FOTOGRAFIA > LA ESCUELA DE DÜSSELDORF EN PROA
Bernd e Hilla Becher no sólo fueron dos de los fotógrafos europeos más importantes de la posguerra, sino que en 1976 crearon una cátedra universitaria en la que se formó lo que hoy se conoce como la Escuela de Düsseldorf. Cinco de esos alumnos exponen hasta fin de julio en Proa. Cuatro se revelan como brillantes discípulos capaces de retratar como sus maestros los grandes espacios en los que se abisma la vida contemporánea. El quinto se subleva y fotografía todo eso que los demás dejan fuera de cuadro: las personas que viven esa vida.
› Por Gustavo Nielsen
¿Se acuerdan de Bernd e Hilla Becher, ese matrimonio de alemanes que fotografiaba tanques industriales en todo el mundo? No sé por qué siempre me los imaginé como una especie de Abott y Costello con valijas, él alto y flaco y ella baja y gordita. Me resisto a googlearlos para conocerlos, en mi imaginación son muy simpáticos. Buscaban un gran tanque –de agua, de gas, de petróleo–, lo separaban de sus alrededores mediante un punto de vista que nadie supo nunca cómo conseguían y hacían la misma foto de distintos modelos, todas las veces. Ordenados, testimoniales, enciclopedistas. Coleccionistas. Siempre con el objetivo a la misma altura, siempre sin gente, monotemáticos y monocromáticos. Siempre mostrando objetos enormísimos y quietos en formato pequeño. Muchas veces pensé en la vida sexual de ese matrimonio. Prejuicios de uno. Al fin y al cabo tienen un trabajo mejor que el de casi todos los matrimonios del mundo: mucho viaje y un arte ordenado y aparentemente sencillo; un arte de clicks.
Sin embargo, cualquiera que haya manejado alguna vez una cámara para fotografiar un edificio o un volumen de porte considerable sabe lo difícil que es meterlo en caja sin las deformaciones propias de la óptica. Estimo que las fotos de los Becher se terminaban de lograr en el laboratorio y la mayoría de las veces eran producto de un sabio montaje. Es muy difícil dar siempre con la distancia al objeto necesaria para que entre sin combarse. Esto lo saben hacer solamente los fotógrafos de edificios. Al que mejor le sale de la Argentina es a Alejandro Leveratto, un capo.
En 1976 los Becher decidieron fundar una cátedra en la universidad alemana. De allí salió la Escuela de Düsseldorf, especializada en fotografía de cosas quietas y enormes. Cinco de sus alumnos, tal vez los más interesantes, están exponiendo hoy en la Fundación Proa en una muestra maravillosa. Andreas Gursky, Cándida Höfer, Axel Hütte, Thomas Ruff y Thomas Struth. Todos han aprendido de sus maestros a ser buenos Leverattos, a documentar grandes objetos quietos. Todos han aprendido a ubicar sus objetivos en el mismo sitio, a enfocar silencios monumentales de modo magistral. Todos excluyen al ser humano del asunto y las escalas de lo fotografiado pasan a ser de otro planeta al no tener detalles con qué comparar alturas e interiores. A lo sumo han transgredido las enseñanzas de sus maestros en el tamaño de las copias, en el agregado de color a las tomas y en el abandono técnico de lo analógico por lo digital, casi un requerimiento de la época actual.
Todos menos Gursky, el rebelde.
DIE TOTEN HOSEN
Las fotos de Gursky sobresalen de las demás no sólo por la proporción y el tamaño (las dos más llamativas miden cinco metros por dos), ni por estar en la sala más paqueta de la nueva ampliación de Proa: brillan por lo que muestran. Gente. Gente urbana en movimiento. Toda la gente que le falta al resto de las fotos. Como si los habitantes de los espacios fotografiados por la Escuela de Düsseldorf se hubieran rateado de sus edificios para ir a tomarse una birrita a lo de Gursky. El alumno Gursky se olvida (aparentemente) de sus maestros alemanes y sale a la calle a retratar raves.
Hay dos cuadros. Uno se llama “1º de Mayo” y el otro “Tote Hosen”. El primero muestra la fiesta del día del trabajo con unas cinco mil personas brindando, bailando, abrazándose, besándose, conversando o drogándose en un espacio incierto, indistinguible. Podría ser un galpón, una terraza, una pista de aterrizaje o el lobby de un gran hotel. Da igual. El segundo muestra un recital de un grupo alemán llamado Die Toten Hosen (el título de la foto descarta la primera “n” del nombre), y aparece toda una masa de gente inclinada hacia un escenario. En el escenario están los músicos, uno sin camisa saltando con una guitarra y el cantante señalando al público con la vara del micrófono. Atrás, en la otra punta, los cuatro o cinco únicos aburridos: sonidistas.
Algo me llama la atención y decido volver otro día con más tiempo. En la semana siguiente consigo unos CD del grupo y un discman, y me propongo escuchar cinco temas seguidos a todo volumen a una distancia de un metro del cuadro, para averiguar si realmente Gursky se caga en sus maestros –genios– Becher, o si por el contrario es el que más los ama y los respeta.
LA EDUCACION DE UN ALEMAN
Una de las cosas en las que más creo es en la sustitución de la enseñanza. Si a usted le enseñan una cosa la tiene que aprender –para eso va al colegio o a la facultad–, pero después conviene que se la olvide y que llene ese espacio con algo suyo. Los alemanes son maestros en aberturas: las mejores puertas y ventanas del mundo son alemanas. Y eso es porque después de la guerra no soportaron más hacer algo en límites abiertos; históricamente han buscado encerrarse y cerrarse. Como si sufrieran de agorafobia.
A los alemanes fotografiados por Gursky no les pasa: son jóvenes, producto de un nuevo espacio post caída del Muro de Berlín. Los que van a los conciertos al aire libre, a manifestaciones. Los que bailan al aire libre como si estuvieran reinventando Woodstoock.
¿Cuál es la gran lección de los Becher a sus chicos? La de no olvidarse de los detalles, a pesar de que el objeto parezca no tenerlos, de tan grande que es. Es casi una lección de novelista. Los tanques de los Becher están llenos de cositas mínimas que se leen como palabras escritas, estén cerca del piso o bien arriba en el cielo. Becher nos revela todos los tornillos de esas moles sin tener que subirnos a escaleras. Todo se debe ver con la misma exactitud y claridad. Los otros artistas de Düsseldorf aprenden la lección, pero salen a fotografiar fachadas cargadas de ornamento, sobre todo en los primeros trabajos expuestos en la primera sala. Gursky no. Gursky sale a fotografiar muchedumbres como si fueran obras de arquitectura. Los detalles, aquí, son los gestos de los individuos. Los individuos conforman la masa como las piedras conforman la geometría de un arco en un puente de ladrillo.
La idea de sujeto que Gursky va a retratar en estos bloques humanos saltando al ritmo del punk rock es la de un anónimo identificable. Gursky se olvidó temporalmente de la lección de sus maestros, pero volvió para aplicarla a full: a cinco metros de distancia del cuadro sólo vemos el grupo; a distancia de un metro podemos distinguir los ademanes de los espectadores del recital, la ropa que llevan, lo que fuman y beben.
ADENTRO Y AFUERA
Gursky retrata la multitud y lo inmediato, la masa y la persona. ¿Cómo lo logra? Igual que Bernd e Hilla, pero con una técnica impensable en los años ’70: el cut & paste digital. Así como sus maestros corregían las tomas en la ampliadora para no curvar innecesariamente las perspectivas, Gursky no saca una sola foto del recital, sino decenas de pequeñas fotos de sectores de gente, y después va y las pega una al lado de la otra hasta recomponer la multitud. Gursky fotografía las masas como nunca lo haría un periodista gráfico. No le interesa ni el número de gente apiñada, ni los metros cuadrados ocupados. Le interesa la calidad de esa masa, los elementos significativos que la conforman. Las caras, las actitudes de los seres que ocupan el nuevo lugar global del entretenimiento, los guiños del ocio en la cultura de hoy.
Es tan patente esa actitud que a cincuenta centímetros del cuadro y en mitad de “Love, peace & money” de Die Toten Hosen siento que podría caerme adentro de la foto. Veo un intersticio allí donde parece que se ha sentado alguien, y me dan ganas de entrar a levantarlo, para seguir bailando después. No tengo la remera del grupo que llevan casi todos los pibines: la del águila alemana comida por las hormigas, puro huesitos. El CD suena a un punk como interpretado por un Queen disfónico, no es la música que escucho habitualmente. Se nota que quieren ser Sex Pistols pero comiendo bien. En la tapa del CD aparecen cinco chicos lindos rodeados de mujeres desnudas; ellos están vestidos cool, fuman habanos, toman champán. Ellas son hermosas y los aman. Sin embargo, el público de la foto son todos tipos: en diez mil personas debe haber solamente cincuenta mujeres, la mitad con pinta de bombero. Las ganas de estar ahí adentro son tal vez el recuerdo de los recitales de mi adolescencia; el inconsciente óptico del que habla Benjamin en sus artículos sobre fotografía.
¿La fotografía será una herramienta para documentar la realidad, un artificio, un arte? ¿Será magia? Vuelvo a alejarme hasta los cinco metros. La de Gursky no es una realidad, en la realidad veríamos solamente una masa sin proximidad o una proximidad sin masa. Veríamos a la gente de más atrás de un tamaño menor a la que vemos más adelante. La idea de ver el todo y las partes simultáneamente y que cada cosa tenga la misma importancia nos sitúa adentro del recital. Entonces Gursky es más real que la realidad misma: es la experiencia casi exacta pero quieta, sin sonido ni sudores, de un recital.
Manche sagen die liebe, vielleicht ist da was dran./ Und es bleibt ja immer noch Gott,/ wenn man sonst niemand hat./Andere glauben an gar nichts, das Leben hat sie hart gemacht.
(No hay mucho en este mundo a lo cual te puedas agarrar/ dicen el amor, quizás haya algo ahí. / Y siempre queda Dios / si no tenés a nadie más. /Otros no creen en una goma, la vida los hizo duros.)
Apago el discman (qué antigüedad, debería haber mentido y decir el i-pod). El hombre cada vez construye máquinas más sofisticadas para mejorar la percepción, para afilarla. Para escuchar más, para ver más. Para ser más omnipotentes y poder serlo en cualquier sitio. La Escuela de Düsseldorf hace fotografía documental, pero Gursky, además, fotografía lo que no existe y llevamos en el recuerdo de la adolescencia: el alma de la reunión.
PETER BRUEGHUEL TAMBIEN CANTA EN ALEMAN
Una de las curadoras de la muestra afirma que esto que vemos es un registro de época. Otra compara la foto compositivamente con una pintura de Jackson Pollock (según ella los colores de las remeras determinan una especie de mapa visual que arma una red que atrapa nuestra atención). Otra lo explica con el movimiento de los brazos: es un cuadro dinámico, adonde toda la fuerza está acentuada hacia adelante. Los brazos, como flechas, nos llevan a mirar el escenario situado a la izquierda del observador, dice la chica, y el pedacito de pared blanca que se ve al fondo, arriba del cuadro, nos devuelve la visión hacia la derecha, como si nuestra mirada rodara por una canaleta blanca para que podamos seguir jugando al bowling de la imagen.
Todo el tiempo ellas dicen “cuadro, cuadro”. Yo también lo dije aquí en la nota. Y es una foto. Un fotón. Tal vez sea un cuadro porque se parece a un Brueghel muy conocido. Ese de los juegos infantiles, donde se ve un pedazo de ciudad medieval con niños jugando y adonde cada niñito ejecuta un juego particular, disfrutándolo con todos sus sentidos. Y se alegra porque gana o se enoja porque pierde, y quiere volver a empezar. Con la rueda, el diábolo, el yoyo, los malabares, la garrocha, el tobogán, el elástico, la rayuela, el barril, el subibaja o el rango.
Como el pequeño ser humano que es, vivo y en movimiento.
Una persona pintada. En tela o en papel, con óleo o con luz, en el medioevo o anteayer a la noche en la pista de un club. Espacios Urbanos Fundación Proa Av Pedro de Mendoza 1929, La Boca, Martes a domingo de 11 a 19. Entrada: $ 10. Hasta fin de julio.
(Traducción del alemán del profesor Martín Brauer)
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