ARTE > TOMáS ESPINA, PREMIO PETROBRAS
Si hasta ahora Tomás Espina había ganado un reconocimiento unánime por los dibujos que venía haciendo con pólvora quemada, y a ese trabajo explosivo empezó a sumar una serie de dibujos íntimos y nocturnos inspirados en Brueghel el Viejo, el Premio Petrobras que acaba de ganar viene a coronar esa doble exploración de las figuras y los paisajes que emergen de la oscuridad y el fuego. (Habitación quemada) La furia de Leucade, una pieza oscura montada en el centro de la hiperluminosa arteBA, ofrece una visión tenebrosa y sensorial de la vida después de su destrucción.
› Por Claudio Iglesias
Una habitacion cuadrada, de tres metros de altura y cuatro de lado, apenas iluminada por una lamparita de 25w, con las paredes cubiertas de hollín y de dibujos. (Habitación quemada) La furia de Leucade, la obra de Tomás Espina ganadora del premio Petrobras, es tan sintética en sus medios como contundente en sus efectos: negrura y olor a quemado, luz amarilla pálida, encierro y pérdida de límites, vacío y trozos de brea envolvieron al público durante la inauguración de arteBA y cautivaron también al docto jurado. En medio del bombardeo de estímulos de la feria (digna rival de la calle Florida en afluencia de transeúntes e hipersaturación), la obra hacía las veces de un refugio: los visitantes entraban al cuarto y daban vueltas en la oscuridad, presentían la hondura de las paredes carbonizadas, olfateaban el hollín o aprovechaban para encender, camaleónicamente, un cigarrillo, maravillados y confundidos por el espesor del ambiente en sombras, que permitía jugar a no ser visto, jugar a estar solo en medio de la multitud. Cuando las pupilas se dilataban lo suficiente, podían buscarse en las paredes escenas del Triunfo de la Muerte, la obra decisiva de Brueghel el Viejo (hacia 1562) sobre la que Espina vuelve una y otra vez en sus dibujos, que en este caso parecían los grafismos aleatoriamente distribuidos en el muro de una mazmorra, una catacumba o un manicomio. El impacto emocional de la pieza, condicionado por el encierro, convergía con una sutil administración del tiempo que el público dedica a una obra, y que en arteBA suele rozar el cero absoluto. Abriendo un espacio oscuro y cerrado dentro de otro superiluminado y abierto, Espina logró lo imposible: detener parcialmente ese inmenso acelerador de partículas en que se convierte el predio ferial de la Rural cuando lo puebla el arte contemporáneo, en condiciones de agitación que pueden contribuir a levantar el mustio ánimo de los mercados pero que no son los mejores para involucrarse con una obra.
“Era fundamental para mí que este trabajo no tenga una cara externa, que sea difícil de encontrar. Que por afuera no sea nada”, dice Espina, todavía golpeado por los días álgidos del montaje y la concurrida inauguración, seguida por la premiación y las ruedas de prensa. “Había que lograr aislarse en todos los sentidos, sonora, táctil y visualmente; cualquier pequeña cosa que entrara de ‘afuera’, y la obra perdía su ingravidez.”
A este recorte centrípeto del espacio de trabajo, que estalla hacia el interior y resulta imperceptible desde el exterior, el artista llegó tras un largo recorrido de opciones y prácticas. Por formación (y hay quien agregaría: por espíritu), Espina es pintor y dibujante, egresado del IUNA. Sin embargo, se hizo reconocido en el circuito local por sus trabajos con pólvora, explosiones cuyo resultado, o resto, era una pieza a la manera de un dibujo o una pintura. (Un caso de lo que en la teoría se ha llamado “dibujo expandido” y que, parafraseando a von Clausewitz, podríamos caracterizar como el esfuerzo de continuar las bellas artes por otros medios.) No es desacertado decir que Espina trataba a la pólvora como un pintor maneja sus pigmentos: haciendo pruebas y combinando proporciones según arcanos y recetas por las cuales fue de rigor que se lo comparara con un alquimista. Este compuesto fuertemente cargado de connotaciones históricas y culturales, hijo del azufre y el potasio, era su sine qua non, el elemento estable frente al cual los medios convencionales del arte contemporáneo (la performance, el video, etc.) iban desfilando con parsimonia. “Finalmente, la pólvora era un medio que estaba entre el público y yo. Lo que importaba de mi trabajo es que estaba hecho con pólvora; yo era ‘el chico que hace cosas con pólvora’ y listo. Se me formuló una demanda externa de obra que ya no tenía que ver con mis demandas internas”. Piromaníaco pero también versátil, Espina tramitó esta autocrítica en forma de un repliegue ordenado hacia el dibujo a la carbonilla, en largas sesiones domésticas y nocturnas (lejos del taller, lleno de explosivos) en las que copiaba fragmentos de una postal de la obra de Brueghel. Su recorrido derivó así en un cisma: los materiales flamígeros fueron sustituidos por el dibujo en un sentido más tradicional. El trabajo para el premio Petrobras vino a reconciliar estas dos dimensiones, a partir de una reacción espontánea. Remontémonos a la muestra de Espina en el Centro Cultural de España en Córdoba en 2005, llamada Pintura sin pintura. La obra incluía una habitación cubierta de hollín, enteramente negra, más parecida al espacio exterior que a otra cosa. Por natural horror al vacío, el público no resistió la tentación de grafitear la dócil pared de hollín con el dedo. Noche tras noche, los guardiasalas volvían a quemar allí donde alguien había dejado su marca; al desmontar, Espina se encontró con capas y capas de escritura visual. Y dijo eureka: “Gracias al público, descubrí adónde quería llegar”.
“Damos vueltas en la noche y somos consumidos por el fuego.” El palíndromo latino (in girum imus nocte et consumimur igni) sirve a la vez como parábola genérica (la vida es un misterio, y dura poco), como invocación mágica (se lo usaba en la Edad Media como un conjuro en la búsqueda de la piedra filosofal) y como hipervínculo entre una pintura flamenca del XVI y un artista argentino del 2009. Para situar la ambiciosa trasposición (“una traducción en diferido”, según Espina) es necesario circunscribir los medios utilizados. Espina trabajó sobre paneles de fibrofácil de dos metros por tres, que quemó cuidadosamente con una lata de brea encendida (cuyo humo “matérico” antiguamente se utilizaba para preparar el óleo negro marfil), tras lo cual dibujó escenas entrelazadas y casi abstractas, sustrayendo hollín con el dedo, los codos y un corcho de vino, entre otros instrumentos. La urgencia no era temporal, sino más bien psicológica: se trataba de usar a Brueghel para plasmar “un movimiento último, el de alguien que deja una marca en un espacio. Me interesaba la ceguera que propone entrar en ese trabajo, el desasosiego, la opresión, la ansiedad, que tengas que quedarte ahí a solas para ver que algo aparezca”. En la pintura de partida, la muerte derrota a la vida en una multiplicidad de pequeñas situaciones que Brueghel comenta en detalle, siguiendo principios de composición heredados de Bosch. En Espina es la conjunción de los elementos tridimensionales y bidimensionales, sumergidos en la penumbra y el olor a destrucción, lo que le da forma a un cúmulo de emociones que, dice el artista, “gestan fuera del tiempo, pero también adentro”. El trabajo se aventura así en la dimensión traumática de la historia humana, donde los relatos del dolor se yuxtaponen y encadenan en eso que Siqueiros llamaba “el eco del llanto”. La obra no retrata ninguna circunstancia específica de muerte y deshumanización, pero parece hacerse cargo de todas ellas: puede hablarnos de la opresión y el encierro, de la tortura, de la violencia en cualquier forma. Es lo suficientemente monumental, y lo suficientemente inspiradora, al punto que la imagen de partida se deshilvana en fragmentos irreconocibles (“Brueghel es sólo un desinhibidor”, especifica el artista). Los dibujos funcionan como un testimonio, como el relato de alguien que, en el último minuto, vio algo a oscuras y fue devorado por la destrucción. Entonces, por un lado, Espina cuida muy bien de los ruidos, las texturas de luz y los olores que iba a recibir el público, en un intento programático por regular la información presente y evitar su erosión. Pero, por otro, la decisión de cargar de contenido a la pieza recae enteramente “en manos del espectador y de su experiencia vivida, intuida, leída, relatada”. En este punto, el trabajo cambia definitivamente de contexto: sale de una feria de arte y entra en la memoria emocional colectiva, se entreteje con distintos modos de recordar y conceptualizar algo tan evanescente como el aniquilamiento.
Como Leucade (roca por la que pasan las almas en su camino hacia el Hades), la obra es un lugar de paso y, como Hermes, el artista se propone como un mensajero. Un mensajero que tanto más puede decir cuanto más se vuelca sobre su propia subjetividad, en un esfuerzo profético por alcanzar lo universal en lo mas particular. “Me pasa algo así al pensar en Frida Kahlo, por ejemplo, que se metió adentro de ella misma y de su situación personal, pero llegó a cosas comunes a todos: la femineidad, la condición humana”. Como dijo Oscar, el carpintero que ayudó a instalar la obra, cuando Espina le pidió una palabra sobre el trabajo: “Acá yo veo todas las guerras. Todas juntas.”
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