> RICHARD PRICE, AUTOR DE CLOCKERS, PRESENTA A DAVID SIMON COMO ESCRITOR
› Por Richard Price
Jimmy Breslin una vez escribió sobre Damon Tunyon: “Hizo lo que hacen los buenos periodistas: se quedó por ahí”. Pero en Homicide, su crónica de un año en la vida de la Unidad de Homicidios del Departamento de Policía de Baltimore, David Simon no solamente se quedó ahí: montó una carpa. Como reportero y dramaturgo, Simon siempre tuvo la convicción de que Dios es un novelista de primer nivel y que estar ahí cuando El está haciendo sus cosas no sólo es legítimo sino honorable, parte y fragmento de librar una lucha justa. Simon es un gran coleccionista e intérprete de hechos, pero también es un adicto, y su adicción es ser testigo.
Lo digo con autoridad (hace falta ser un adicto para reconocer a otro), y la adicción se desenvuelve así: lo que sea que veamos en la calle –con la policía, con los chicos de la esquina, con gente que está sólo tratando de sobrevivir junto a sus familias intactas en un mundo regado de minas terrestres– sólo estimula nuestro deseo de ver más, de quedarnos y quedarnos y quedarnos con cualquiera que nos acompañe en nuestra eterna búsqueda de algún tipo de Verdad Urbana. Nuestra plegaria de antes de dormir: Por favor, Señor, sólo un día más, una noche más, déjame ver algo, oír algo que me dé la llave, la metáfora de oro para todo, una metáfora que, como todo jugador degenerado sabe, está siempre en la siguiente tirada de dados. La verdad está a la vuelta de la esquina, en el próximo comentario callejero oído al pasar, en el próximo llamado en la radio, en la próxima transacción de drogas, en el próximo play en un video de una escena del crimen, mientras la bestia que es Baltimore, que es Nueva York, que son los Estados Unidos urbanos, como una esfinge insaciable cuyos enigmas no son siquiera inteligibles, continúa deglutiéndose un alma trasnochada tras otra.
O quizá sea nuestra falta de habilidad para enfrentar los cierres periodísticos y terminar de una vez nuestros artículos...
Conocí a Simon el 29 de abril de 1992, la noche de los disturbios por Rodney King. Los dos acabábamos de publicar Grandes Libros: Simon, su crónica Homicide, a Year on the Killing Streets; el mío era una novela, Clockers. Nos juntó nuestro editor, John Sterling. El momento fue casi cómico: “David, éste es Richard; Richard, David. Ustedes tienen que ser amigos, tienen mucho en común”. Y, por supuesto, lo primero que hicimos fue hacer contacto con el otro lado del río, en Jersey City, uno de los puntos calientes esa noche, donde nos encontramos con Larry Mullane, un detective de Homicidios de Hudson County y mi sagaz Virgilio durante los tres años anteriores de mi vida como escritor. El padre de David había crecido en Jersey City, los Mullanes y los Simons seguramente se habían cruzado durante generaciones. Los disturbios de Jersey probaron ser elusivos, perpetuamente a la vuelta de la esquina pero nunca sobre el escenario, y mi principal recuerdo de esa noche es la compulsión de Simon por estar ahí, lo que para mí fue como encontrarme con mi hermano siamés perdido.
En un punto durante la noche hubo rumores de que los manifestantes estaban colocando cable de piano atravesando las calles para decapitar a policías en moto, y Larry Mullane, un ex policía motociclista, tuvo que dejarnos abruptamente. Nos encontramos solos en un coche policial no identificado (un oxímoron, si es que alguna vez hubo uno), conmigo al volante y Simon en el asiento del pasajero. El consejo que Mullane nos dio fue: “Manténganlo en movimiento, y si alguien viene a encararlos, traten de parecer enojados y aprieten el acelerador”. Eso fue básicamente lo que hicimos, lo que me lleva a una pregunta que siempre me atormentó: los escritores como nosotros, que estamos obsesionados con hacer la crónica en hechos y ficción de la vida minuto a minuto en las trincheras urbanas de Estados Unidos, escritores que dependemos en gran parte de la nobleza de los policías para ver lo que tenemos que ver, somos (mierda), ¿fans de la policía?
Y la respuesta que llegué a creer es: no más de lo que somos fans de los criminales o de los civiles. Pero para quien nos permita caminar una milla en sus zapatos, de cualquier lado de la ley, sentimos una inevitable empatía. Pero no es tan siniestro como suena mientras tu plegaria de agradecimiento diga algo así: Como cronista voy a honrarte con el fiel reporte de lo que veo y escucho mientras sea una visita en la casa de tu vida. En cuanto a cómo te retrataré, te cavas tu propia tumba o te construyes tu propio monumento cuando muestras tu personalidad, así que buena suerte y gracias por tu tiempo.
Simon escribe de forma exhaustiva y con claridad sobre la imposibilidad de la profesión de policía de investigación. El policía de homicidios no sólo tiene que lidiar con el cuerpo que yace frente a él sino con todo lo que carga a sus espaldas, que es la entera jerarquía de jefes que responden a jefes –el peso de la preservación burocrática–. A pesar de la sobrepopularización de los avances forenses estilo CSI, hay momentos en los que parece que la única ciencia confiable para estos investigadores en el peldaño más bajo de la cadena alimentaria es la física del carrerismo, que sencilla y confiadamente establece que una vez que un asesinato llega a los diarios o toca cualquier tipo de nervio político, la mierda siempre va a ir hacia abajo. Los mejores de ellos –los que con frecuencia, bajo una gran aunque superflua presión, cambian los nombres en el pizarrón de rojo a negro– quedan con un aire mundano y de orgullo elitista bien ganado.
Homicide es un diario del día a día, y cada página está atravesada por una intermitencia de lo mundano y lo bíblicamente abominable y las ansias y la avidez de absorber de Simon, su afán por digerir, por estar ahí y conducir el mundo frente a sus ojos hacia el universo más allá. Hay un amor por todo lo que presencia, una creencia implícita en la belleza de simplemente dar cuenta de que cualquier cosa que ve desarrollándose en tiempo real es La Verdad de un mundo –así es como es, así es como funciona, esto es lo que la gente dice, así es como reaccionan, actúan, disocian, justifican, donde se quedan cortos, se trascienden, sobreviven, se hunden.
Simon también exhibe una facilidad por dar con la llave que abre la enormidad de las pequeñas cosas: la leve sorpresa de los ojos medio cerrados de un muerto reciente, la poesía inefable de un derrochador, el ballet físico de lo que no tiene propósito en las esquinas, la inconsciente danza de la ira y el aburrimiento y la dicha. Documenta los gestos, el modo en que los ojos cortan y la boca se endurece. Reporta las inesperadas acciones civilizadas entre adversarios, el humor negro que se supone salva la sanidad o la humanidad o cualquiera sea la excusa para hacer chistes sobre los recién asesinados, la desalentadora estupidez que alimenta la mayoría de las acciones homicidas, las estrategias de supervivencia que adopta la gente que vive en las circunstancias más duras para sencillamente pasar otro día. Captura el modo en que las propias calles son un narcótico para los policías y para los soldados callejeros (y para algún escritor ocasional), todos jaqueados por el próximo predecible pero inesperado drama que pondrá a las dos partes en movimiento y enviará a los inocentes atrapados en el medio buscando refugio bajo la ventana de la habitación o empaquetados en la bañera supuestamente a prueba de balas –la familia que se amontona junta se queda junta–. Y de vez en cuando martillea con el hecho de que hay muy poco blanco y negro allá afuera, y un infernal montón de gris.
Homicide es una historia de guerra, y el teatro de operaciones se extiende desde las devastadas casa del este y el oeste de Baltimore hasta los salones de la Legislatura estatal de Annapolis. Revela con no poca ironía que los juegos de supervivencia en las calles espejan juegos de supervivencia en la Legislatura, cómo todos los involucrados en la guerra contra las drogas viven y mueren por los números –kilos, onzas, gramos, pastillas, ganancias para un lado; crímenes, arrestos, porcentajes de casos resueltos y recortes de presupuesto para el otro–. El libro es un examen de realpolitik de una municipalidad en el medio de un disturbio en cámara lenta, pero a través de la firme celeridad de la presencia de Simon, Homicide nos ofrece los patrones escondidos dentro del caos. Baltimore, de hecho, es la Teoría del Caos encarnada.
Con el éxito de la adaptación televisiva de este libro, Simon ha sido capaz de entrar al drama –la brillante miniserie de seis partes basada en su siguiente libro, The Corner (co-escrito con Ed. Burns), y una novela rusa que es una serie de HBO, The Wire–. Incluso con la libertad creativa de la ficción, su trabajo permanece como una exaltación de la sutileza, una continua exploración de cómo el más pequeño acto externo puede crear la mayor revolución interna –en la vida de una sola persona marginada o en el biorritmo de una gran ciudad norteamericana.
Todo esto para decir que si Edith Wharton volviera de los muertos, desarrollara una inclinación por operadores políticos municipales, policías, adictos al crack y el reportaje, y no le importara la ropa que tuviera que ponerse en la oficina, probablemente se parecería un poco a David Simon.
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