Martin fue el único que consiguió cruzar la cordillera. Para no morir congelado mató un cordero y se abrigó con su piel. Ya en Chile se embarcó hacia los Estados Unidos y desde allí a Gran Bretaña, donde se alistó para combatir en la Primera Guerra. Fue condecorado por su coraje. Y se le ocurrió volver al país. Pero apenas pisó tierra fue apresado: su pena no había prescripto. Martin murió en 1942 en el Hospicio de las Mercedes, el actual Borda, después de más de veinte años de internación. Su historia inspiró hace unos años al grupo neuquino Los Unos y los Otros la obra que lleva su nombre: Martin Bresler.

3 Esta tarde de fines de mayo me acompaña hasta la U9 el Nano Balbo, maestro rural y alfabetizador, gremialista, ex detenido desaparecido durante la dictadura. Acá en la U9 lo tuvo bajo su poder el represor Guglielminetti. Desde la vereda de la U9 el Nano me señala una ventana en un pabellón. “Allí”, dice en voz alta. “Allí estuve.” La tortura lo dejó sordo y, para manejarse, el Nano se mueve con un audífono y un aparatito que orienta hacia quien le habla. Por eso levanta la voz al hablar: “Los libros tienen su importancia en la cárcel”, me dice. Y me cuenta una historia: cuando estuvo en Rawson descubrió que cada preso escribe su nombre en el libro. Se emocionó entonces al abrir una novela encontrarse con un nombre escrito a mano: Envar El Kadri. No son escasas las observaciones del Nano sobre la vida carcelaria. Una que puede resultar una obviedad, pero no lo es: los guardiacárceles tienen la misma extracción de clase que los presos. Que cada uno saque sus conclusiones de esta apreciación.

Después, refiriéndose a la vida carcelaria en la actualidad, me dijo: “Dentro de todo –me dijo el Nano–, acá no están tan mal los presos. Peor la pasan en la U11”. Y el Nano me cuenta una historia más. Hace unos años, un preso de la U11 mandó un relato a un concurso literario del Ministerio de Educación. Y lo ganó. Pero las autoridades de la prisión no lo dejaron salir para la recepción del premio. En protesta, los presos de la U11 hicieron una batucada infernal. Aunque el preso escritor, o el escritor preso, no pudo salir, el premio lo recibieron su madre y su hermana.

4 Ahora a la puerta de la U9 viene Pablo Yoiris, docente de lengua y literatura. Pablo les había preguntado a sus alumnos si les interesaba conversar con un escritor. Le contestaron que sí. Y ahora yo estaba allí. Después de cruzar varias puertas de rejas, siempre en ese silencio que sólo permite escuchar los pasos y después el sonido ominoso de los cerrojos, pasando un corredor, a la izquierda, una puerta da a un jardín. Hay que trasponer una nueva puerta para acceder a un nuevo patio. Varias puertas dan al mismo. Algunas corresponden a las aulas. Enfrente, unos retretes. Las puertas que siguen, más allá, conducen a las celdas. Si uno levanta la vista, no verá ni los cielos ni las montañas con las que soñaba redimirse Silvio. Un cielo gris, recortado, con ese gris opresivo que tiene el cielo patagónico. En la otra punta del patio, en una oficina estrecha, la dirección del colegio y una biblioteca bastante considerable. Desde Homero a Faulkner, pasando por Shakespeare y los narradores rusos del XIX no faltan London, Hemingway, Camus. Los libros están clasificados y denotan un uso frecuente. Y queda comprobado que aún en las circunstancias más desgarradoras, o mejor dicho justamente en las situaciones más terribles, una novela, aunque suene cursi, puede ser la mejor compañía, la más solidaria.

Pablo está a punto de recibirse de profesor en Letras. Y dice que enseñar en este ámbito lo pone a uno distinto ante la literatura. Natalia de la Vía y Edgardo Muñoz también son profesores acá, en la U9. Tanto Pablo como Natalia son militantes activos de la CTA Neuquén agremiados en ATEN. Natalia no pierde la sonrisa cuando tiene que corregir la ortografía y la gramática a sus alumnos mientras los introduce en la lectura de Operación Masacre. Edgardo, por su lado, es el más veterano de los tres. Y ya lleva catorce años trabajando en el penal. Licenciado como comunicador social, al dar clases en la U9 dice que le encontró otro sentido a su carrera. No son los únicos. Una decena de profesores intervienen acá en la enseñanza. Sacan una revista: Una Mirada. Y también ellos, los profesores, como los presos, se acostumbraron a hablar bajo, como secreteando.

5 Los veintitantos alumnos de este curso de secundaria son jóvenes. Varios son de la provincia de Buenos Aires, lo que sugiere lo dificultoso que debe serles a sus parientes venir a visitarlos. La primera pregunta que me hacen es por qué vine a conversar con ellos, qué motivó mi visita a la cárcel. Después me preguntan si alguna vez, como escritor, puse en peligro mi vida. También quieren saber si pienso que son necesarias las cárceles y si, dadas las condiciones en que se vive en las cárceles, puede haber posibilidades de resocialización. Otra pregunta: si sé de alguien más que, como yo, venga a las cárceles. Que sí, contesto. Les doy el ejemplo de Adriana Lestido y su libro de fotos Mujeres presas. Les hablo de Diana Bellessi, quien también hizo taller en cárceles de mujeres. También el periodista cultural Marcos Mayer trabajó en una prisión. Sus miradas vacilan entre el recelo y la simpatía. En todas se nota una curiosidad. Hay que sostener esas miradas a las que no se puede caretear. Primero te miden. Después de un rato te aceptan. Cuando se escarbó en ese fondo que cavó Arlt, cuando se ha visto el horror, difícil que se los pueda engañar con la parada. Y las miradas ahora apuntan una pregunta más. No será sencillo contestarla: “¿Para qué nos sirve la literatura en la cárcel?”. Difícil responderla sin patinar en un redencionismo piadoso. En esta última pregunta parece estar contenida la respuesta. Porque entre ellos está el que se acostumbró a leer las novelas largas. Empezó por Lo que el viento se llevó y después llegó a Guerra y paz. Pero la novela que más le pegó fue Crimen y castigo. Puede pasarse un rato hablando del efecto Dostoievski, de su visión de la culpa. Tampoco falta el lector de policiales, que se entusiasmó con Plata quemada. “Mucho me gustó”, repite. Aquellos que con las clases de estos maestros se hicieron lectores subrayan que, cuando una novela tiene adaptación cinematográfica, ésta es siempre mediocre. “Nos quedamos con la novela”, aclara uno. “Porque leyendo es uno el que se hace la película.” Mientras empieza a anochecer, termina la clase.

6 Esta debe ser la hora más difícil, piensa uno, cuando la clase termina, se despide de los alumnos, y vuelve a trasponer todas las puertas de rejas, cuando vuelve a escuchar el sonido de los cerrojos, cuando ya falta menos para alcanzar la puerta de salida y la calle. Ya es casi de noche. Difícil no pensar en qué sentimientos deben tener aquellos que uno despidió, que quedaron adentro y a los cuales, literalmente, se les viene la noche. Tal vez alguno esta noche lea La casa de los muertos, esa novela testimonial en la que Dostoievski describió su experiencia de condenado en una prisión en Siberia. ¿Acaso cambiaron tanto el mundo y el hombre desde entonces?, se pregunta uno.


Afuera

1 Pronto van a cumplirse veinte años desde que Sandra lo conoció a Carlos. El era albañil y estaba en la Uocra. Ella había nacido en la zona norte de la provincia de Buenos Aires y él en Junín de los Andes. Ella era de clase media y él pertenecía a una familia de trabajadores rurales, hijo del medio entre cinco hermanos. El mayor y el menor, militares. Y él, Carlos, militaba, como Sandra, en el trotskismo, Cuando empezaron a salir, Sandra le preguntó qué le gustaba de ella, si el pelo, si los ojos. “Que sos maestra”, le dijo Carlos. Se fueron a vivir juntos, militaron, tuvieron dos hijas y construyeron una casa. Carlos quería ser maestro. Sandra lo alentó. Dos años atrás, a los cuarenta, Carlos era maestro en una escuela media, la CPEM 69. Daba física y química. Según los alumnos, pibas y pibas que lo lloran al recordarlo, además de un gran maestro, Carlos era un amigazo. Y sus compañeros, docentes y porteros, dicen lo mismo. Carlos era un muchacho querido, siempre de buen humor, siempre haciendo gauchadas.

Carlos es Carlos Fuentealba, el maestro asesinado en Neuquén el 4 de abril de 2007 por orden del entonces gobernador Jorge Omar Sobisch, sus socios en el poder y su tropa represora. Sobisch, dirigente del Movimiento Popular Neuquino, hagamos memoria, fue declarado joven promisorio de la provincia por el dictador Videla. Si se miran fotos de uno y otro hasta se encontrará una afinidad de rasgos. Sobisch, sigamos haciendo memoria, se candidateaba a presidente con un ingenioso y dicharachero compañero de fórmula como vice: el escritor Jorge Asís, autor de La manifestación. Quienes se acuerden de este dato, que no es menor, comprobarán que las relaciones entre literatura y compromiso, tan meneadas en planteos setentistas, no siempre suelen inclinarse a favor de un mundo mejor. Por qué no preguntarse a lo David Viñas, en el entrevero de realidad y ficción, cómo podrá cada día mirarse en el espejo el pícaro escritor itinerante del menemato después de hechos que si no lo salpican, al menos lo rozan, como su concuspicencia con un asesino de maestros.

2 En el amanecer del 4 de abril de 2007, las maestras y los maestros de Neuquén se levantaron temprano. Prepararon sombrillas, el termo, el mate, bizcochitos, paquetes de arroz y polenta. Alrededor de 700 docentes de ATEN subieron a combis, pick-ups y camionetas y se enfilaron para cortar la ruta en el puente de Arroyito, un cruce estratégico de las rutas 22 y 237, a 40 kilómetros de la capital. De producirse el corte, la provincia quedaría incomunicada y los docentes habrían escrito un capítulo más en su lucha por el salario. Poco antes, en la asamblea donde se discutía el corte, y teniendo en cuenta de qué forma el gobernador Sobisch se ensañaba con el gremio y venía aumentando la represión en las manifestaciones, Carlos planteó lo que pronto sería una verdad y lo contaría como víctima. “Este hijo de puta –dijo en alusión a Sobisch– está buscando un muerto”.

Es sabido: el gremio docente está compuesto por una mayoría de mujeres. Para los manifestantes, este acto político, cortar la ruta, tenía más de picnic que de choque con la represión, que se desató apenas arribaron a las inmediaciones del puente. Nadie imaginó que Sobisch y su equipo de gobierno diseñarían, junto con la policía, el accionar de seis grupos operativos de represión. Esa mañana un imponente ejército policial esperaba acechante a los maestros. Habían caído en una trampa calculada fríamente. Ni tiempo tuvieron para parlamentar. Tiros, gases, golpes. El piquete, disperso, buscó replegarse. Pero no era fácil. El ataque policial fue una auténtica cacería a lo largo de cinco kilómetros. A la caravana de vehículos le costaba doblar y retroceder. Trabada la ruta, muchos corrían por el campo perseguidos por los policías en formación. “No tiren”, gritan las mujeres. “Somos las maestras de sus hijos.” Las detonaciones y la niebla de los gases. Carlos ayuda las mujeres que, descompuestas, aterradas, escapan de los gases y las balas de goma. A una maestra la atrapan unos policías y le ponen la pistola reglamentaria en la cabeza: un simulacro de ejecución. Más allá, un grupo encuentra refugio en una estación de servicio. Un milagro que un proyectil no pegue en los surtidores y vuele todo por el aire. Carlos, envuelto en la humareda de los gases, ayuda a las compañeras a subir a los autos. Cede su lugar en un auto cuando podría unirse a la fuga en desbande. Hasta que sube al asiento trasero de Fiat 147 blanco. Entonces, el estampido de una pistola lanzagases. El cabo primero José Darío Poblete dispara una granada de gas contra la luneta trasera del auto, revienta el vidrio y le acierta en la cabeza a Carlos. La sangre enchastra el asfalto. Después el asesino corre a esconderse detrás de los escudos de sus compañeros.

Hospitalizado, a Carlos le dan sangre de veinte unidades diferentes. En la noche del jueves 6 de abril, los estudios médicos coinciden: el daño cerebral de Carlos es irreversible. Le desconectan el respirador artificial. Una marcha de silencio camina por las calles de Neuquén. En la mañana siguiente se hace la manifestación más numerosa que jamás se vio en la provincia: 30 mil personas. Un número con eco fuerte.

3 Pasaron dos años desde entonces. Sandra Rodríguez tiene ahora cuarenta y uno. Su belleza criolla no declinó a pesar de la tragedia. Pero la historia deja marcas. Se nota en sus ojos. Tiene una mirada que vacila entre la ternura y el desconsuelo. Habla con calma, con un fraseo que aspira las eses, la tonada imperceptible de los patagónicos. “Nuestra vida con Carlos fue plena y fue digna”, cuenta. “Eramos compañeros en todos los lugares.” Cada tanto Sandra hace un silencio: “El compañero te deja la posta y seguís adelante”, dice. “Es lo que hago.”

Apenas cometido el asesinato de Fuentealba, Sobisch declaró que la responsabilidad estaba entre tres o cuatro policías sobre los que caería todo el peso de la ley. Y evitó declarar sobre su candidatura presidencial a la que más tarde renunciaría. La investigación procesal por el asesinato de Carlos está dividida en dos causas. La causa Fuentealba 1 es la que concluyó con el ejecutor material del crimen condenado a perpetua. La causa Fuentealba 2, en cambio, responde a un principio de realidad: no sólo sentar en el banquillo a los catorce policías involucrados sino también a Sobisch, autor intelectual del asesinato y su plantel de funcionarios cómplices. Esta causa, la Fuentealba 2, apunta directamente al poder político y los intereses económicos del poder neuquino como también al enjuiciamiento de ese sector escurridizo al que también le cabe el rótulo de “la complicidad civil”.

4 Tras el asesinato, mientras las manifestaciones se sucedían en Neuquén y las muestras de solidaridad conquistaban las calles del país y las aulas, en esos días, los padres de Carlos pidieron una audiencia con el gobernador Sobisch. Y, como padres, lo perdonaron por la muerte de su hijo. La situación pasó, si no inadvertida, negada por los medios. Tal vez porque implicaba bucear en el análisis que requiere semejante perdón. En tanto, uno de los hermanos militares de Carlos pedía su traslado a la guarnición de Junín de los Andes, donde en la actualidad viven sus padres, quienes además de responsabilizar a Sandra por la muerte de su hijo, reclamaban hasta hace poco el cadáver para darle sepultura en el cementerio de ese pueblo. “Complicidad civil”, escribí. Y me pregunto si el término logra definir con exactitud situaciones como la de los padres de la víctima indultando moralmente al verdugo. Décadas de injusticia y de terror han lavado las conciencias y los sentimientos de los explotados. Pero esta explicación quizá no alcanza, ni atenúa la gravedad del hecho, ese perdón. De la familia, sólo uno de los hermanos de Carlos, un carpintero, mantuvo y mantiene contacto con Sandra y sus hijas.

5 Casi las once de la noche en el local de ATEN. Ya hace un rato largo que Sandra me cuenta lo que vivió y vive, porque su vida, después de la muerte de Carlos, continúa. Como las de sus dos hijas. Casi las once de la noche. A esta hora está vacío el sindicato de los maestros. El Nano Balbo y el compañero Pablo Grisón, dirigente gremial del sindicato, se han sentado a la mesa y escuchan callados la historia que ya escucharon. Sandra vuelve a contar por enésima vez. Como siempre que Sandra la cuenta, ellos la reviven. Y siempre tienen ese grado de estupefacción y bronca. Sandra no se cansa de contarla cuantas veces sea preciso difundirla. A dos años del asesinato de Carlos, las adhesiones, no sólo del mundo de la cultura, le siguen llegando. Dibujos, fotos, esculturas, poemas y escritos, en su mayoría de pibas y pibes, alumnos. “Hay mucho material de escritura”, dice Sandra. Las pruebas de solidaridad que recibió y sigue recibiendo integrarán la exposición Expresiones de lucha y justicia para Carlos Fuentealba, organizada por la Co.Ca.Pre (Comisión Carlos Fuentealba Presente), que se lanzará primero en el Centro Floreal Gorrini de los Fondos Cooperativos en Buenos Aires y después recorrerá Córdoba, Santa Fe y otras ciudades del interior. “Mi tarea no se termina con estos homenajes”, dice Sandra. Su obstinación y la de sus compañeros, que quede claro, “es que se haga justicia: sentar en el banquillo a Sobisch y a sus cómplices”.

6 Aunque a veces Sandra sonríe, su expresión transmite una congoja sin cura. Por un instante la puede la rabia. Y no le avergüenza reconocerla: “Sueño que estoy estudiando en mi mesa de adolescente y se me aparece un hombre vestido de negro. Es Sobisch”, cuenta. “Es el monstruo.” Uno de nosotros quiere decirle que Sobisch no es un monstruo. Lo siniestro es que se trata de un ser humano. “Lo mismo me dice mi terapeuta”, dice Sandra.

“Con Carlos dimos por construida la casa cuando pudimos levantar una pieza donde nos encerrábamos a matear conversando de todo, tanto lo del día como lo que leíamos, lo que pensábamos. Carlos decía que en la vida son importantes las cosas chicas, pero no hay que olvidarse de las grandes”, recuerda. “Y después”, dice y se corta. Se agarra la frente. Sandra es maestra, especializada en lengua y literatura, pero no ejerce: tiene licencia especial por trauma psicológico de por vida. “Lo mío era dibujar y pintar. Pero cuando lo mataron a Carlos, en esas noches de insomnio terrible, me descubrí escribiendo compulsivamente. Necesitaba entenderme y hacerme entender. Noches enteras sin dormir. Escribiendo sin parar.”

Tal vez la literatura, se me ocurre decirle a Sandra, y es la respuesta que debí darles a los presos esta tarde, no sea otra cosa que comprobar que otro vivió la misma desgracia.

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