FOTOGRAFíA >TREBLINKA SEGúN YAKO
El fotógrafo Dani Yako viajó a Polonia a reencontrarse con sus raíces y visitar los lugares donde su familia vivió y murió exterminada: el pueblo de Telaki, a tres kilómetros del campo de concentración de Treblinka. Ese recorrido quedó plasmado en “Un viaje”, la muestra que acaba de ser presentada en el Museo del Holocausto.
Me niego a pensar en Polonia como un cementerio judío”, dice Matías, único argentino de origen judío en Varsovia, frente a una copa de vino español en su moderno wine bar, en el centro de la capital polaca. Su afirmación está en las antípodas de la imagen de Polonia con la que crecí, le contesto mientras miramos la foto de la familia de mi abuela paterna, tomada aquí a fines de la década del ‘20: salvo mi abuela Perle y dos de sus hermanos, el resto fue asesinado en Treblinka, un campo de concentración nazi.
Treblinka está lejos: mi primera escala es la capital polaca, Varsovia, que fue destruida totalmente en la Segunda Guerra y hoy es una mezcla de antiguos edificios reconstruidos, arquitectura del más puro estalinismo y una modernidad de vidrio y acero que avanza al ritmo de la economía de mercado. Una ciudad en donde la historia se reescribió; donde encontrar los restos del gueto judío es casi una misión imposible. Las guías turísticas no lo nombran –¿vergüenza retroactiva, tal vez?–; el plano del centro apenas dice en letra minúscula que para hallar los pocos ladrillos que quedan hay que caminar hasta el 55 de la calle Sienna. ¿Quedará lejos? El conserje no sabe, no contesta. El taxista que para en la puerta del hotel se niega a llevarme: “Está a una cuadra, ¿por qué no camina?”.
En Sienna 55 encuentro una puerta con candado que no cede pese a mi empuje. Los primeros cinco vecinos a los que consulto nada saben. Finalmente una mujer en un francés algo primitivo me da lo que parece ser una dirección: “Szolta 62”. En ese lugar, ningún cartel anuncia que en el patio interior de lo que hoy es un conjunto de departamentos, resisten los únicos veinte metros del muro que rodeaba al gueto. Una falta de información que contrasta con la que existe acerca del Museo de la Resistencia, maravilloso homenaje que recuerda el levantamiento de la ciudad en 1944, los meses que duró la lucha contra el invasor: días en los que murieron 250.000 polacos (molesto con la tenaz defensa, Hitler ordenó destruir la ciudad).
La idea es moverme todo lo posible en tren, con toda la carga que el ferrocarril significó en la estructura del plan de exterminio. La estación más cercana al campo de concentración es Walkinia: hora y cuarto en un cómodo vagón, admirando el paisaje arbolado, descubriendo toda la gama de ocres imaginable.
El único taxi del pueblo está roto, pero su dueño insiste en que vaya en el auto de su hijo. Tiene un Mercedes... No me tienta la idea de ir en un auto alemán hasta el campo nazi, pero no tengo opción.
De la Treblinka original nada queda. Fue desmantelada a fines de 1943, una vez que cumplió su función: aniquilar a los judíos de Varsovia y alrededores. Hoy es un monumento que sobrecoge: miles de piedras, cada una con el nombre de uno de los pueblos desde donde llegaban los condenados a muerte.
Hacer lo que tenía en mi cabeza no resulta tan fácil. Nervioso y entre lágrimas, no logro lo que buscaba. La foto que llevo –la foto de mi familia– se escurre entre las piedras. Parece que mis cámaras Leica –alemanas, también– se rebelan por primera vez. De repente veo aparecer a cientos de jóvenes: son israelíes, se ve por las banderas que ondean sobre sus cabezas. Todos visten de blanco; por alguna extraña razón esto me tranquiliza.
“Treblinka-Telaki-Telaki-Treblinka”: una letanía que suena en mis oídos desde la infancia. El pueblo de mi familia –el Telaki de la letanía– no figura en los mapas; parece una broma del destino, pero queda a sólo tres kilómetros de Treblinka. Son sólo unas casas al borde de la ruta y otras perdidas en campos arbolados. Casi no hay con quien hablar. Las pocas personas que lo hacen reaccionan mal cuando les cuento que aquí estaba parte de mis orígenes. “Nada sabemos de judíos, aquí no vive ninguno.” Es obvio: ninguno de esos judíos –eran trescientos– volvió de Treblinka. Joachim, el chofer, me explica entonces, ingenuamente, que lo de los pobladores no es maldad: “En todos estos pueblos viven atemorizados esperando el regreso de los familiares de los deportados. Tienen miedo de que reclamen sus bienes”. No se me había ocurrido. Ahora lo estoy pensando. ¿Habrá papeles?
Imaginaba que en Auschwitz siempre era de noche, o que en sus dominios todo era bruma, un paisaje siempre nevado. Pero el de hoy es un día precioso de otoño. Si no fuera por los alambrados, el campo de concentración podría pasar por un campus universitario. Hoy está transformado en museo; tiene todo lo que un museo deber tener, hasta restaurantes.... “El trabajo os hará libres”, dice el cartel de la entrada.
Mientras lo recorro no puedo parar de hacer cuentas. Entre 1940 y 1945 mataron aquí a 1.200.000 personas: un cuarto de millón por año; 650 por día... Tarea imposible, pero luego en Birkenau –campo complementario que queda a pocos kilómetros, verdadera máquina de aniquilar– los números cierran.
Hacer fotos en el interior de los blocks está prohibido: trabajo a escondidas. La idea de ser descubierto por algún guardia no deja de ser inquietante. Las barracas de Birkenau parecen no haber sido tocadas desde la liberación; las imágenes de los sobrevivientes, escuálidos, con la mirada perdida y apiñados en las literas, siguen ahí.
Más tarde, en la coqueta y católica Cracovia, preparado para el viaje de regreso, busco un lugar agradable donde cenar y sacarme de encima los vestigios del horror. Frente a la plaza, encuentro un lugar que se llama Sushi-Yako. El nombre funciona como un imán. Entro y recuerdo a mi abuelo diciendo que había dos ocasiones en la vida para tomar vodka: “Una, cuando llueve; la otra, cuando no llueve”. Tomo tres vasos al hilo en su honor. Mientras, pienso que quizás en el próximo viaje coincida con Matías.
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