Dom 12.07.2009
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PERSONAJES > MATHIEU AMALRIC, EL DESALIñO HECHO SELLO

Feo sucio y galo

› Por Leonardo Haberkorn

El cine francés no ha conseguido que muchos de sus actores hayan atravesado las fronteras nacionales. Galanes menos. Algunos hubo, claro, y si hubiera que hacer una lista de la belleza masculina afrancesada, tan diferente de la inglesa y de la norteamericana, habría que dividirla en dos: los hermosos hermosos y los feos hermosos. La lista debería empezar por Jean Gabin, que atravesó el cine mudo y las primeras décadas del sonoro como el galán hipermasculinizado y un poco bruto, y que reinó hasta mediados de los ‘50. A Gabin, que hizo personajes como “la bestia humana”, se le podría contraponer Gérard Philippe, el príncipe, un actor de una belleza pálida y refinada, y de vida trágica, que tuvo la triste suerte de no envejecer en pantalla. Desde fines los ‘50 en adelante la misma disputa se produce entre Jean-Paul Belmondo y Alain Delon. El galán feo con cara de boxeador que filmó con los directores franceses que inventaban la modernidad en el cine, versus el galán carilindo indiscutible. Gérard Depardieu en los ‘80 ocupó el lugar central, y aunque no se le puede negar cierto atractivo, sus roles fueron más de carácter.

Pero ¿Mathieu Amalric es un galán? Dicen que no. Sin embargo, su estilo bellamente desaliñado viene pisando fuerte fuera de Francia. La última película que se estrenó con él en Argentina, El primer día del resto de nuestras vidas (Un conte de Noël), lo tiene como protagonista en un elenco de grandes actores, al punto de estar compartiendo afiche publicitario con Catherine Deneuve. Su personaje es el del hijo pródigo, pero que vuelve por una casualidad y fue echado del núcleo familiar por indeseable. Un alcohólico, irresponsable y mujeriego, que dice en un momento mirando a cámara fijamente: “He sido tan despreciado en mi vida, que llego a creer que es lo que deseo”. Su papel allí es el mismo que, con ribetes diferenciadores, realizó a lo largo de toda su carrera. Siempre desharrapado, siempre con un cigarro colgando de la boca, cara de vivillo, la barba crecida, el pelo revuelto como recién salido de la cama.

Y tal vez ese desdén, ese desaliño actoral, se deba a que Amalric nunca quiso ser actor. En una entrevista dada en 2001, cuando vino a presentar al Festival de Mar del Plata su largometraje como director, El estadio de Wimbledon, decía: “En mi juventud, compartí una casa con amigos que querían ser actores. Y como uno de ellos ya no tenía edad para ser admitido en el Conservatorio, me pidió permiso para usar mi nombre. No me molestó, porque yo tenía bien en claro que lo mío no era ser actor, sino ser director de cine. Así que los registros del Conservatorio Nacional figura un alumno llamado Mathieu Amalric, que no soy yo. Por eso, cada vez que hablan de mí como un actor importante, no puedo evitar sorprenderme”. Hasta ese momento había filmado con directores como André Techiné (Alice et Martin), Olivier Assayas (Fin de agosto, principio de septiembre), Raúl Ruiz (Généalogies d’un crime) y Otar Iosellani (Los favoritos de la luna). Luego lo hizo con Julian Schnabel (La escafandra y la mariposa) y Jean–Claude Biette (Trois ponts sur la rivière). Todos realizadores del cine francés post nouvelle vague, un cine que buscó y sigue buscando la forma de pensarse a sí mismo como parte de una historia que ya tiene demasiados hitos.

Mathieu Amalric fue desde su primer protagónico importante con Arnaud Desplechin, Comment je me suis disputé... (ma vie sexuelle), catalogado como el Jean-Pierre Leaud de esa generación. Y con sus participaciones graciosas y displicentes en el cine fuera de Francia, sigue reforzando ese mito. Fue Louis, el informante francés en Munich, donde se paseaba melancólico en autos lujosos, rodeado de guardaespaldas, escuchando Edith Piaf a todo volumen. Fue Dominique, el magnate extravagante y antiecologista que perseguía con un hacha al último James Bond en Quantum of Solace.

Probablemente ya sea tarde para que Mathieu Amalric se convierta en el galán que debería haber sido y no fue. Parte de la tradición de feos hermosos del cine francés. Pero pueden verse aun sus actuaciones descontroladas y deleitarse con sus ojos negros un poco grandes, sus desplantes de borrachín adorable, en las películas que estén por venir. Que son nada menos que las nuevas de Alain Resnais y Tsai Ming-liang. Y también se puede esperar verlo en alguna nueva superproducción de la talla de Spielberg o de la saga Bond. Porque por el momento él es el encargado de interpretar a cualquier francés en cualquier película norteamericana que contenga uno.

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